Historia de dos ciudades. Charles Dickens
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—¡Por la señorita Manette! —exclamó Carton.
Y mirando a su compañero mientras bebía su vaso de vino, estrelló el suyo contra la pared. Luego agitó la campanilla y pidió otro.
—Es una niña deliciosa, con la que se haría muy a gusto un viaje en coche y a obscuras.
—Sí —contestó Darnay frunciendo las cejas.
—Vale la pena de compadecerse y de llorar por ella, y hasta la de que le juzguen a uno y de correr el peligro de ser condenado a muerte, sólo por ser objeto de su simpatía.
Darnay no contestó una sola palabra.
—Le complajo mucho escuchar el mensaje que por mi conducto le mandasteis. Desde luego no lo dio a entender, pero comprendí que era así.
La alusión sirvió para recordar a Darnay que su desagradable compañero le había salvado en el momento más difícil del día. Por eso dirigió en este sentido la conversación y le dio las gracias.
—No necesito el agradecimiento de nadie ni ello tiene mérito alguno —contestó Carton.— En primer lugar no tenía nada que hacer y luego no sé siquiera por qué lo hice.
Permitidme ahora, señor Darnay, que os haga una pregunta.
—Con mucho gusto, pues os estoy obligado.
—¿Creéis serme simpático?
—En realidad, señor Carton —contestó Darnay,— no me había preguntado tal cosa.
—Pues preguntáoslo.
—Habéis obrado como si os fuera simpático, pero creo que no os lo soy.
—Creo lo mismo y he de añadir que tengo formada excelente opinión de vuestra inteligencia.
—A pesar de ello —añadió Darnay agitando la campanilla,— nada de eso ha de impedir que os esté muy agradecido y que nos separemos como buenos amigos.
—Desde luego. ¿Y me estáis agradecido? —preguntó Carton. Y al ver que el otro contestaba afirmativamente, dijo al mozo que acudió al llamamiento de Darnay: —Tráeme otra pinta de este mismo vino y ven a despertarme a las diez.
Una vez pagada la cuenta, Carlos Darnay se puso en pie y le deseó buena noche. Sin devolverle el saludo, Carton se levantó exclamando:
—Una palabra más, señor Darnay. ¿Creéis que estoy borracho?
—Creo que habéis bebido, señor Carton.
—¿Lo creéis? Ya sabéis que he bebido.
—Puesto que me lo decís, he de confesar que habéis bebido.
—Pues ahora vais a saber por qué. Soy un desilusionado, señor. No me importa nadie en el mundo y a nadie le importo yo.
—Es una lástima. Podríais haber hecho mejor uso de vuestro talento.
—Es posible, señor Darnay, pero tal vez no. A pesar de todo no tengáis demasiadas esperanzas, porque aun no sabéis lo que puede reservaros la suerte. Buenas noches.
Al quedarse solo, aquel hombre raro tomó una vela, se acercó a un espejo que colgaba de la pared y se observó minuciosamente.
—¿Me es simpático ese hombre? —murmuró ante su propia imagen.— ¿Por qué ha de serme simpático un hombre que se me parece tanto? No hay en mí nada que me guste. Y no comprendo por qué has cambiado así. ¡Maldito seas! A fe que merece simpatía el hombre que me demuestra lo que yo podría haber sido y no soy. Si fuera él podría haber sido objeto de la mirada de aquellos ojos azules y compadecido por aquel lindo rostro.
Pero vale más ser franco y decirlo claro. Odio a ese hombre.
Recurrió a su pinta de uno, en busca de consuelo, se lo bebió en pocos minutos y se quedó dormido con la cabeza sobre los brazos, con el cabello tendido sobre la mesa y mientras la cera de la vela caía sobre él.
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