Transfusión. Enrique de Vedia

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Transfusión - Enrique de Vedia

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con su amigo de la infancia Ricardo Merrick, cuyo estado moral combatía desde algunos meses, como combatía también el de otro amigo, Lorenzo Fraga, con quien conservaba desde la escuela un hondo afecto, realmente fraternal.

      Ganada la batalla con Ricardo y convenida definitivamente la partida para el campo, se dirigió a casa de Lorenzo a darle la buena noticia, y luego a la suya, a la que ansiaba llegar pronto para darla también, como lo hizo, en un verdadero estallido de su inconmensurable altruismo.

      ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

      ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

      —Ya no eres un niño, Melchor—le dijo su madre,—y debes saber lo que haces; pero yo creo que extremas un poco las obligaciones de tu amistad para con Lorenzo y Ricardo.

      —¡Pero, mamá! ¡Gran cosa!

      —Pues es nada, hijo: dejas tus ocupaciones por un tiempo que tú mismo no sabes cuánto será; dejas a tu novia y nos dejas a nosotros por irte a cuidar a dos amigos.

      —Están enfermos, mamá, y yo creo que puedo curarlos.

      —¿De cuándo acá eres médico?

      —El mal de ellos no lo cura un médico, sino un amigo.

      —Pues deja que los cure otro; ¿por qué razón has de ser tú?

      —Ellos no tienen ningún amigo como yo; así como yo no tengo ningún amigo como ellos, mamá.

      —Todo eso está muy bueno; pero ¿qué quieres? yo no me resigno a que te vayas así y a que cargues con esa responsabilidad.

      —¿Que me vaya cómo?

      —Pero dime, Melchor, ¿cuánto tiempo vas a faltar de aquí?—dijo la señora quitándose los anteojos con que cosía.

      —Dos o tres meses.

      —¡Qué! Eso no lo sabes y aunque así fuera, tú también tienes obligaciones a que «antes» no habrías faltado.

      —¡Si no voy a faltar! Mira: en la oficina me dan licencia, reemplazándome el subjefe, un excelente compañero, mientras dure mi ausencia.

      —¿Y el sueldo?

      —¡Es claro que lo cobrará él!

      —¿De modo que tú no figurarás para nada?

      —Figuraré con licencia; y Clota... también me ha dado licencia—agregó Melchor, riendo y abrazando cariñosamente a su madre.

      —Pero yo no te la he dado todavía—replicó ella, mientras le miraba con una de esas miradas con que sólo una madre sabe decir: ¡bendito seas!

      —¿Y serías capaz de negármela, cuando voy a realizar una obra buena?

      —Yo no puedo darte ni negarte licencia—dijo la señora cambiando el tono de su voz;—tú tienes veintiocho años.

      —¡Todavía no!—interrumpió Melchor;—los cumplo en febrero—y agregó:—¡qué afán de echarme edad!

      —¿Y tu padre, qué dice a todo esto?

      —¿Él? ¡él es el primero en alentarme!

      —¡Hum!—moduló la señora, agregando, como en un suspiro, al ponerse de nuevo los anteojos:—¡En fin!...

      —Mira, mamita: déjate de «en fines», ¿eh? ¡No falta más sino que reniegues de tu propia obra!

      —¿Qué obra?

      —¡Haberme hecho como soy!

      —Sí... mucho...

      —¡Pues es claro! ¿Vas a negarme que soy tu vivo retrato?... ¡Mírame!—dijo Melchor irguiéndose en cómica actitud, y agregó:—bueno, ahora hay que preparar todo.

      —¡Melchor!... ¡Melchor!... ¡Melchor!...—entró gritando desaforadamente su hermanita menor:—¡Te han traído un baúl lindísimo y nuevo!

      —Que lo pongan en mi cuarto, nena.

      —¡Y qué lindo es! ¡qué nuevo!—repetía la nena hondamente impresionada ante el flamante baúl, que fue puesto en el cuarto de Melchor, y contemplado escrupulosamente por toda la familia.

      Cuando Melchor quedó solo, abrió el baúl para empezar la tarea de preparar su viaje, aproximó una silla y sentado en ella quedó contemplando la luciente caja vacía.

      —¡Un baúl!—se decía Melchor,—¡un baúl es lo más parecido a una persona!... ¡Pero si es cierto!... No hay nada tan parecido a los hombres como los baúles... Un baúl nuevo como éste es igual, igualito a un recién nacido... ¿Qué se le va a poner adentro...? ¡Psh!... ¡tantas cosas...! A éste le toca recibir ropa limpia ahora; pero cuando vuelva, ¿cómo vendrá esta ropa?... ¿habré usado toda?... ¿volverá sucia?... ¿traerá toda?... ¿traerá menos?... ¿se le agregará ropa ajena?... acaso sucia... quizá limpia... ¡quién sabe!... ¡Pero cómo se parece un baúl a una persona!... Por lo pronto éste es igual a mí: le cabe en suerte recibir ropa limpia... algunos libros de ideas sanas y servir para un viaje proyectado con la mejor intención...

      «Lo mismo que mis padres hicieron conmigo: me llenaron de cosas limpias... me pusieron dentro ideas sanas y generosas... ¡me pusieron lo único que tienen!... y me prepararon para un viaje de buenas intenciones...

      »¡Y qué diablos! Voy cumpliéndolas... ¡es la verdad!... en el fondo de este baúl que se llama Melchor Astul... en el fondo, es decir, en la conciencia, no guardo ningún agravio... ninguna ofensa... ningún remordimiento... he hecho todo el bien que he podido... y sigo haciéndolo... he pasado por tonto muchas veces; pero no he sentido envidia por quienes me consideraron así... y ahora mismo sigo mi viaje de buenas intenciones... y lo seguiré hasta el fin... ¡hasta que el baúl se rompa!... o hasta que se acabe todo lo que tiene adentro... o lo roben los hombres... ¡o lo ensucie el uso!...

      »...O lo ensucie el uso... ¡las cosas que dice uno de repente!... O lo roben los hombres... O... lo... ensucie... el... uso...»

      *

       * *

      Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido.

      Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.

      Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.

      Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvías conductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y a intervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, al salir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle, conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige veloz hacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisión de

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