Noli me tángere. Jose Rizal
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12 Nipa fruticans, Burm. En Filipinas, se da el nombre de casas de nipa á las que tienen el techo formado con las anchas hojas de ese árbol. ↑
13 La Biblia de Torres Amat, arzobispo de Tarragona. ↑
14 Sampaga ó sampaca (magnoliáceas). ↑
VII
Idilio en una azotea
El Cantar de los Cantares.
Temprano habían ido aquella mañana á misa tía Isabel y María Clara: ésta vestida elegantemente, con un rosario de cuentas azules que medio le servía de brazalete, y aquélla con sus anteojos para leer el «Ancora de Salvación», durante el Santo Sacrificio.
Apenas desapareció el sacerdote del altar, la joven manifestó deseos de retirarse, con gran sorpresa y disgusto de la buena tía que creía á su sobrina piadosa y amiga del rezo, como una monja cuando menos. Refunfuñando y haciéndose cruces se levantó la buena anciana. «¡Bah! ya me perdonará el buen Dios, que debe conocer el corazón de las muchachas mejor que usted, tía Isabel», le hubiera dicho para cortar sus severos, pero al fin maternales sermones.
Ahora se han desmayado ya, y María Clara distrae su impaciencia tejiendo un bolsillo de seda, mientras la tía quiere borrar los rastros de la fiesta anterior, empezando á manejar el plumero. Capitán Tiago examina y repasa unos papeles.
Cada ruido en la calle, cada coche que pasaba hacían palpitar el seno de la virgen y la estremecían. ¡Ah, ahora desea estar otra vez en su tranquilo beaterio, entre sus amigas! ¡Allí le podría ver sin temblar, sin turbarse! Pero ¿no era él tu amigo de la infancia, no jugabais tantos juegos y hasta reñíais á veces? El por qué de estas cosas no lo he de decir; si tú que me lees has amado, lo comprenderás, y si no, es inútil que te lo diga: los profanos no comprenden estos misterios.
—Yo creo, María, que el médico tiene razón,—dice capitán Tiago.—Debes ir á provincias, estás muy pálida, necesitas buenos aires. ¿Qué te parece, Malabón... ó San Diego?
A este último nombre, María Clara, se puso roja como una amapola y no pudo contestar.
—Ahora iréis Isabel y tú al beaterio para sacar tus ropas y despedirte de tus amigas,—continuó capitán Tiago sin levantar la cabeza;—ya no volverás á entrar en él.
María Clara sintió esa vaga melancolía que se apodera del alma cuando se deja para siempre un lugar en donde fuimos felices, pero otro pensamiento amortiguó este dolor.
—Y dentro de cuatro ó cinco días, cuando tengas ropa nueva, nos iremos á Malabón... Tu padrino ya no está en San Diego; el cura que viste aquí anoche, aquel padre joven, es el nuevo cura que tenemos allá, es un santo.
—¡Le prueba San Diego mejor, primo!—observó la tía Isabel;—además, la casa que allá tenemos es mejor; y se acerca la fiesta.
María Clara quería dar un abrazo á su tía, pero oyó pararse un coche y se puso pálida.
—¡Ah, es verdad!—contestó capitán Tiago, y cambiando de tono, añadió:
—¡Don Crisóstomo!
María Clara dejó caer la labor que tenía entre las manos; quiso moverse, pero no pudo: un estremecimiento nervioso recorría su cuerpo. Se oyeron pasos en las escaleras, y después, una voz fresca, varonil. Como si esta voz hubiese tenido un poder mágico, la joven se sustrajo á su emoción y echóse á correr, escondiéndose en el oratorio donde estaban los santos. Los dos primos se echaron á reir, é Ibarra oyó aún el ruido de una puerta que se cerraba.
Pálida, respirando aceleradamente, la joven se comprimió el palpitante seno y quiso escuchar. Oyó la voz, aquella voz tan querida, que hacía tiempo sólo oía en sueños; él preguntaba por ella. Loca de alegría besó al santo que encontró más cerca, á San Antonio Abad ¡santo feliz, en vida y en madera, siempre con hermosas tentaciones! Después buscó un agujero, el de la cerradura, para verle y examinarle: y sonreía, y cuando su tía la sacó de su contemplación, sin saber lo que se hacía, se colgó del cuello de la anciana y la llenó de repetidos besos.
—Pero, tonta, ¿qué te pasa?—pudo al fin decir la anciana enjugándose una lágrima de sus marchitos ojos.
María Clara se avergonzó y se tapó los ojos con el redondo brazo.
—¡Vamos, arréglate, ven!—añadió la anciana en tono cariñoso.—Mientras él habla con tu padre de ti... ven, y no te hagas esperar.
La joven se dejó llevar como una niña, y allá se encerraron en su aposento.
Capitán Tiago é Ibarra hablaban animadamente cuando apareció la tía Isabel, medio arrastrando á su sobrina, que dirigía la vista á todas partes, menos á las personas...
¿Qué se dijeron aquellas dos almas, qué se comunicaron en ese lenguaje de los ojos, más perfecto que el de los labios, lenguaje dado al alma para que el sonido no turbe el éxtasis del sentimiento? En esos instantes, cuando los pensamientos de los felices seres se compenetran al través de las pupilas, la palabra es lenta, grosera, débil, es como el ruido bronco y torpe del trueno á la deslumbradora luz y la rapidez de la centella: expresa un sentimiento ya conocido, una idea ya comprendida, y si se usa de ella es porque la ambición del corazón, que domina todo el sér, y que rebosa de felicidad, quiere que todo el organismo humano con todas sus facultades físicas y psíquicas manifieste el poema de alegrías que entona el espíritu. A la pregunta de amor de una mirada que brilla ó se vela, no tiene respuestas el idioma: responden la sonrisa, el beso ó el suspiro.
Y después, cuando la enamorada pareja, huyendo del plumero de la tía Isabel que levanta el polvo, se fueron á la azotea para departir en libertad entre los pequeños emparrados, ¿qué se contaron entre murmullos, que os estremecíais, florecitas rojas del cabello-de-ángel? ¡Contadlo vosotras, que tenéis aromas en vuestro aliento y colores en vuestros labios; tú, céfiro, que aprendiste raras armonías en el secreto de la noche obscura y en el misterio de nuestros vírgenes bosques; contadlo, rayos del sol, manifestación brillante del Eterno en la tierra, único inmaterial en el mundo de la materia, contadlo, vosotros, que yo sólo sé referir prosaicas locuras!
Pero