Pasarse de listo. Juan Valera
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En su fatuidad forjó aún varias hipótesis para explicarse, como involuntaria y muy a pesar de las desconocidas, su ausencia de los Jardines.
«¿Quién sabe?—pensaba el Conde—. Quizá el marido no las deje salir. Quizá tenga la casada algún chiquillo con sarampión.»
En fin, todo lo suponía por no suponer que por su libérrima voluntad dejaban de acudir las muchachas a una cita que, implícita, pero claramente, él, tan guapo, tan distinguido, tan ilustre, tan rico y tan seductor, les había dado para los Jardines, no pudiendo entenderse ni ponerse desde luego en relaciones con ellas por no faltar a los respetos y consideraciones sociales.
Con tan consoladores discursos el Conde dominó a duras penas su impaciencia; acudió otras dos noches más a los Jardines, y tampoco vió a las damas.
Ya entonces resolvió emplear su sagacidad y su actividad para buscarlas.
«Si huyen, si se ocultan—dijo—, es porque me temen. Yo las buscaré. Yo las encontraré.»
Justificado así el trabajo que en discurrir iba a tomarse, el Condesito discurrió lo que en resumen vamos a exponer.
Las desconocidas eran sevillanas. No podían ser malagueñas, como presumió aquel ignorante. Confundir a una sevillana con una malagueña es un error tan craso en un galanteador andaluz, que debe saber de mujeres, como en un cazador confundir una codorniz con una tórtola. Era también evidente que una era casada; entre otras razones, porque, de ser solteras ambas, no irían solas. La casada era la morena. En esto tampoco cabía duda. Se conocía en tener más edad y en otros indicios que, juntos todos, llegaban a la más completa certidumbre. ¿Con quién estaba casada la morena? Ambas eran forasteras: recién llegadas a Madrid, ya que nadie las conocía. No era probable que hubiesen venido a Madrid a divertirse, porque entonces el marido, labrador, hacendado, mercader o algo así, de alguna población de Andalucía o de Sevilla misma, las hubiera acompañado, y él también se divertiría y curiosearía. El marido debía ser un hombre ocupado. ¿Y qué ocupación podía tener el marido en Madrid, sino la de un empleo del Gobierno? El Conde decidió, pues, que el marido era un empleado. Calculó, por último, por el aire algo misterioso que tenían las desconocidas, por cierta inquietud que había creído notar en ellas, que la noche que estuvieron en los Jardines habían venido sin previa licencia del marido, improvisando aquella excursión en un momento en que él faltaba de casa, salva la prudente lealtad de decírselo luego para que aprobase y legitimase el hecho consumado. Si toda esta suposición era exacta, el marido trabajaba a veces de noche, lejos del hogar doméstico. De noche se trabaja en muchas oficinas; pero en ninguna son tan frecuentes las largas veladas como en Gobernación o en Hacienda. El marido estaba, por lo tanto, empleado en uno de estos dos Ministerios.
Descubierto ya el enigma hasta dicho punto, faltaba saber el nombre del marido y dónde vivía; pero esto era muy fácil.
Antes de proceder a las convenientes investigaciones, ya que el nombre de una persona y el número y calle de una casa no pueden adivinarse por mero discurso, aunque se tenga un entendimiento agudísimo, el Conde, aficionado a ejercitar el suyo, pensó también lo que sigue.
La sociedad elegante es más fácil, más abierta en Madrid que en ninguna otra capital de Europa, hasta para las mujeres. Aquí no se le pregunta a nadie, antes de dejarle entrar, si es más o menos noble de nacimiento, más o menos rico. La dama más encopetada no desdeña por amiga, ni se avergüenza de ir acompañada de las hijas o de la mujer de un empleadillo cualquiera, con tal de que por sus modales y facha no sean impresentables. La pobreza del vestido se perdona también, como no se haga notar por presumida extravagancia o por abominable mal gusto. No hay señora principal ni semi-principal que no acoja bien a la más modesta provinciana, que conoció en el campo o en algunos baños o en alguna ciudad de provincia, y que no la llame prima y la trate como a pariente, si por acaso lo es.
