Inteligencia social. Daniel Goleman

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Inteligencia social - Daniel Goleman Ensayo

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que nos hallemos en un estado de ánimo sin saber lo que nos ha conducido a él. En este sentido, el experimento de Wurzburgo pone de relieve que nuestro mundo debe estar lleno de desencadenantes del estado de ánimo –desde la música ambiental de un ascensor hasta un tono de voz desagradable– de los que somos totalmente inconscientes.

      Consideremos ahora, por ejemplo, las expresiones que vemos en el rostro de los demás. Como ha descubierto un equipo de investigación sueco, la mera contemplación de la imagen de un rostro feliz provoca en quien la ve la respuesta fugaz de tensar los músculos que esbozan la sonrisa.14 De hecho, la fotografía de alguien cuyo rostro expresa una emoción intensa, como la tristeza, el disgusto o la alegría, desencadena en nuestro rostro la respuesta refleja de imitar la expresión que acabamos de ver.

      Este reflejo de imitación favorece una especie de puente intercerebral que nos expone a las influencias emocionales más sutiles de quienes nos rodean. En este sentido, las personas más sensibles se contagian con más facilidad que la mayoría, mientras que las más insensibles, por su parte, pueden salir incólumes aun del más nocivo de los encuentros. Pero lo cierto es que, en ambos casos, la transacción ocurre sin que ni siquiera la advirtamos.

      Imitamos la alegría de un rostro sonriente tensando los músculos faciales que esbozan la sonrisa, incluso sin ser conscientes de ello. Tal vez esa leve sonrisa pase inadvertida al ojo desnudo, pero la monitorización científica de la musculatura facial pone claramente de relieve la presencia de ese reflejo emocional.15 Es como si, en este sentido, nuestro rostro se preparase para expresar la emoción completa.

      Este mimetismo tiene algunas consecuencias biológicas, porque nuestra expresión facial desencadena los sentimientos que exhibimos. Basta, en este sentido, con tensar deliberadamente los músculos faciales del modo adecuado para provocar la emergencia de una determinada emoción. Así, por ejemplo, el hecho de colocar un lápiz entre los dientes nos obliga a esbozar una sonrisa que acaba evocando el correspondiente sentimiento positivo.

      Edgar Allan Poe tuvo una comprensión intuitiva de este principio al decir: «Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona, o qué es lo que está pensando, reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión».16

       LA PERCEPCIÓN DE LAS EMOCIONES

      París, 1895. Un puñado de almas aventureras se han atrevido a asistir a una exhibición pionera de los hermanos Lumière, expertos en el nuevo campo de la fotografía. Por primera vez en la historia, los Lumière iban a presentar una película cinematográfica, una “imagen en movimiento” que representaba, en el más absoluto silencio, la llegada de un tren a una estación envuelto en vapor y acercándose al público. Fueron muchos los espectadores de esa auténtica première los que, cuando la película se proyectó, gritaron y se agazaparon despavoridos bajo sus asientos.

      Nadie había visto nunca imágenes en movimiento, por lo que la ingenua audiencia no podía sino interpretar como “real” la escalofriante aparición en la pantalla. Quizás ese momento haya sido el acontecimiento más mágico y poderoso de toda la historia del cine, porque ninguno de los espectadores sabía todavía que lo que su ojo estaba viendo no era más que una ilusión. En lo que a ellos –y a su sistema perceptual– se refiere, las imágenes proyectadas en la pantalla eran completamente reales.

      Como señala cierto crítico de cine: «La impresión dominante de que esto es real forma parte –aun hoy en día– del poder primordial del arte».17 Esa sensación de realidad sigue cautivando a los aficionados, porque el cerebro responde a las ilusiones generadas por el cine con los mismos circuitos neuronales que emplea para responder a la vida. Por esta razón, las emociones proyectadas en la pantalla también son contagiosas.

      Algunos de los mecanismos neuronales implicados en este contagio pantallaespectador fueron identificados por un equipo de investigación israelí, que mostró secuencias del spaghetti western de los setenta El bueno, el feo y el malo a voluntarios que se hallaban conectados a una RMNf. En el que quizás sea el único artículo de los anales de la neurociencia en contar con la curiosa contribución de Clint Eastwood, los investigadores llegaron a la conclusión de que la película jugaba con el cerebro de los espectadores como si de una marioneta neuronal se tratase.18

      Al igual que ocurrió en París en 1895 con los aterrados espectadores de la mencionada première, el cerebro de los espectadores de El bueno, el feo y el malo respondía como si la historia imaginaria que se desarrollaba en la pantalla les estuviera sucediendo a ellos. No parece que el cerebro haga grandes distingos entre la realidad virtual y la real. Por ello, cuando la cámara hace un picado para mostrar un primer plano, se activan, en el cerebro de los espectadores, las áreas cerebrales que se ocupan del reconocimiento de un rostro, y cuando en la pantalla aparece un edificio o un paisaje, se activa el área visual que suele ocuparse del reconocimiento físico del entorno que nos rodea.

      Del mismo modo, cuando la escena que se desarrolla en la pantalla muestra movimientos delicados de la mano, las regiones movilizadas son las que gobiernan el tacto y el movimiento, y, en las escenas en las que la excitación es máxima –como disparos, explosiones y giros inesperados del argumento–, los centros que se activan son los ligados al control de las emociones. En resumen, pues, el cine parece controlar el funcionamiento de nuestro cerebro.

      La audiencia se comporta como si fueran marionetas neuronales, porque lo que ocurre en un momento en el cerebro de un determinado espectador sucede también en todos los demás. Así, la acción desplegada en la pantalla es la música que desencadena idéntica danza en el cerebro de todos los presentes.

      Como dice un proverbio muy utilizado en el campo de la sociología: «Una cosa es real cuando lo son sus consecuencias». Y es que, si el cerebro reacciona del mismo modo ante un escenario real que ante uno imaginario, lo que imaginamos tiene consecuencias biológicas. La vía inferior es la que determina nuestra respuesta emocional.

      La única excepción a esta especie de guiñol parece estar ligada a las áreas prefrontales de la vía superior, que albergan los centros ejecutivos del cerebro y facilitan el pensamiento crítico (incluida la idea de que «Esto no es más que una película»). Por ello, en la actualidad no huimos despavoridos cuando en la pantalla vemos un tren dirigiéndose a toda velocidad hacia nosotros aunque, no obstante, el miedo siga haciendo acto de presencia.

      Cuanto más destacado o notable es un determinado evento, mayor es la atención que despliega el cerebro.19 Dos factores que amplifican la respuesta del cerebro a cualquier realidad virtual como una película son su “sonoridad” perceptual y su intensidad emocional, y eso sucede con los casos del grito y del llanto. No resulta, por tanto, sorprendente que nuestro cerebro se vea desbordado por muchas escenas cinematográficas caóticas. Y el mismo tamaño de la pantalla –ofreciéndonos imágenes monstruosamente grandes– se registra como sonoridad sensorial.20

      Pero los estados de ánimo son tan contagiosos que podemos percibir un soplo de emoción en algo tan fugaz como una sonrisa o un ceño fruncido apenas esbozados, o tan árido como la lectura de un pasaje filosófico.

       EL RADAR DE LA INSINCERIDAD

      Dos mujeres que no se conocían acababan de ver un desgarrador documental sobre las dolorosas secuelas provocadas por el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki durante la II Guerra Mundial. Ambas se hallaban profundamente conmovidas y experimentaban una mezcla de angustia, ira y tristeza.

      Pero

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