Pobre cerebro. Sebastián Lipina

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Pobre cerebro - Sebastián Lipina Singular

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etapas posteriores, el sistema nervioso continúa organizándose en función de la calidad y cantidad de información y eventos materiales y simbólicos del ambiente social. Estos cambios corresponden a la plasticidad dependiente de la experiencia, que incluye todos los cambios en el sistema nervioso que dependen del tipo de experiencia individual y que, por lo tanto, varían entre los individuos de una misma especie. Es decir, una vez que un individuo es miembro de su especie, su construcción neural depende de la compleja interacción entre sus características personales, sus cuidadores y los eventos experimentados en el ambiente en el que vive.

      Como vemos, la plasticidad expectante de la experiencia representa una forma de cambio neural común a varios individuos, mientras que la que depende de la experiencia es más fluida, en la medida en que las experiencias y las oportunidades de adaptación y aprendizaje difieren de una persona a otra. Los ya mencionados procesos de generación y poda de sinapsis son dos ejemplos de mecanismos plásticos que se dan en los procesos expectantes y dependientes de la experiencia. La organización del sistema nervioso involucra, además, otros mecanismos, como los cambios moleculares en los niveles genético y celular, que intervienen en la transmisión de señales químicas y eléctricas, y la integración de esa información que da lugar a su procesamiento involucrado en la memoria y el aprendizaje.

      Para las políticas de salud, educación y desarrollo que una comunidad tiene que llevar adelante a fin de proteger el desarrollo de sus miembros, ambos tipos de cambios neurales tienen la misma importancia, aunque requieren estrategias y tiempos de acción diferentes. En los países donde se logran mayores niveles de equidad social desde antes del nacimiento, las acciones tendientes a cuidar a las familias cuando reciben nuevos integrantes suelen incluir los tiempos y recursos necesarios para que los intercambios materiales y simbólicos sean adecuados. Por el contrario, aquellos países que tienen niveles altos de desigualdad social suelen fracasar a la hora de generar una trama de protección adecuada del desarrollo infantil.

      En la actualidad, las técnicas de neuroimágenes permiten observar la estructura y función del cerebro mientras está procesando la información. La historia de estos dispositivos data de finales del siglo XIX, cuando el fisiólogo italiano Angelo Mosso comenzó a evaluar con métodos no invasivos el cambio en el flujo sanguíneo cerebral de pacientes con malformaciones craneanas mientras realizaban distintas actividades. Para ello, registraba las pulsaciones cerebrales –un fenómeno que puede observarse en forma directa en la fontanela de los recién nacidos– con un instrumento inventado por él, el “pletismógrafo”, que le permitía convertirlas en ondas cuantificables como variaciones de volumen. Mosso notó que cuando una persona realizaba tareas cognitivas –por ejemplo, cálculos matemáticos– las pulsaciones aumentaban. Esta evidencia lo llevó a inferir que la actividad cerebral suponía un incremento del flujo sanguíneo.

      Unos años más tarde, en 1918, el neurocirujano estadounidense Walter Dandy introdujo la ventriculografía, una técnica mediante la cual, luego de inyectar aire filtrado en uno o ambos ventrículos –las cavidades anatómicas por las que circula el líquido cefalorraquídeo, sustancia que cumple funciones de nutrición y protección neural–, tomaba imágenes de rayos X del sistema ventricular, procedimiento que contribuyó a mejorar la comprensión que se tenía del funcionamiento ventricular y del líquido cefalorraquídeo.

