Los argonautas. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los argonautas - Висенте Бласко-Ибаньес

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      Un Antonio Leme, habitante de Madera, corriendo con su barco un mal tiempo hacia Poniente, juraba haber divisado tres islas; otro vecino de Madera enviaba peticiones al rey de Portugal para que le diese una nave, con la que descubriría una isla que afirmaba haber visto todos los años en determinadas épocas. Y en las Canarias, así como en las Azores, también veían los habitantes tierras nuevas que surgían en el horizonte al llegar ciertos meses, y que para el vulgo eran las de las tradiciones marítimas: la isla de las Siete Ciudades y la de San Borombón, pintadas por algunos cartógrafos en sus mapas con los títulos de «Antilla» y «Mano de Satán». Los de mayores conocimientos explicaban con arreglo a los escritores antiguos, la naturaleza de estas tierras tan pronto visibles como ocultas y que frecuentemente cambiaban de lugar. Plinio había hablado de enormes arboledas del Septentrión que el mar socava, y como son de grandes raíces, flotan sobre las olas y de lejos parecen islas. Séneca había descrito la naturaleza de ciertas tierras de la India, que por ser de piedra liviana y esponjosa van sobrenadando en el Océano.

      La Antilla salía al encuentro de los marinos extraviados por la tempestad, dando lugar con su rápida aparición a nuevas expediciones. Diego Detiene, patrón de carabela, que llevaba como piloto a un Pedro de Velasco, vecino de Palos, salía de la isla de Fayal cuarenta años antes de los descubrimientos de Colón, y avanzando cientos de leguas mar adentro, encontraba indicios de tierra; pero a fines de agosto había de retroceder, temiendo la proximidad del invierno. Vicente Díaz, piloto de Tavira, realizaba otra expedición hacia Poniente, pero había de volverse por la escasez de sus provisiones. Otros navegantes salían a la descubierta de estas islas ocultas, y nadie volvía a saber de ellos.

      Se hablaba mucho de un piloto que había conseguido pisar las tierras ignotas. Unos le consideraban vizcaíno, de los que hacían comercio con Francia e Inglaterra; otros portugués, que navega de Lisboa a la Mina; los más le tenían por andaluz y le llamaban Alonso Sánchez de Huelva. Una tempestad había sorprendido barco entre Canarias y Madera, llevándolo hasta una gran isla, que se creyó luego fuese la de Santo Domingo. Desembarcó Sánchez tomó la altura, hizo agua y leña, y volvió hacia las tierras conocidas; pero tan penoso fue el viaje, que murieron de hambre y cansancio doce hombres de los diez y siete que formaban su tripulación, y los cinco restantes llegaron en tal estado a las Azores, que fallecieron al poco tiempo. Esto ocurría en 1484, ocho años antes del descubrimiento de las Indias. Cuando las primeras expediciones españolas desembarcaron en las costas de Cuba, sus naturales, en frecuente comunicación con los de la isla Española o Santo Domingo, les hablaron de otros hombres blancos y barbudos que algún tiempo antes habían llegado sobre una nave.

      —Gente interesante la que se reunía en estas islas avanzadas del Mar Tenebroso—dijo Maltrana—. Navegantes ávidos de novedad, hombres de estudio que a la vez eran hombres de acción, sentíanse atraídos todos ellos por el misterio del Océano. Luego de navegar desde los hielos de la isla de Thule al puerto de San Jorge de la Mina (donde los lusitanos hacían acopio de negros para venderlos en Lisboa), acababan por establecerse en los archipiélagos portugueses o españoles, sin que nadie supiese gran cosa de su existencia anterior. Se parecían a los aventureros de vida novelesca y obscura que en nuestros tiempos viven en las minas del África del Sur, en las praderas de Australia, en el Oeste de los Estados Unidos o en las pampas de la Argentina, vagabundos cuya verdadera nacionalidad se ignora, que llevan con ellos un ensueño, una energía latente, y se introducen por medio del matrimonio en familias poderosas que les ayudan, acabando por triunfar. Después de la victoria ocultan aún con más cuidado su origen, amontonando sobre él testimonios contradictorios e inverosímiles.

      —En las Azores—dijo Ojeda—vivió durante diez y seis años, casado con una hija del gobernador de Fayal, el cosmógrafo Martín Behaín, constructor del primer globo terrestre que se conoce, y el cual es considerado por unos caballero bohemio de raza eslava, por otros noble portugués dado a las aventuras, y por los más, simple mercader de paños nacido en Nuremberg. Y al mismo tiempo, casado con una hija de Muñiz de Pelestrelo, antiguo gobernador de la isla de Puerto Santo, vivía otro aventurero, navegante en diversos mares y de obscuro pasado, un tal Cristóbal Colón...

