Pasarse de listo. Juan Valera
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Las mujeres, cuando no las ciega la vanidad o el prurito de distinguirse, van por lo común bien vestidas. De cada veinte se puede afirmar que una, a lo más, y no es mucho, suele encomendarse al diablo para que la vista y la peine, por donde aparece en los Jardines hecha una tarasca; pero las otras diez y nueve van como Dios manda; unas de mantilla, otras de sombrero, y no pocas son muy guapas, sea como sea lo que lleven.
Lo único que, en general, pudiera censurarse aquella noche, y puede censurarse aún en el traje de las mujeres, es lo largo de las colas. Para ir a pie a los Jardines, y, aunque se vaya en coche, para pasear luego a pie, es feísimo y sucio todo aquel aditamento de enagua blanca y de vestido que va arrastrando, llenándose de polvo, levantándole y esparciéndole en el aire, y barriendo, por último, cuanta inmundicia encuentra al paso. La cola no está bien sino para andar sobre limpias y mullidas alfombras, o sobre mármol bruñido y lustroso, o sobre preciosas y pulidas maderas, incrustadas en forma de primoroso mosaico. Para andar por las calles o por el campo, donde suele haber lodo y quién sabe cuántas cosas peores, toda mujer de gusto debe prescindir de la cola. Algunas, aunque son las menos, prescinden ya.
En la noche a que nos referimos iba declamando contra las colas un caballerito, como de veintiocho años, recién llegado de Alemania y de Francia, y de lo más elegante, atrevido y alegre que puede imaginarse. Rodeábanle, e involuntariamente le admiraban y le reían las gracias, otros cinco jóvenes de lo más atildado y encopetado de Madrid.
Nuestro declamador había venido tan extemporáneamente para un negocio de su casa. Pensaba pasar en Madrid tres o cuatro semanas a lo más e irse a Biarritz en septiembre.
Tenía fama de calavera, pero no de los calaveras víctimas y explotados, ni tampoco de los verdugos y explotadores. Aunque generoso, no solía prestar a los que se llaman amigos ni había tomado prestado de los usureros, y sabía contenerse cuando jugaba y perdía, y no se dejaba saquear de sus administradores, y llevaba en la memoria todas sus fincas, rentas y productos, y miraba por todo, y cuando daba era con su cuenta y razón, y sin cegarse nunca por vanidad o por afecto.
Este caballerito poseía más de 15.000 duros al año; era soltero, andaluz, no tenía una sola deuda, y llevaba el título de Conde de Alhedín el Alto.
Jamás había querido estudiar ni seguir carrera ninguna. Era, sin embargo, curioso y despejado; había leído muchas novelas y libros populares y amenos de toda clase de ciencias; y con esto, y con el trato del mundo, y los viajes por lo mejor de Europa, había llegado a tener un espíritu bastante cultivado y que lo comprendía todo, si bien someramente.
Detestaba la política. Abominaba de los periódicos. Jamás tomaba uno en la mano sino para leer anuncios. Los acontecimientos públicos contemporáneos le fastidiaban, y no quería enterarse de ellos. Hallaba mil veces más poéticas las historias antiguas que las modernas, y le interesaba mucho más la caída de Sardanápalo que la de Napoleón III, y las fabulosas conquistas de Osiris que las del primer Napoleón.
No había querido decidir consigo mismo si era realista o republicano, liberal o no liberal, partidario de esta Constitución o de aquella.
En religión y en filosofía era menos perezoso; pero, si en política era indiferente, en esto otro era vacilante. En aquéllo, poco le importaba no resolverse; en ésto, a pesar suyo, no se resolvía.
Por lo demás, en cuanto tenía que hacer con lo práctico de su vida y de su conducta, el Conde de Alhedín tenía una filosofía propia, una doctrina determinada, una colección de principios que le servían de pauta y de norma para su conducta.
