Inteligencia social. Daniel Goleman
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Pero eso era precisamente lo que se pretendía, porque las dos eran voluntarias de un experimento llevado a cabo en la Universidad de Stanford sobre las consecuencias sociales de la represión emocional, aunque una de ellas había sido entrenada para silenciar sus verdaderos sentimientos.21 Por supuesto, la que estaba emocionalmente abierta se sintió “fuera de lugar” mientras su compañera hablaba y, en consecuencia, sacó la conclusión de que jamás la elegiría como amiga.
La que reprimía sus sentimientos, por su parte, se hallaba tensa e incómoda y se mostraba distraída y preocupada, al tiempo que su presión sanguínea aumentó considerablemente a medida que avanzaba la conversación. No es de extrañar que el esfuerzo emocional necesario para reprimir sentimientos tan perturbadores exija un peaje fisiológico reflejado, en este caso, por el aumento de la presión sanguínea.
Lo más sorprendente, sin embargo, fue que el mismo efecto se encontró también en la mujer que hablaba sinceramente de sus emociones. La tensión, pues, no sólo es palpable, sino también contagiosa.
La sinceridad es la respuesta por defecto del cerebro. A fin de cuentas, nuestro sistema nervioso transmite todos los estados de ánimo a la musculatura facial, evidenciando de inmediato nuestros sentimientos. Este despliegue emocional es automático e inconsciente, razón por la cual su represión exige un esfuerzo deliberado y consciente. Por eso tratar de distorsionar lo que sentimos y de ocultar el miedo o el enfado exigen un esfuerzo que rara vez consigue completamente su objetivo.22
En cierta ocasión, una amiga me dijo que, la primera vez que habló con el hombre a quien acababa de alquilarle el piso, “supo” que no debía confiar en él. Y, a decir verdad, la misma semana en que tenía que mudarse se enteró de que se había echado atrás y se quedó compuesta y sin casa y obligada a poner el caso en manos de un abogado.
Ella sólo le había visto el día en que fue a visitar la casa y se lamentaba diciendo: «En cuanto lo vi advertí algo en él que me dijo que iba a tener problemas».
Ese “algo en él” refleja el funcionamiento de las vías superior e inferior operando como una especie de sistema de alarma de la insinceridad. Existen circuitos especializados en la sospecha que difieren de los empleados en los casos de la empatía y el rapport y cuya misma existencia pone de relieve la importancia de la detección de la mentira en los asuntos humanos. La teoría evolutiva sostiene que la capacidad de detectar el engaño resulta tan esencial para la supervivencia como la capacidad de confiar y cooperar con los demás.
Cierta investigación en la que se registraba la imagen cerebral de voluntarios mientras contemplaban a varios actores contando una historia trágica puso de relieve el radar neuronal concreto implicado en esa tarea. La investigación descubrió que la expresión facial que acompañaba al relato provocaba la activación de diferentes regiones neuronales.
Si, por ejemplo, el rostro del actor mostraba la tristeza apropiada, la región que se activaba en el oyente era la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza, mientras que si, por el contrario, el rostro del actor sonreía durante el relato triste –en un claro ejemplo de incongruencia emocional–, la región cerebral que se activaba era la especializada en la vigilancia ante las amenazas sociales o la información conflictiva. En ese último caso, además, los oyentes afirmaban desconfiar de la persona que les contaba la historia.23
La amígdala escruta de manera automática y compulsiva a todas las personas con quienes nos relacionamos para saber si podemos o no confiar en ellas. «¿Es seguro acercarse a esta persona?» «¿Es peligroso?» «¿Puedo confiar realmente en ella?» Los pacientes neurológicos que han padecido una grave lesión en la amígdala son incapaces de determinar si pueden o no confiar en alguien y, cuando se les muestra una fotografía de un hombre a quien la gente suele encontrar altamente sospechoso, lo valoran igual que otros en quien casi todos confían.24
El sistema que nos advierte si podemos confiar o no en alguien discurre a través de dos ramales neuronales diferentes, la vía superior y la vía inferior.25 La primera se pone en marcha cuando tratamos de determinar intencionalmente si alguien es merecedor o no de nuestra confianza. Pero, con independencia de lo que pensemos al respecto, la amígdala está operando de continuo bajo el umbral de la conciencia cumpliendo con una función claramente protectora.
EL OCASO DE UN CASANOVA
Giovanni Vigliotto era un auténtico don Juan y su encanto le llevaba de una conquista romántica a otra. Pero lo cierto es que no se trataba de conquistas sucesivas porque, en realidad, Vigliotto estaba casado simultáneamente con varias mujeres.
Nadie sabe con certeza cuántas veces se casó a lo largo de su carrera –porque lo suyo parecía ciertamente una carrera– romántica, pero bien pudo haberlo hecho unas cien veces, porque Vigliotto se ganaba la vida casándose con mujeres ricas. Pero todo concluyó cuando Patricia Gardner, una de sus conquistas, le demandó por bigamia.
El juicio puso de relieve lo que llevó a tantas mujeres a enamorarse de él. Gardner admitió que una de las cosas que más le atrajo de aquel encantador bígamo fue lo que ella denominó el «rasgo sincero» de mirarla directamente a los ojos y sonriendo… aunque lo cierto era que mentía más que un sacamuelas.26
Son muchas las cosas que los expertos de las emociones saben “leer” en la mirada. Según dicen, es muy frecuente que la tristeza, el disgusto y la culpa o la vergüenza nos hagan bajar la mirada, desviarla y bajarla y desviarla, respectivamente. Esto es algo que la mayoría de la gente sabe de manera intuitiva, por ello la sabiduría popular nos indica que un indicio de que alguien está mintiendo es su incapacidad de «mirar directamente a los ojos».
Esto es algo que Vigliotto, como buen estafador, sabía muy bien y era lo suficientemente diestro como para sonreír mirando directamente a los ojos de sus víctimas.
Él estaba tramando algo, pero quizás tenía más que ver con el establecimiento del vínculo que con la mentira. En opinión de Paul Ekman, un experto mundialmente conocido en la detección de la mentira, la mirada que parece decir «debes creer lo que te estoy diciendo» no parece tener mucho que ver con decir o no la verdad.
A lo largo de sus muchos años de estudio sobre la expresión facial de las emociones, Ekman se ha especializado en la detección de la mentira. Su ojo se halla tan adiestrado en el registro de las sutilezas faciales que detecta con facilidad las discrepancias que existen entre la máscara de las emociones fingidas que utiliza una persona y las fugas que expresan lo que realmente está sintiendo.27
Mentir exige la actividad consciente e intencional de lo que denominamos vía superior, que controla los sistemas ejecutivos que mantienen la congruencia entre nuestras palabras y nuestras acciones. En opinión de Ekman, los mentirosos prestan más atención a la elección de sus palabras y censuran lo que dicen, desatendiendo simultáneamente su expresión facial.
La represión de la verdad exige tiempo y esfuerzo mental. Cuando una persona responde a una pregunta con una mentira, su respuesta se inicia un par de segundos después que cuando es sincera, un retardo aparentemente debido al esfuerzo requerido para elaborar la mentira y controlar los canales emocionales y físicos a través de los cuales la verdad puede acabar desvelándose.28
Mentir bien exige concentración, un esfuerzo mental que requiere del concurso de la vía superior. Pero, puesto que