      —Usted que ha estudiado las cosas de aquella época, amigo Ojeda—preguntó Maltrana—, ¿cómo ve al famoso Almirante?...

      —Le advierto que yo tengo una opinión muy personal. Siento por él una simpatía de clase: era un poeta. En su libro de Las Profecías se han encontrado versos mediocres, pero ingenuos, que indudablemente son de él. Adoro su imaginación, que infunde a muchos de sus actos cierto carácter poético; su amor a lo maravilloso, su religiosidad extremada de marinero metido en teologías, que le hace decir cosas heréticas sin saberlo y le impulsa a escoger libros religiosos poco aceptados... Admiro su coraje, su tenacidad para realizar un ensueño. Y lo que en él me inspira más afecto es que no fue un verdadero hombre de ciencia, frío y lógico, de los que usan la razón como único instrumento y desdeñan las otras facultades, sino un intuitivo, de más fantasía que estudios, semejante a Edison y a otros inventores de nuestra época, que tampoco son verdaderos hombres de ciencia y saltan del absurdo a la verdad, produciendo sus obras por adivinación, lo mismo que los artistas... Este hombre extraordinario y misterioso lo veo lleno de contradicciones y complejidades como un héroe de novela moderna; y lo prueba el hecho de que, transcurridos cuatro siglos, todavía se discute sobre su persona y no se sabe con certeza su origen.

      —Yo odio el Colón convencional fabricado por el vulgo—dijo Isidro—. Ese Colón que ven todos, lo mismo que en las estatuas y los cuadros, con el capotillo forrado de pieles, una mano en la esfera terrestre (que conocía menos que cualquier escolar de nuestra época) y con la otra señalando a Poniente, como quien dice: «Allá está América; la veo y voy a ir por ella...». Y Colón murió sin enterarse de que las tierras descubiertas eran un mundo nuevo y desconocido; diciendo en su carta al Papa que había explorado trescientas leguas de la costa de Asia y la isla de Cipango, con otras muchas a su alrededor... Las trescientas leguas asiáticas eran las costas atlánticas de la América Central, y Cipango (o sea el Japón) la isla de Santo Domingo. Él fue quien menos valor científico dio al descubrimiento, viendo en sus viajes una simple empresa política y comercial. De la novedad de las tierras encontradas no tuvo la menor sospecha: eran para él las costas orientales de Asia, la India ultra-Ganges, y por esto las bautizó con el nombre de Indias. Y en la carta en que daba cuenta del primer descubrimiento a su amigo y protector Luis Santángel, ministro de Hacienda de la corona de Aragón y judío converso, declaraba que de las tierras descubiertas «habían hablado otros muchos antes que él, pero por conjetura y sin alegar de vista», refiriéndose a los viajeros que habían hablado y escrito sobre los misterios de Asia.

      La contemplación del mar y la calma de la tarde incitaron a los dos amigos a seguir allí, continuando su plática, en la que evocaban pasadas lecturas, interrumpiéndose muchas veces el uno al otro para añadir un nuevo dato.

      Colón había encontrado el resumen de toda la ciencia de su época en el tratado De imagine mundi, del cardenal Pedro de Aliaco, teólogo, matemático, cosmógrafo, astrólogo, y uno de los que asistieron al Concilio de Constanza, donde fue quemado Juan Huss. El ejemplar De imagine mundi le acompañaba en todos sus viajes. Las Casas había visto este libro, ya ajado y cubierto de anotaciones en los últimos años de Colón. Éste encontraba reunido en la obra de Aliaco todo lo que podía animarle en su propósito de pasar al Asia por breve camino navegando hacia Occidente. Las afirmaciones de Aristóteles y su comentador Averroes, y las de Séneca daban todas ellas por segura la posibilidad de llegar en pocos días con viento favorable desde el extremo más avanzado de España a la India. La escasa distancia entre los dos extremos del mundo conocido afirmábala igualmente el cardenal con el testimonio de Plinio, que da a la India una grandeza desmesurada, la tercera parte del mundo habitado, con ciento diez y ocho naciones; de modo que Asia ocupaba todo el mar Pacífico, todo el Atlántico, y avanzaba hacia Europa, llenando parte de la América.

      Oponíanse a esto otras doctrinas, afirmando que en el planeta

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