Noli me tángere. Jose Rizal
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Noli me tángere - Jose Rizal страница 4
—Dijo que el hijo del león era también león; por poco no va desterrado.
Y el extraño joven se alejó del grupo.
Casi corriendo llegó un hombre de fisonomía risueña, vestido como los naturales del país, con botones de brillantes en la pechera; acercóse á Ibarra, le dió la mano diciendo:
—Señor Ibarra, yo deseaba conocerle á usted; Cpn. Tiago es muy amigo mío, yo conocí á su señor padre... yo me llamo Cpn. Tinong, vivo en Tondo, donde usted tiene su casa; espero que me honrará con su visita; venga usted á comer mañana con nosotros.
Ibarra estaba encantado de tanta amabilidad; Cpn. Tinong sonreía y se frotaba las manos.
—¡Gracias!—contestó afectuosamente:—pero parto mañana mismo para San Diego...
—¡Lástima! ¡Entonces, será para cuando usted vuelva!
—¡La mesa está servida!—anunció un mozo de café de la Campana. La gente empezó á desfilar, no sin que se hicieran de rogar mucho las mujeres, especialmente las filipinas.
III
La cena
Jele Jele bago quiere1
Fray Sibyla parecía muy satisfecho: andaba tranquilamente y en sus contraídos y finos labios no se reflejaba ya el desdén; hasta se dignaba hablar con el cojo doctor de Espadaña, que respondía por monosílabos, pues era algo tartamudo. El franciscano estaba de un humor espantoso, pegaba puntapiés á las sillas que le obstruían el camino y hasta dió un codazo á un cadete. El teniente, serio; los otros hablaban con mucha animación y alababan la magnificencia de la mesa. Doña Victorina, sin embargo, arrugó con desprecio la nariz, pero inmediatamente se volvió furiosa como una serpiente pisoteada: en efecto, el teniente le había puesto el pie sobre la cola del vestido.
—Pero ¿es que no tiene usted ojos?—dijo.
—Sí, señora, y dos mejores que los de usted; pero estaba mirando esos rizos,—contestó el poco galante militar, y se alejó.
Instintivamente los dos religiosos se dirigieron á la cabecera de la mesa, quizás por costumbre, y como era de esperar, sucedió lo que con los opositores á una cátedra: ponderan con palabras los méritos y la superioridad de los adversarios, pero luego dan á entender todo lo contrario, y gruñen y murmuran cuando no la obtienen.
—¡Para usted, fray Dámaso!
—¡Para usted, fray Sibyla!
—Más antiguo conocido de la casa... confesor de la difunta... edad, dignidad y gobierno...
—¡Muy viejo que digamos, no! en cambio, ¡es usted el cura del arrabal!—contestó en tono desabrido fray Dámaso, sin soltar la silla.
—¡Como usted lo manda, obedezco!—concluyó el padre Sibyla disponiéndose á sentarse.
—¡Yo no lo mando!—protestó el franciscano;—¡yo no lo mando!
Iba ya á sentarse fray Sibyla sin hacer caso de las protestas, cuando sus miradas se encontraron con las del teniente. El más alto oficial es, según la opinión religiosa en Filipinas, muy inferior al lego cocinero. Cedant arma togæ, decía Cicerón en el Senado; cedant arma cottæ dicen los frailes en Filipinas. Pero fray Sibyla era persona fina y repuso:
—Señor teniente, aquí estamos en el mundo y no en la iglesia; el asiento le corresponde.
Pero, á juzgar por el tono de su voz, aun en el mundo le correspondía á él. El teniente, bien sea por no molestarse, ó por no sentarse entre dos frailes, rehusó brevemente.
Ninguno de los candidatos se había acordado del dueño de la casa. Ibarra le vió contemplando la escena con satisfacción y sonriendo.
—¡Cómo, don Santiago! ¿no se sienta usted entre nosotros?
Pero todos los asientos estaban ya ocupados: Lúculo no comía en casa de Lúculo.
—¡Quieto! ¡no se levante usted!—dijo Cpn. Tiago poniendo la mano sobre el hombro del joven.—Precisamente esta fiesta es para dar gracias á la Virgen por su llegada de usted. ¡Oy! que traigan la tinola. Mandé hacer tinola por usted, que hace tiempo que no la habrá probado.
Trajeron una gran fuente que humeaba. El dominico, después de murmurar el Benedícite al que casi nadie supo contestar, principió á repartir el contenido. Pero sea por descuido ú otra cosa, al padre Dámaso le tocó el plato donde entre mucha calabaza y caldo nadaban un cuello desnudo y una ala dura de gallina, mientras los otros comían piernas y pechugas, principalmente Ibarra á quien le cupieron en suerte los menudillos. El franciscano lo vió todo, machacó los calabacines, tomó un poco de caldo, dejó caer la cuchara con ruido, y empujó bruscamente el plato hacia delante. El dominico estaba muy distraído hablando con el joven rubio.
—¿Cuánto tiempo hace que falta usted en el país?—preguntó Laruja á Ibarra.
—Casi unos siete años.
—¡Vamos, ya se habrá usted olvidado de él!
—Todo lo contrario: y aunque mi país parecía haberme olvidado, siempre he pensado en él.
—¿Qué quiere usted decir?—preguntó el rubio.
—Quería decir que hace un año he dejado de recibir noticias de aquí, de tal manera, que me encuentro como un extraño, que ni aun sabe cuándo ni cómo murió su padre.
—¡Ah!—exclamó el teniente.
—Y ¿dónde estaba usted que no ha telegrafiado?—preguntó doña Victorina.—Cuando nos casamos, telegrafiamos á la Peñínsula2.
—Señora, estos dos últimos años estaba en el Norte de Europa: en Alemania y en la Polonia rusa.
El doctor de Espadaña, que hasta ahora no se había atrevido á hablar, creyó conveniente decir algo.
—Co... conocí en España á un polaco de Va... Varsovia, llamado Stadnitzki, si mal no recuerdo; ¿le ha visto usted por ventura?—preguntó tímidamente, y casi ruborizándose.
—Es muy posible,—contestó con amabilidad Ibarra;—pero en este momento no lo recuerdo.
—¡Pues, no se le podía co... confundir con otro!—añadió el doctor que cobró ánimo: era rubio como el oro y hablaba muy mal el español.
—Buenas