La Adivinadora del Circo. Barbara Cartland
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A esa carreta le seguían algunos payasos que gastaban bromas a los paseantes y agitaban frente a los niños enormes globos de colores, los cuales retiraban antes de que los pequeños pudieran apoderarse de ellos.
Con sus rostros pintados de blanco, exagerados labios rojos y extraños pantalones, era imposible no reírse al verlos. Cada movimiento que hacían y cada palabra que decían provocaba oleadas de risas de cuantos caminaban por la calle.
En otra carreta cubierta, no roja escarlata como las otras, sino de llamativo tono plateado, se veía una figura espectacular. Sentada en lo que parecía un trono, llevaba puesto un vestido brillante que reflejaba los rayos del sol a cada movimiento. Le cubría no sólo el cuerpo, sino también la cabeza. Cubría el rostro con lo que Odella reconoció como un velo árabe, el cual sólo le dejaba al descubierto los ojos. En una mano portaba una gran bola de cristal y en la otra un juego de naipes.
—¡Es la adivinadora, señorita Odella! —exclamó Emily—. ¡Ya he oído hablar de ella!
Odella pensó que representaba bien su papel.
Entonces, muy cerca de ellos, el hombre de la chaqueta roja ordenó hacer un alto.
Todos los que lo seguían se detuvieron.
—¡Damas y Caballeros! —gritó con una voz que pareció hacer eco en las casas del contorno y obligó a la gente a guardar silencio—. ¡Amigos de Portsmouth! Esta tarde, a las tres, ofreceremos una función de circo en Lincoln Field, y otra a las seis. ¡Vengan a disfrutarla! ¡Vengan y admiren la pericia de nuestras bailarinas a lomo del caballo, la forma en que nuestros payasos las harán reír y consulten a Madame Zosina, quién les dirá las maravillosas sorpresas que les depara el futuro!
Hizo una pausa para añadir de forma aún más sugestiva: —-Como todos les deseamos buena suerte a los valientes que luchan por nosotros contra Napoleón, Madame Zosina leerá la suerte de todos los soldados que acudan a ella a la mitad del precio habitual para todos los demás.
Se escucharon gritas de júbilo y algunos sombreros volaron al aire.
Madame Zosina inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—¡A las tres de la tarde! —gritó el maestro de ceremonias—.Y no lleguen tarde!
Entonces, la banda empezó a tocar y reiniciaron la marcha. La gente agitaba sus manos desde la calle y las ventanas. Un grupo de entusiasmados chiquillos corría a los lados y detrás de los caballos y carretas.
Cuando desaparecieron, Emily lanzó un profundo suspiro. —
—¡Qué bonito estuvo, señorita Odella! ¡Cuánto me gustaría que me leyeran mi suerte! —dijo, y miró suplicante a Odella.
Corno Odella le tenía gran afecto a la joven, que contaba con solo diecisiete años, uno menos que ella, le prometió:
—Si terminamos pronto nuestras compras, tal vez podamos ir al circo.
Emily se apretó las manos.
—Oh, señorita Odella, ¿lo dice en serio? ¡Será algo que recordaré toda mi vida!
—Espero que tengas muchas otras cosas buenas además de eso que recordar —le indicó Odella —. Como no tenemos que apresurarnos para regresar a casa, iremos al circo; pero antes debemos terminar de hacer nuestras compras.
El carruaje se había puesto en marcha y Thompson hizo girar el caballo al llegar al final de la calle.
Odella había hecho una lista de cosas que necesitaban tanto la señora Barnet, a quien faltaban materiales de limpieza, como Betsy, la cocinera.
Betsy servía en la vicaría desde hacía muchos años y siempre se estaba quejando de que las tiendas de la localidad no tenían los ingredientes que ella deseaba. Era una cantinela que Odella había escuchado cientos de veces. Así que ahora llevaba consigo una lista de cuanto Betsy precisaba. Aun cuando les llevó algún tiempo, lograron adquirir casi todo lo previsto poco antes de las tres.
Odella se había dado cuenta de que, mientras solicitaba una cosa tras otra, Emily no cesaba de mirar el reloj. Temía desesperadamente que, si llegaban tarde, no pudieran conseguir asiento.
Sin embargo, Odella pensó que era poco probable que el circo se llenara por la tarde. Sería después, cuando ya las tiendas hubieran cerrado y la gente no tuviera otra cosa que hacer, cuando la mayoría acudiría a Lincoln Field, donde se levantaba el circo.
Entonces, todos los asientos se ocuparían.
Cuando, finalmente, Odella ordenó a Thompson donde llevarlas, Emily casi brincó de alegría.
—Ahora, ¿qué quieres hacer, Emily? —preguntó Odella—. Vamos primero al circo a ver los payasos, a los caballos y a los monos, o quieres visitar a Madame Zosina?
Emily lo pensó detenidamente y, al fin, respondió:
—Creo, señorita Odella, que deberíamos ir a ver a Madame Zosina primero. No habrá mucha gente esperando consultar a esta hora y más tarde, a lo mejor, se marcha sin que logremos verla.
Odella se rió, pensando que era un buen razonamiento el que le hiciera Emily.
—Muy bien —dijo—. Madame Zosina primero. Cuando llegaron a Lincoln Field fue sencillo identificar la tienda de Madame.
Se erguía aparte y era roja, con su nombre plasmado en el exterior en letras doradas.Llamaban la atención dos grandes palmeras metidas dentro de unos cubos.
Odella adquirió los billetes y penetraron en el recinto. Había una fila de sillas a cada lado de la tienda para quienes esperaban su turno de entrar a un lugar cubierto en el interior.
Madame Zosina quedaba oculta a la vista por una brillante cortina, semejante a la tela de su vestido y del velo que le cubría el cabello.
Odella advirtió que todo estaba diseñado para excitar la imaginación y la expectativa de quienes acudían a consultar a la adivinadora.
Dos marineros aguardaban que les leyera la “suerte”. Casi al instante en que Odella y Emliy se sentaron, otro marinero salió de detrás de la brillante cortina. Se acercó a los que esperaban y cuando uno de ellos se levantó para relevarle, el primero le dijo:
—¡Es maravillosa! ¡Lo es, y te vas a sentir muy orgulloso de haberme conocido antes de que pasen muchos años!
El hombre a quién hablo desapareció tras la cortina y el que quedó esperando se rió.
—Si te dijo que llegarás a ser almirante, no pienso que tengas motivo para creerlo.
—Te vas a sorprender —-respondió, como protesta, el otro, y salió de la tienda con aire alegre.
El marinero que esperaba cambió de asiento; para quedar más cerca de la cortina. Para evitar que alguien que llegara les arrebatara su turro, Odella y Emily ocuparon los que estaban junto a él. Apenas lo habían hecho, cuando entraron tres jovencitas y tomaron asiento en las sillas de enfrente.
—Tendremos