La alegría del capitán Ribot. Armando Palacio Valdes
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Читать онлайн книгу La alegría del capitán Ribot - Armando Palacio Valdes страница 4
—¿Y no tienen ustedes familia?
—Hasta ahora no—respondió, levemente ruborizada.
Me enteró además de que ambos eran naturales de Valencia y allí habitaban; por el invierno, en la misma ciudad, calle del Mar; durante el verano, en una casa de placer que tenían en el Cabañal.
Yo conocía algunos de los vapores de la casa Castell y Martí. Le hice presente mi satisfacción en ponerme a las órdenes de la señora de uno de los armadores.
Hablamos poco más tiempo. Estaba triste y sentía deseos de irme. Efectuélo al cabo, no sin mantener otro diálogo con D.ª Amparo, a puertas cerradas y con intérprete. Pronto se disipó aquella infundada y hasta irracional tristeza al salir a la calle y hablar con los conocidos y emplearme en los asuntos de mi cargo. Pero en todo el día no dejó de ofrecérseme a la imaginación repetidas veces la figura de D.ª Cristina. Adoro las mujeres delgadas y blancas, con grandes ojos negros. Mis amigos solían decirme en otro tiempo que para gustarme a mí una mujer era necesario que estuviese en cuarto grado de tisis. Acaso tuviesen razón. La única novia que tuve era una tísica confirmada, y se murió consentido ya y preparado nuestro matrimonio.
Al día siguiente me creí en el deber de ir, como el anterior, al hotel y preguntar por la salud de las señoras forasteras. D.ª Cristina me hizo pasar nuevamente y me recibió con mayor cordialidad aún, llevándose el dedo a los labios e invitándome a hablar en falsete como ella hacía. Su mamá estaba durmiendo. Nos sentamos en el sofá y charlamos bajito y alegremente. D.ª Amparo estaba bien, no tenía más que mimos.
—Además (se lo digo a usted en reserva), mientras no concluyan de hacerle la peluca, no hay que esperar verla fuera de la alcoba.
—¡Ah, la peluca! Sí, me acuerdo que...
—Sí, acuérdese usted de que se la arrancó, mala persona—exclamó riendo.
—Señora, yo no podía calcular... ¡Vaya un susto! Pensé que le había arrancado la cabeza de cuajo.
Reímos bastante, esforzándonos por no hacer ruido. Al cabo de un rato me dijo con naturalidad, que agradecí mucho:
—Tengo mucho apetito, capitán, y voy a almorzar. ¿Quiere usted acompañarme?
Le di las gracias y me excusé; pero como no pude afirmarle que había almorzado, dió por resuelto en un instante que almorzaría con ella, y salió a dar las órdenes oportunas. Yo me sentí alegrísimo, y si digo entusiasmado no diré mentira. Mientras la camarera nos ponía la mesa en el mismo gabinete, no dejamos de charlar, creciendo más y más nuestra confianza. Durante el almuerzo usó conmigo una franqueza tan atenta y servicial que concluyó de seducirme. Por sus propias manos me partía el pan y la carne y me escanciaba el vino y el agua. Cuando me hacía falta cubierto o plato, sin aguardar a la doméstica, ella misma se levantaba con llaneza provinciana y lo tomaba de la mesita donde se hallaban.
Yo le contaba burlando la grave ocupación en que me había sorprendido con sus gritos la noche del percance. Reía ella de todo corazón, y me prometía resarcirme cuando fuese a Valencia, guisándome una paella con todas las reglas del arte.
—No es que tenga la loca presunción de hacerle olvidar los callos de la señora Ramona. Me satisfago con que usted se coma un par de platos.
—¿Cómo un par? Veo con tristeza que me tiene usted por un ser material y grosero. Espero demostrarle con el tiempo que, fuera de esas horas de callos y caracoles, soy hombre espiritual, poético y hasta un si es no es lánguido.
Se burlaba ella, colmándome el plato de un modo escandaloso e invitándome a que no disimulase mi verdadera condición y comiese lo mismo que si ella no estuviera presente.
—No piense usted en que soy una dama. Figúrese que está almorzando con un compañero..., con el piloto, por ejemplo.
—No tengo bastante imaginación para eso. El piloto es bizco y le faltan dos dientes.
Aquella charla íntima y alegre me embriagaba más que el burdeos que sin cesar me escanciaba. Y sus ojos me embriagaban más que el vino y la charla. Aunque hablábamos en falsete y reíamos a la sordina, alguna vez se me escapaba una nota discrepante. Doña Cristina se llevaba el dedo a los labios.
—Silencio, capitán, o le pongo de patitas en el corredor y se queda usted a medio almorzar.
Me invitó a darle algunos pormenores de mi vida. Satisfice su curiosidad, narrándole mi historia, bien sencilla. Discurrimos acerca de los placeres del marino, que ella encontraba superiores a los de los demás hombres.
—Yo adoro el mar...; pero el mar de mi país sobre todo. Este me da miedo y tristeza. ¡Si viera usted cuántos ratos paso a la ventana de nuestra alquería del Cabañal contemplándole!
—Pues yo, en Valencia, prefiero al mar las mujeres—manifesté, demasiado alegre ya.
—Lo creo—respondió ella riendo—. ¡Oh! las hay muy hermosas. Tengo una primita llamada Isabel que es un verdadero dechado. ¡Qué ojos los de aquella niña!
—¿Serán más hermosos que los suyos?—pregunté osadamente.
—¡Oh! los míos no valen nada—contestó ruborizándose.
—¿Que no valen nada?—exclamé con arrebato—. ¡Pues si no los hay tan preciosos en toda la costa de Levante, con haberlos allí tan lindos!... ¡Si parecen dos luceros del cielo!... ¡Si son un sueño feliz del cual jamás quisiera uno despertar!
Se puso repentinamente seria. Guardó silencio unos instantes sin levantar la vista del mantel. Al cabo, dijo afectando indiferencia, no exenta de severidad:
—Habrá usted comido medianamente, ¿verdad? A bordo se suele comer mejor que en los hoteles.
Guardé a mi vez silencio, y sin responder a su pregunta dije después de un momento:
—Perdóneme usted. Los marinos nos expresamos con demasiada franqueza. No conocemos las etiquetas, pero debe salvarnos la intención. La mía no ha sido decir algo impertinente...
Se dulcificó en seguida, y proseguimos nuestra plática con la misma cordialidad mientras dábamos fin al almuerzo.
III
ME fuí al barco en peor estado que el día anterior. Aquella señora me estaba preocupando más de lo necesario para mi reposo y buen humor. Volví por la tarde y volví al día siguiente. Su figura interesante, sus ojos tan negros, tan inocentes y picarescos a un tiempo mismo, iban penetrando a paso de carga en mi alma. Y como sucede siempre en casos tales, empezaron agradándome sus ojos, y no tardó en encantarme su voz; luego sus manos finas de alabastro; poco después el vello suave que adornaba sus sienes; inmediatamente tres pequeños lunares que tenía en la mejilla