«En Madrid—pensaba el Conde—falta ahora mucha gente por el verano, pero Madrid no se ha quedado desierto. Mis niñas—que así las llamaba ya—son un primor de bonitas: son natural e ingénitamente distinguidas. ¿Cómo es que no tienen amigas o parientes entre las personas que yo trato? ¿Cómo es que, habiendo en Madrid tanta gente de Sevilla, o que ha estado en Sevilla, mis niñas no conocen a nadie? En ninguna casa las he visto. ¿Por qué viven tan aisladas? En la misma Sevilla han de haber vivido en el mayor aislamiento.»
De aquí infería el Conde que sus desconocidas, aunque sevillanas, habían vivido lejos del mundo, o por carácter tímido, o por excesiva pobreza, o por extravagancia del marido.
Pasando luego del pensamiento a la acción, abandonando el método especulativo y apelando al estudio y averiguación de los hechos, el Conde, que tenía en todas partes buenas relaciones, fué al jefe del personal del Ministerio de Hacienda y le preguntó por los nombres de los más recientes empleados que en todas aquellas dependencias había. La lista era larga, porque no hacía mucho tiempo que había habido cambios, renovación y trasiego de empleados; pero no faltaba un oficial en el personal que tuviese algunas noticias biográficas de todos los nuevos.
«Don Anacleto Pérez», decía, por ejemplo, la lista.—¿De dónde ha venido éste?—preguntaba el Conde.—De la Coruña—contestaba el oficial.—¿Es casado?—Es soltero.—Pues adelante—replicaba el Conde.
Así fué el oficial indicando varios nombres, hasta que dijo:—Don Braulio González.—¿De dónde ha venido?—preguntó el Conde.—De Sevilla—contestó el oficial.—¿Es casado?—volvió a preguntar el Conde.—Es más que casado—dijo el oficial—: podemos calificarle de bígamo, porque, a más de su mujer, que es muy guapa, tiene consigo a su cuñada, más guapa aún, si cabe, y rubia como unas candelas.—Ese es el que yo busco—dijo el Conde. Luego recomendó de nuevo, pues ya antes lo había hecho al jefe del personal, el sigilo respecto a su investigación.
Por el oficial supo el Conde asimismo que don Braulio no hacía más que un mes que estaba en Madrid; que disfrutaba un sueldo de 3.000 pesetas, menos el descuento; que tenía fama de excelente empleado; que la iba justificando con trabajos que el mismo Ministro le encomendaba; que era un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años de edad, aunque parecía más viejo, porque estaba bastante calvo y muy achacoso; que sólo llevaba tres años de matrimonio; que no tenía hijos; que su mujer, doña Beatriz, y la hermana de su mujer, llamada Inesita, eran de un lugar de la provincia de Córdoba, donde él había estado de Administrador de Rentas; que poco después de la boda le habían trasladado a Sevilla con ascenso; que en Sevilla él y su familia habían vivido muy apartados del trato de las gentes; que ahora vivían en la calle del Olivo, en el piso tercero de una casa cuyo número también le dió, y que eran todos tan hurones, que apenas se trataban en Madrid con alma viviente.
Enterado el Conde de todo, volvió a sus meditaciones y cálculos. Había dado el primer paso; pero era menester dar el segundo. Sabía ya con quién tenía que habérselas; pero esto de nada servía si no lograba con tino ponerse en comunicación con don Braulio y su familia.
El Conde distaba infinito de ser un atolondrado. Si bien no le arredraba ningún peligro; si bien no le dolía tener que aventurar la piel, temía siempre dar un golpe en vago, hacer alguna cosa que pudiera ponerle en situación desairada y ridícula. De esto tenía más miedo, no ya que de una espada desnuda, sino que de quince ametralladoras que fuesen a dispararse contra él.
Dada esta su natural condición, las dificultades no eran pequeñas.
¿Cómo hacerse presentar en una casa donde nadie de su clase, y quizá nadie tampoco de otra clase cualquiera, entraba de visita? ¿Qué pretexto alegar para encajarse de patitas en la morada de aquella pobre gente?