La alegría del capitán Ribot. Armando Palacio Valdes
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Por supuesto, hice cuanto me fué posible por no acordarme ya de D.ª Cristina ni del santo de su nombre; y me parece que lo conseguí durante aquel día. Pero de noche su imagen no quiso apartarse el canto de un é de mi litera, me tiró de los piés, me agarró de los pelos, me dió de bofetadas y más tarde, para indemnizarme de estas atroces vejaciones, se inclinó suavemente y rozó con sus labios mis mejillas.
Al despertar me asaltó una idea luminosa. Debiendo llegar Martí aquel día, yo estaba en el deber ineludible de ir a esperarle a la estación: primero, por cortesia; segundo, por evitar que preguntase por mí y esto originase alguna turbación a su esposa; tercero, porque a D.ª Amparo le sorprendería que no lo hiciese; cuarto, porque era necesario no dejar traslucir el desabrimiento que entre nosotros se había suscitado; quinto... No sé lo que era el quinto, pero tengo una idea vaga de que existía y que era algo parecido al deseo rabioso que yo sentía de volver a ver a D.ª Cristina.
El tren correo llegaba por la tarde. Tenía, pues, tiempo sobrado para medir los inconvenientes de semejante paso y arrepentirme. Pero después de considerarlo en todos sus aspectos y volverlo a considerar y hacer infinitos esfuerzos por que Dios me tocase en el corazón, el arrepentimiento no vino y las piernas me condujeron, casi a mi despecho, a la estación.
Al poner el pie en el andén atisbé a mis señoras hablando con un empleado. Desplegando entonces las prodigiosas aptitudes diplomáticas con que al cielo le plugo favorecerme, crucé por delante de ellas a paso lento y profundamente absorto en la contemplación de unos montones de remolacha.
—¡Ribot...! ¡Ribot!
Me paro en firme, lleno de asombro. Vuelvo la cabeza al Sudeste, luego al Norte, después al Noroeste, y así sucesivamente a todos los puntos de la rosa náutica, hasta que, después de muchos ensayos infructuosos, logro dar con el sitio de donde partía la voz.
—¡Oh, señoras!
Me acerqué rebosando de sorpresa y estreché la mano de D.ª Amparo. Fuí a hacer lo mismo con Cristina y... ¿no había dicho antes que esta dama tenía la tez blanca? Pues hay que rectificar. En aquel momento me pareció que había nacido en el Senegal.
Le pregunté por su salud, sin atreverme a extender la mano, y me respondió, volviendo su mirada a otro lado:
—¿Cómo ha sido eso, Ribot? En todo el día de ayer no ha parecido por casa, y hoy tampoco.
Me excusé con mis ocupaciones. D.ª Amparo no quiso aceptar la disculpa y me reprendió cariñosamente. Aquella señora se mostraba conmigo cada vez más afectuosa y amable. Mientras hablábamos, D.ª Cristina no despegó los labios. Yo estaba molesto y confuso. No me atrevía a mirarla de frente; pero la observaba con el rabillo del ojo y advertía que su rostro, en vez de recobrar el aspecto ordinario, se iba oscureciendo todavía más. Sus ojos se obstinaban en mirar al lado contrario en que yo estaba.
Doña Amparo, sin darse cuenta de nada, hizo el gasto de la conversación. Por mi parte, hablaba poco y mal ordenado. Me estaba pesando atrozmente el haber venido, y sentía impulsos de marcharme con cualquier pretexto y no aguardar la llegada de Martí. Mas antes de que pudiera resolverme sonó la trompeta del guarda-agujas anunciado que el tren estaba a la vista. Ya no era posible hacerlo sin grave descortesía.
Penetró el tren en la estación, y entre el buen número de cabezas que venían asomadas a las ventanillas de los coches los ojos de D.ª Cristina descubrieron la de su marido.
—¡Emilio!—gritó con alegría.
—¡Cristina!—respondió él lo mismo.
