Pasarse de listo. Juan Valera
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Pasarse de listo - Juan Valera страница 6
¿Escribiría un billete amoroso a fin de entrar en relaciones?
Sobre cartas de este género, su uso, utilidad, inconvenientes y ventajas, el Conde, que, según hemos dicho ya, era muy circunspecto y arreglado, tenía formuladas sus leyes y hechas sus consideraciones, a las que procuraba ajustar siempre su conducta.
Escribir de amor a las mujeres le parecía un excelente recurso. Casi todas dan más solemnidad e importancia a lo que se les escribe que a lo que se les habla. Muchas cosas, de que se ofenden o sonrojan si las oyen, las pesan y las meditan, y se deleitan en ellas con amorosa delectación cuando las leen. Si contestan de palabra a un galán que de palabra las pretende, les es fácil esquivar las cuestiones graves, tomándolo todo a risa. Lo escrito infunde o impone, por el contrario, casi inevitable seriedad. Contestar de palabra, dejar entrever de palabra algún átomo, rayo o vislumbre de esperanza, apenas compromete. La palabra es vaga, punto menos que espiritual; pasa por el aire y penetra en el oído sin dejar el menor rastro. Hasta en la memoria se borra y queda confusa. Tal vez su mayor valer, su más substancial significado no está en ella misma, sino en el acento con que se pronunció, en el gesto fugitivo de que fué acompañada, en el mirar suave y rápido, en un relámpago instantáneo de los ojos, cuando la palabra brotó de los labios.
En lo escrito no hay nada de esto. En lo escrito, ni el gesto, ni la mirada, ni la voz pueden modificar palabra alguna y darle un valor momentáneo que en sí no tenga. Aunque no sea mas que por esto, escribir es comprometidísimo para las mujeres. La manía de escribir es, con todo, epidémica en el día, y, como son raras las mujeres que escriben para el público, cuando presumen de discretas o lo son y alguien les escribe, sienten las más un invencible prurito de contestar, aunque sólo sea para lucirse. Una vez puestas en este resbaladero es muy factible que se deslicen. El mismo sujeto a quien contestan se magnifica y hermosea en la imaginación, por poco que en realidad se le estime, gracias a que no se halla presente. El temor del peligro es mayor escribiendo que hablando; pero también el rubor, la timidez, el recato ceden a veces con más facilidad estando a solas y cara a cara con el papel que cara a cara con un hombre, y quizá rodeada la mujer de personas curiosas y que se supone que serán maldicientes. Así escriben muchas; sueltan prendas que permanecen, y se ven al cabo comprometidas. Si hubiera estadística de los enredos amorosos, tal vez más de la mitad de ellos se vería que habían nacido del prurito de escribir que tienen las mujeres.
Todo esto lo sabía y pensaba el Conde; pero pensaba asimismo que un hombre prudente y discreto, que no quiere hacer una cadetada, se compromete en cierto modo y se expone a burlas, risas y desaires si se adelanta a escribir antes de que llegue cierto período; antes de que se presente la ocasión oportuna; antes de haber pasado por ciertos trámites; antes de tener, por lo menos, ciertos indicios racionales de que será bien recibida la primera carta. Y como ni la casada ni la soltera, ni con sonrisas, ni con miradas, ni recibiendo de dulce modo indescriptible, aunque inequívoco, las miradas y las sonrisas de él, habían dado motivo a que él considerase que la una o la otra, o ambas, estaban ya, predispuestas a recibir la carta, creía una absurda temeridad escribirles: lo miraba como un acto de delirio estudiantil, como un arrebato de hortera o de mozo de café, que en un Conde tan discreto, atildado y hábil como él; que en un hombre de mundo, conocido en todos los salones de Europa, casi no tenía perdón ni disculpa.
Por lo pronto, sin embargo, no se le ocurría otra más ingeniosa manera de entrar en comunicación con las de don Braulio González.
Pero ¿a cuál de ellas escribiría? ¿A la señora o a la señorita?
Una y otra resolución estaban erizadas de gravísimos inconvenientes.
