La alegría del capitán Ribot. Armando Palacio Valdes
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La alegría del capitán Ribot - Armando Palacio Valdes страница 3
—¡Cómo!... ¿Para qué?—exclamé sorprendido.
—Es que supone que aún estará usted asustado—manifestó riendo D.ª Cristina—. Mamá lo usa mucho y nos lo hace usar a todos. Diga usted que lo va a tomar y quedará extraordinariamente satisfecha.
Sin salir de mi sorpresa hice lo que doña Cristina me ordenó y pude oir inmediatamente un murmullo aprobador.
Acabo de dársela, mamá—dijo aquélla, haciéndome un guiño malicioso—. Puedes estar tranquila.
—Muchas gracias, señora. Creo que me probará bien, porque me sentía un poco nervioso—grité yo.
Doña Cristina me apretó la mano pugnando por no reir y me dijo en voz baja:
—¡Bravo! Me parece que va usted a salir maestro consumado.
Vuelta a los ruidos extraños, ininteligibles.
—Pregunta si ha telegrafiado usted a su señora, y le aconseja que no lo haga para evitarle un disgusto.
—No tengo señora. Estoy soltero.
—Entonces a su mamá—tuvo la bondad de interpretar D.ª Cristina.
—Tampoco la tengo, ni padre, ni hermanos. Estoy solo en el mundo.
Doña Amparo, por lo que pude entender, se mostró sorprendida y disgustada de esta soledad y me invitaba para que, sin pérdida de tiempo, tomase estado. También debió añadir que un hombre como yo estaba destinado a hacer feliz a cualquier mujer. Ignoro qué cualidades de marido pudo observar en mí aquella señora, como no fuese las de saltar y deslizarme bien por los cables. De todos modos, respondí que no deseaba otra cosa; pero que no se me había presentado ocasión hasta entonces. Mi vida de marino, hoy en un sitio, mañana en otro; la timidez de que adolecemos los que no frecuentamos la sociedad, y acaso también el no haber hallado aún una mujer que de veras me interesase, habían impedido realizarlo.
Al tiempo de decir esto fijaba mis ojos en los de D.ª Cristina, que me sonreían.
Un pensamiento dulce y solapado se deslizó entonces en mi cerebro.
—Dejemos ese tema, mamá. Cada cual hace lo que más le conviene; y si el capitán no se ha casado debe de ser, por cierto, que no le ha apetecido.
—En efecto—dije yo riendo y mirandola con fijeza petulante—; no me ha apetecido hasta ahora...; pero no respondo de que me apetezca el día menos pensado.
—Entonces celebraremos que sea para bien, que tenga usted una esposa muy guapa y media docena de niños gordos y vivarachos y traviesos.
—¡Amén!—exclamé.
La franqueza y la gracia de aquella joven me sedujeron instantáneamente. Me sentía tan complacido y libre a su lado como si hiciera algunos años que la tratase. Me invitó a sentarme en el sofá, y lo hizo también para dejar que su madre descansase, pues no le convenía hablar, según la opinión del médico.
Pedíle informes más exactos acerca de su salud y me dijo que había sufrido una rozadura y contusión en la espalda, a las cuales el médico no dió importancia. También se había logrado evitar los efectos nocivos del enfriamiento. Lo único verdaderamente temible era el susto. Su mamá era muy nerviosa; padecía del corazón, y nadie podía prever el resultado de aquella terrible emoción. Hice lo posible por desvanecer sus temores, y, empeñada la conversación, le pregunté si eran asturianas, a sabiendas de que no, tanto por los informes del boticario como porque no lo revelaba su acento.
—No, señor; somos valencianas.
—¿Cómo? ¡Valencianas!—exclamé—. ¡Pues si somos casi paisanos! Yo he nacido en Alicante.
Y acto continuo nos pusimos a hablar en valenciano, con placer indecible por mi parte, y juzgo que también por la suya. Me enteró de que sólo hacía nueve días que se hallaban en Gijón, adonde habían venido para visitar a una monja hermana de su mamá. Hacía bastantes años que formaran ese proyecto, y nunca lo habían realizado por lo largo y molesto del viaje. Al fin lo habían decidido, y no en buen hora, pues faltó poco para dejar allí la vida. El país les había gustado, aunque les parecía bastante triste al lado del suyo.
—¡Oh, Valencia!—exclamé entonces con fuego—. Yo, que visité las más apartadas regiones de la tierra y puse el pie en tantas playas diversas, nada hallé jamás comparable a ella. Allí el sol no se levanta sangriento como en el Norte, ni hiere y aniquila como en Andalucía: su luz se cierne suave por un ambiente embalsamado y tranquilo. El mar no aterra como aquí, y es más azul, y su espuma más blanca y más ligera. Allí los pájaros cantan con gorjeos más dulces y variados; allí la brisa acaricia por la noche como por el día; allí las frutas azucaradas, que en otras partes sólo se sazonan con el calor del verano, las gustamos todo el año; allí no sólo huelen las flores y las yerbas, sino la tierra misma exhala un aroma delicado. Allí la vida no es tristeza ni fatiga. Todo es suave, todo sereno y armónico. Y esta tranquilidad de la Naturaleza parece reflejarse en la mirada profunda de sus mujeres.
La de D.ª Cristina, que era la más suave y profunda que jamás había visto, brilló con cierta alegría maliciosa.
—¡Quién diría al oirle que es usted un lobo marino! Habla usted como un poeta... y casi, casi estoy tentada a pensar que ha publicado usted versos en los periódicos.
—¡Oh, no!—exclamé riendo—. Soy un poeta inofensivo. Ni escribo versos ni prosa; pero dispénseme usted que le diga que los ojos de usted me han traído a la memoria una porción de cosas hermosas, todas valencianas... y se me subió la poesía a la cabeza.
Doña Cristina pareció quedar un momento suspensa; me miró con más curiosidad que agradecimiento, y cambiando de conversación me preguntó, con amabilidad:
—¿Y el vapor que usted manda hace la carrera de América?
—Sólo una que otra vez. Ordinariamente vamos desde Barcelona a Hamburgo.
—¿De modo que está usted aquí de escala por muchos días?
—Los que necesite para arreglar ciertas averías que un pequeño incendio nos ha causado anteayer.
A mi vez quise enterarme del tiempo que ellas pensaban permanecer en Gijón.
—Pues teníamos pensado irnos pasado mañana y detenernos algunos días en Madrid, donde debía de esperarnos mi marido; pero ahora es fuerza dilatar el viaje a causa de lo ocurrido. De todos modos, en cuanto se haya tranquilizado por completo y el médico lo permita, nos pondremos en camino.
Debo confesarlo, aunque parezca ridículo: aquel “mi marido” causó en mí una sensación extraña de frío y abatimiento que apenas logré disimular. ¿Cómo, diablos, no se me había ocurrido que aquella joven podía ser casada? Lo ignoro todavía. Y dado caso que así fuera, ¿por qué tal noticia me había producido tan áspera impresión tratándose de una persona que acababa de conocer? Tampoco lo sé. Estoy tentado a pensar que es cierto lo que sucede en las comedias antiguas cuando el galán se inflama repentinamente de amor a la vista de la dama. Si yo no estaba inflamado, por lo menos ya tenía el fuego a bordo.