       Las neuroimágenes como una ventana al procesamiento cognitivo

      Las técnicas más usuales en la investigación neurocientífica contemporánea son la tomografía por emisión de positrones (PET), la resonancia magnética funcional (fMRI), la magnetoencefalografía (MEG) y la electroencefalografía/potenciales evocados (EEG/ERP). En el panel superior izquierdo, una PET capta la activación de áreas temporales y frontales durante la lectura de textos en adultos sin práctica y con práctica (adaptado de Posner y Raichle, 1994). En el panel superior derecho, imágenes de fMRI: a la izquierda, redes neurales más y menos activas durante la solución de una tarea con demandas de control inhibitorio (adaptado de Durston y otros, 2006); a la derecha, la activación de diferentes redes de acuerdo a la implementación de diferentes estrategias de aprendizaje aritmético (adaptado de Delazer y otros, 2005). En el panel inferior izquierdo, un estudio de MEG representa con color negro un área activa en personas que participaron en un entrenamiento cognitivo con demandas de memoria de trabajo (adaptado de Astle y otros, 2015). El panel inferior derecho muestra un registro de ERP, promedio de actividad electroencefalográfica frontal durante la realización de una tarea atencional en niños que participaron en un entrenamiento cognitivo (izquierda) y en niños no entrenados (derecha, tomado de Rueda y otros, 2005).

      En 1927, el psiquiatra y neurocirujano portugués António Egas Moniz desarrolló la angiografía cerebral, que permitió visualizar con gran precisión los vasos sanguíneos cerebrales tanto en personas sin trastornos como en aquellas que padecían alguna enfermedad.

      Muchos años después, a principios de los años setenta, los ingenieros electrónicos Allan Cormack –un sudafricano que además era físico– y el inglés Godfrey Hounsfield crearon la tomografía computada axial (CAT, por sus iniciales en inglés), un instrumento que les valió el Premio Nobel de Medicina en 1979 y permitió generar imágenes anatómicas mucho más detalladas del cerebro; a la vez, mejoró tanto el diagnóstico de enfermedades como la investigación en neurociencia.

      Al poco tiempo, a principios de la década de 1980, los radioisótopos –que son iones y moléculas ligadas a un átomo de metal– permitieron generar las técnicas de tomografía computarizada por emisión de fotones simples (SPECT, su sigla en inglés) y de tomografía por emisión de positrones (PET, nuevamente en inglés), que se aplicaron de inmediato al estudio del sistema nervioso. Básicamente, lo que ambas hacen es generar imágenes sobre la base de la detección y el análisis de la distribución tridimensional de un radioisótopo que se inyecta por vía endovenosa y que tiene una vida muy corta.

      Por su parte, la resonancia magnética (MRI, en inglés), desarrollada, entre otros, por el físico inglés Peter Mansfield y el químico australiano Paul Lauterbur –quienes recibieron el Premio Nobel de Medicina en 2003 por este invento–, no tardó mucho en aparecer. Durante los años ochenta, esta técnica que muestra los cambios estructurales en el cerebro –por ejemplo, en el volumen de tejido neural de una región– no asociados con la resolución de tareas específicas comenzó a utilizarse en el ámbito clínico; su refinamiento técnico y sus cualidades diagnósticas la volvieron un recurso muy usual.

      Los investigadores en neurociencia aprendieron rápidamente que los grandes cambios en el flujo sanguíneo medidos con la técnica de PET podían también ser generados por imágenes con la técnica de MRI. Poco después se creó la resonancia magnética funcional (fMRI, por sus iniciales en inglés), que desde los años noventa se transformó en la técnica dominante para generar mapas cerebrales debido a que es poco invasiva, no requiere exposición a radioisótopos y es bastante accesible. La MRI y la fMRI producen, respectivamente, imágenes de alta resolución de la localización de las estructuras cerebrales y de la activación de las redes involucradas en la ejecución de tareas específicas, y ambas ofrecen imágenes de alta resolución de las conexiones entre las diferentes redes neurales mediante el estudio de la difusión por tensión de sustancias líquidas a través de los axones.

      Todas estas técnicas necesitan instalaciones en las que pueda colocarse un resonador, que es básicamente un imán gigante que gira alrededor de la cabeza de la persona cuyo cerebro se explora. Por ende, hacen falta un espacio amplio y medidas de seguridad adecuadas para proteger a los pacientes, a los voluntarios, a los técnicos y a los investigadores, ya que suelen crear campos magnéticos considerables. Además, este tipo de estudio demanda que el paciente o voluntario esté inmovilizado y concentrado durante cierto tiempo. Por este motivo es difícil usarlos

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