Ninguna de las dos mujeres, valiéndonos de una expresión vulgar, le había dado pie para nada. Ni le habían excitado, ni le habían animado mirándole, ni le habían sonreído, ni se habían mostrado enojadas cuando las siguió, cuando casi las detuvo, cuando descaradamente se quedó mirándolas. La más glacial indiferencia había aparecido en ambas mujeres. Habían estado tan dignas, tan severas, tan naturales, tan sin espantos o alharacas de hembra vulgar que es honrada o presume de serlo, como si hubieran sido dos duquesas o princesas que hubieran tenido el capricho de salir de noche a recorrer las calles y se hubiesen visto perseguidas, durante algunos minutos, por un lacayo mal criado y bastante vano para creerse seductor.
El Conde, a pesar de todo, quizá porque así fuese, quizá porque el amor propio le engañaba, había creído notar, en gestos imperceptibles, en el ademán, en algo que apenas se había podido ver y que apenas se podía apreciar ni evaluar sino por un entendimiento tan sutil como el suyo y tan perito en las aventuras amorosas, que la casada se le había mostrado menos indiferente y más propicia; que se adivinaba en su cara el contentamiento, la vanidad satisfecha de verse seguida por un joven tan principal y tan gallardo, y hasta que le miró una o dos veces de soslayo y con disimulo, con curiosa simpatía.
¿Escribiría, pues, a la casada? Pero ¿qué derecho tenía para ello? ¿Qué le iba a decir? ¿Y si el marido era celoso y cogía la carta? ¿No se exponía desde el principio a imposibilitar o dificultar así grandemente para lo futuro el buen éxito de su aventura?
El Conde desistió, por consiguiente, de escribir a la casada.
La soltera le parecía más bonita y más distinguida; pero estaba enojadísimo contra ella. Allí sí que no se forjaba ilusiones: allí sí que no le cabía la menor duda. Inesita no había hecho más caso de él que de un perro callejero. No acertando a explicarse aquella serenidad olímpica, aquel suave endiosamiento, que por extraña contraposición se conciliaba con la humildad y la modestia, el Conde se daba a sospechar si Inesita sería idiota; pero recordaba sus ojos, su airoso modo de andar y la expresión inteligente de su hermosa cara, y tenía que confesarse que, o él no sabía lo que eran mujeres, o Inesita era de lo más discreto que había nacido de madre.
¿Cómo, pues, escribir a Inesita? Esto era más difícil que escribir a doña Beatriz.
No incurramos aquí en la necia hipocresía de suponer, cuando se escribe una historia, que la sociedad tiene una moral muy superior a la que realmente tiene. Digamos las cosas como son.
Es singular, es poco lógico, es absurdo, pero ocurre lo siguiente. Está tan en los usos y costumbres que cualquier caballero diga su atrevido pensamiento a una mujer casada, que ésta se ofenderá rara vez. Por virtuosa que sea, se limitará a rechazar o a desengañar con dulzura al pretendiente. No se dará por ofendida, cuando en realidad le han propuesto la infracción de una ley moral, civil y religiosa, su deshonra y la de su casa, y tal vez la vileza de un hurto de bienes materiales, si llega a tener un hijo. En cambio, apenas habrá soltera, como no esté completamente perdida, que no se considere injuriada si le piden amor sin presuponer matrimonio de un modo explícito o implícito; y, en realidad, la falta a que entonces se induciría a la soltera sería mucho menor que la que se pretendía de la casada. La soltera, libre, no engañaría a su marido, no faltaría a ninguna promesa, no se expondría a dar a nadie por heredero legítimo a aquel que no debiese serlo.
Esto es exacto. No hay argumento que pueda valer en contra. Y con todo, apenas habrá seductor, por brutal, irreverente y desaforado que sea, que ose pretender a una soltera, sin proponer la buena fin: y apenas hay Tenorio, por enclenque, canijo y fehuelo que Dios o el diablo le hayan hecho, que no tiente el vado, se declare con desenfadada audacia y se atreva a pretenderlo todo de una mujer casada.
Nuestro héroe, sin meterse en filosofar sobre lo dicho, lo tenía más que sabido. Así es que, por esta consideración, aunque no atendiese a otras, hallaba más difícil escribir a Inesita que a doña Beatriz. Escribir a doña Beatriz, como casada, el uso, la práctica, la jurisprudencia establecida, lo consentía sin que pasase por injuria. Escribir a Inesita, en cambio, no podía ser sin menospreciarla y vejarla cruelmente,