Transfusión. Enrique de Vedia
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—¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós... «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor!—dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco...
—¡Adiós, amigo, adiós! ¿y ya sabe, eh? cualquier cosa...
—Sí, señor; pero no habrá necesidad de nada, ¡si llevamos provisiones para cien años!—repuso Melchor con su jovialidad habitual.
Y bajó la escalera, enviando todavía un ¡adiós! a todos, entre los que dejaba una vez más el alivio moral que su carácter generoso y bueno derramaba en los espíritus atribulados o enfermos.
—¡Caramba, con tu despedida!
—La señora me detuvo; pero estamos en tiempo, ¡vamos!
—Al Once, ché—dijo Lorenzo al cochero y el carruaje partió.
—Vamos a tener un viaje espléndido... sin tierra... fresco...—decía Melchor,—¡ya verán qué maravilla de vida vamos a pasar!... y ¿qué tal? Ricardo, ¿qué dices?
—¿Yo?... ¡nada! ¿qué quieres que diga?
—¡Quiero que hables! ¿oyes? que te dispongas a revivir y que no olvides lo que te decía anoche tu madre.
—¡Mi madre!...
—Sí, tu madre, ¿pues qué?
—Mi madre ha sido feliz toda su vida.
—¿Y tú, no?... ¡Qué rico tipo!... Mira, así—y reunía en un haz las yemas de sus dedos,—así, ¿ves?... así hay consuelos para cada dolor.
—Es posible.
—No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete.
—¡Un juguete!...
—¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen?—interrumpió Lorenzo.
—A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia».
—¿Y a la estancia?—insistió Lorenzo.
—Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.
—¡Todo el día en coche! ¡Qué horror!
—No; se hace una parada para almorzar y... sestear en la posta del «Paso»... ¿Qué te parece, Ricardo, una siesta en pleno campo?
—¿El qué?...
—¡El qué!... ¿Estás dormido?
—Estaba distraído.
—Bueno, ya llegamos; ahora en el tren te repetiré el caso.
En la estación les esperaba el sirviente de la familia de Fraga, Rufino Mejía, uno de esos tipos criollos, sanos de cuerpo y de alma, que tenía en la casa sueldo de gran sirviente y prerrogativas de patrón, bien merecido todo en quince años de leales servicios, durante los cuales no había podido convencerse de que Lorenzo los había vivido también.
—Los equipajes ya están cargados, niño; pero, ¿sabe?... el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.
—¿Por qué?
—No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.
—Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?
—Ahí viene con D. Ricardo.
Por entre la multitud de pasajeros, empleados y changadores que llenaban el andén, apareció Melchor acompañando a Ricardo.
—¿En qué andan?
—Este, que quería comprar La Nación y La Prensa, a pesar de que yo los llevo.
—Y yo también.
—No importa—replicó Ricardo;—yo no puedo pasarme sin los diarios.
—¡Pero si los teníamos!
—Bueno, déjalo—dijo Melchor, en tono de broma,—cada loco con su tema... y ya no faltan más que cinco minutos... ¿cargaron todo?
—Todo, sí, señor—contestó Rufino.
—Ché, ¿y las boletas?
—Aquí están, niño.
—¡Bueno, andando!—dijo Melchor.
El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.
—Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.
—¿Y tú?
—Yo... ¡aquí!—dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.
—¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?
—No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.
Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento...
—¡Adiós, adiós, Rufino!—exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.
—¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.
—¡Sí, Rufino, adiós!... ¡Que escriban!
*
* *
En aquella actitud quedaron los viajeros en observación del panorama, que se desarrollaba ante ellos a favor de la marcha acelerada del tren, que a instantes parecía avanzar a saltos felinos y sinuosos.
Melchor espiaba complacido a sus compañeros de viaje y viéndoles distraídos en la contemplación del paisaje, habría continuado en la misma postura, durante las diez horas del viaje que realizaba por ellos y sólo por ellos.
Su noble espíritu altruista, su grande alma generosa y buena, su corazón limpio y sano—todo, ¡todo! su ser moral estaba empeñado en la obra de reconfortar, de encauzar, de nuevo, a sus dos amigos moralmente enfermos, y estimulado por la fe en sus