Réstame decir que este héroe, que pongo en campaña, era de mediana estatura, airoso, fuerte y ágil. Tiraba al florete como pocos, y con una pistola en la mano casi nadie se le adelantaba. Gran jinete y buen cazador, jamás había presumido de torero. A lo que sí tuvo afición, durante dos o tres años de su juventud más temprana, fué a imitar a Leotard, y con tan buen éxito, que volaba por los aires, en los combinados trapecios, como si fuera brujo. No lo era, sin embargo, sino un lindo muchacho, moreno, con hermosos ojos, pelinegro y de retorcidos bigotes y bien peinada y reluciente barba.
Después de haber disertado contra las colas refirió una serie de anécdotas ocurridas a él o a algún conocido suyo, en las tierras extrañas de donde venía. Algunas de estas anécdotas eran de caza o de equitación; las más fueron de amores, hallando medio de divulgar sus triunfos y conquistas, que aparentaron creer o creyeron sus interlocutores, o mejor dicho, su auditorio, pues el Conde era de aquellos que, si bien hablan primorosamente, fatigan y ofenden a los menos sufridos, monopolizando el uso de la palabra y no consintiendo, como vulgarmente se dice, que nadie meta baza o cucharada sino ellos.
A pesar de este monopolio no se ha de negar que el Conde era divertido en su conversación. Hablando, encantaba o deslumbraba. Narraba como pocos, y con tal arte, que él mismo se creía la historia, aunque fuese mentira, y el auditorio solía creérsela también. Se diría que la imaginación y la memoria eran en el Conde una sola y única facultad del alma.
Era petulante, pero con petulancia graciosa, jovial y dulce, que a nadie ofendía. Sus finos modales y su simpática figura contribuían mucho a producir tan buen efecto.
Aquella noche le había dado por denigrarlo todo. Recordando a las princesas rusas, a las ladies inglesas, a las condesas alemanas, a las francesas del Faubourg Saint-Germain, y hasta a las griegas fanariotas, que había tratado con la mayor intimidad, iba sosteniendo que no valían un bledo todas las mujeres que se paseaban en aquel momento en los jardines.
«Apenas—decía—si de toda esta desdichada muchedumbre se podrá entresacar media docena que merezca una declaración de amor.»
Los amigos impugnaban tan cruel censura, y el Conde, para defenderse, sostenía su opinión con gracia y desenfado.
Conforme iba así disputando y paseando, advirtió de pronto que delante de él paseaban dos mujeres, pequeñitas ambas, esbeltas, jóvenes al parecer, aunque sólo de espaldas las veía, y que algo habían oído y seguían oyendo de su diatriba y de la disputa, porque de vez en cuando cuchicheaban y se reían, como si hicieran comentarios a la conversación de los que venían detrás.
No había visto el Conde la cara de ninguna de aquellas dos mujeres. El traje de ellas nada tenía de notable para ojos vulgares y profanos. La una vestía de ligera seda negra y la otra un traje obscuro de pobre percal; las dos iban de mantilla. Había, no obstante, tal pulcritud y aseo en todo el ser y hasta en el ambiente que circundaba y envolvía a aquellas mujeres, que, sin atinar con la explicación, el Conde creyó sentir como una corriente magnética, y se dió a imaginar que aquellas dos mujeres iban impugnando su aserto, y que cualquiera de ellas se consideraba, con sobrada razón, un argumento vivo, fortísimo e irresistible, contra sus fatuas afirmaciones.
Advirtió el Conde además que ambas tenían bonito cuerpo y movimientos airosos sin afectación, y que llevaban la falda bastante recogida para que no se manchase o empolvase torpemente en la arena y para que se pudiesen columbrar de vez en cuando sus pies menudos, afilados, altos de torso y calzados con esmero de graciosos botincillos.
El deseo de verles la cara se hizo sentir en seguida en el ánimo del Conde; pero ellas, quizá sospechando aquel deseo, no volvían la cara, puede que a fin de contrariarle y de hacerle más vivo.
El Conde tuvo que caminar más de prisa y pasar delante de ellas