Y sin aguardar a que el tren parase por completo, saltó al suelo y la abrazó y la besó con efusión. Pero ella, ruborizada como una colegiala, sonriendo al mismo tiempo de gozo, se zafó bruscamente de sus brazos.
—¡Siempre la misma!—exclamó él riendo a carcajadas, mientras tendía la mano a su suegra.
Esta no se satisfizo con la mano, sino que le tomó la cabeza como un niño y le besó repetidas veces, preguntándole con afanoso interés por el viaje, y él a ella por su salud.
Mientras hablaban, yo me mantenía respetuosamente alejado del grupo. Mas he aquí que a los pocos instantes D.ª Cristina vuelve los ojos hacia mí y me dirige una sonrisa afectuosa, haciéndome al mismo tiempo seña con la mano para que me acercarse. Aquella sonrisa inesperada me causó tal gozo y sorpresa que apenas pude disimular la impresión. Me apresuré a obedecer.
—¡El salvador de mamá!—dijo con un poco de énfasis, presentándome a su marido.
Este me estrechó las manos cariñosamente, repitiéndome infinitas gracias. Era un hombre de veintiocho a treinta años, alto, delgado, de rostro pálido y ojos negros, con barba negra también, sedosa y abundante; un tipo levantino como el de su esposa, pero débil y enfermizo, al menos en la apariencia.
—Gracias a su arrojo—prosiguió la dama—no lloramos hoy una desgracia.
—¡Señora!—exclamé—. ¡El hecho no tiene valor alguno! Lo mismo haría cualquier marinero que por allí cruzase.
Pero ella, sin atenderme, relató el lance con todos sus pormenores, realzando exageradamente mi conducta.
Este panegírico en su boca, después de lo que había ocurrido, me causó más vergüenza que alegría. Sentí remordimientos, y lo que en un principio me pareció solamente leve imprudencia se me representó ahora como una falta de delicadeza.
Regresamos a la villa y los dejé a la puerta del hotel sin querer subir, a pesar de las instancias de Martí. En aquellos primeros momentos la presencia de un extraño tenía que ser molesta. Pero convine con él en que tomaríamos café juntos por la noche en el Suizo. Abrigaba la esperanza de que traería a su señora, pues a ésta le gustaba dar un paseo después de la comida.
No se verificó tal esperanza. Martí se presentó solo, manifestando que su mujer se sentía fatigada y con jaqueca. Pensé que era un pretexto y me causó tristeza. Quizá disipado el primer instante de alegría efusiva, habría vuelto la desconfianza y el rencor a su corazón.
Antes de una hora Martí y yo éramos excelentes amigos. Me pareció hombre simpático, de genio abierto, cariñoso, alegre y un poco cándido. Los cien negocios que tenía entre manos no le dejaban vagar para fijarse mucho tiempo en una misma cosa. Saltaba en la conversación de uno a otro asunto con ligereza, aunque siempre mostrando despejo y energía. Yo le dejaba hablar observándole con una curiosidad intensa. Lo que más impreso me quedó de él en aquella primera conversación fué cierto modo de ahuecar su cabellera ondeada metiendo los dedos por detrás a modo de peine y tosiendo levemente cuando iba a expresar alguna idea que juzgaba importante. Este ademán, que en otro quizá pareciera ridículo, resultaba en él gracioso y de amable ingenuidad. No puedo expresar claramente los sentimientos que Martí me inspiraba entonces. Eran una mezcla indefinible de simpatía y repulsión, de curiosidad y recelo que sólo podrá explicarse el que se haya encontrado alguna vez en situación análoga a la mía.
El Urano debía zarpar al día siguiente en la marea de la tarde. Por la mañana me presenté en el hotel a despedirme de mis nuevos amigos. Martí y su suegra expresaron con calor su disgusto por mi marcha. Cristina no se presentó. Estaba encerrada en su alcoba arreglándose, a lo que pude entender, y no tuvo la amabilidad de pedirme que aguardara: antes, al contrario, se despidió tan apresuradamente que parecía temerlo.
—Adiós,