Papeles del doctor Angélico. Armando Palacio Valdes

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Papeles del doctor Angélico - Armando Palacio  Valdes

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ya viejo y bastante quebrantado de salud, vino otra vez aquí, y entonces nuestras relaciones se anudaron aún más cordialmente. Jiménez huía de todo el mundo, menos de mí. Esta preferencia me ligó a él de corazón.

      Alquiló una casita aislada con jardín en uno de los barrios extremos de Madrid. Allí habitaba, servido por un ama de gobierno y algunos criados, y en aquel nido frío y solitario le visitaba una que otra vez, y charlábamos de nuestros buenos tiempos de Universidad y de Ateneo, y bebíamos una botella de cualquier cosa. No pasó, sin embargo, mucho tiempo sin que su salud, ya vacilante, empeorase hasta el punto de inspirar alarma. Decayó rápidamente. Ignoro si era el hígado, o el pulmón, o el corazón, pero el doctor Angélico tenía alguna víscera dañada. Con este motivo, yo solía menudear mis visitas y acompañarle largos ratos.

      Pocos días después de una memorable conversación que sirve de epílogo a este libro, se presentó en mi casa su criado.

      —Señorito, el doctor está muy malito. Por la noche se nos quiso morir y, en cuanto amaneció, dió orden para que viniese a buscarle.

      Comprendí que había llegado el instante supremo.

      —Y ¿qué opina el médico?—pregunté hondamente afectado.

      —No sé decirle; pero, a juzgar por la cara triste que tiene doña Pepita (el ama de gobierno), no debe de hallarle bueno.

      Tomé un coche y nos trasladamos al hotelito. Hallé a Jiménez con el semblante terriblemente descompuesto. La muerte estaba ya impresa en él. Doña Pepita cerró con mano temblorosa la puerta y nos dejó solos.

      —¿Qué es eso, doctor?—dije acercándome a su lecho y afectando alegría para ocultar mi emoción—. ¿Empiezas a ser mimoso como una solterona?

      Al mismo tiempo fijé la vista involuntariamente en la reproducción al óleo de una de las vírgenes de Murillo que pendía sobre su cama. Sujeto al marco había un magnífico ramillete de flores, recientemente colocadas allí, a juzgar por su frescura.

      Jiménez advirtió la mirada, y dijo sonriendo:

      —¡Ya lo ves! El doctor Angélico termina como el doctor Fausto; a los pies de la Virgen María.

      —Pero ¿has tomado la resolución de terminar?

      —Ha llegado el cese, querido... Acércate un poco... Es posible que te inspire pavor la muerte... Cuando llegue el momento, ya verás cómo no es tan fiera como la pintan.

      Al pronunciar estas palabras sonreía dulcemente. Yo sentí el corazón oprimido. Hizo una pausa, y con trabajo siguió diciendo:

      —Te he nombrado mi testamentario... Perdóname: no tengo hoy otro amigo más íntimo... Lo que se ha de hacer con mi fortuna ya lo verás en el testamento... Toma esos papeles que hay sobre la mesa, y llévatelos a tu casa...

      Sobre la mesa, en efecto, vi dos grandes legajos amarrados con una cuerda.

      —Entre ellos—prosiguió—, los hay puramente literarios. Sírvete de ellos como quieras, o quémalos... Pero si publicas algo, que no sea con mi nombre... Al mundo no le importará mucho que haya existido un tal Jiménez que ha dicho bastantes tonterías y una que otra cosa regular...

      En vano traté de infundirle esperanza de curación. Estaba absolutamente convencido de que moría, y este convencimiento le dejaba tranquilo, como si fuese a cambiar de domicilio. Comprendí que se fatigaba hablando, y me resolví a dejarlo. Embargado por la emoción, me marchaba sin los papeles. El me llamó para recordármelos.

      —Volveré a la tarde—le dije.

      —No; no vuelvas hasta la noche—me respondió.

      Al salir al jardín con los legajos y montar en el coche no pude ya reprimir las lágrimas.

      ¿Sabía que iba a morir antes de llegar la noche? Ahora creo que sí.

      El criado vino a avisarme al obscurecer de que su amo se marchaba por momentos. Cuando llegué, el doctor Angélico había dejado de existir. En torno de su cadáver, aún caliente, se hallaban el médico, un sacerdote y doña Pepita.

      El médico, pálido y triste, exclamaba:

      —¡Era un nombre!

      El sacerdote murmuraba gravemente:

      —¡Era un cristiano!

       Índice

      Los papeles de Jiménez necesitaban, como los jeroglíficos egipcios, prodigios de atención y perseverancia para ser descifrados. Además de su letra perversa y abreviaturas, se hallaban escritos con lápiz unos, otros con tinta, en todos los tamaños y formas imaginables: tan pronto pliegos en folio semejando memoriales a la Alcaldía, como esquelitas diminutas de las que se envían a la tienda de comestibles. La mayor parte redactados en español; pero los había también en francés y en inglés.

      No me decidí, por lo pronto, a ser el Champollión de aquella bárbara escritura. Los dejé dormir largo tiempo en un armario. Pero habiendo resuelto no escribir ya para el público, y careciendo de otras ocupaciones que me distraigan, emprendí, pasados algunos años, la tarea; y después de algunos esfuerzos he logrado, en parte, llevarla a cabo. Digo en parte, porque los papeles que ahora se publican no son todos los que me entregó.

      Indudablemente, algunos de ellos parecían destinados a la publicidad por la forma en que están escritos. La gran mayoría, no obstante, son apuntes o notas rápidas sugeridas por algún incidente de la vida o por sus lecturas, y desde luego se puede asegurar que sólo los escribía para descargarse de sus impresiones, necesidad absoluta que experimentan todos los solitarios.

      Mi obra no ha sido de interpretación solamente, sino también de arreglo. He juntado las notas cuando me ha parecido bien, o las he fraccionado; también las he completado en ocasiones y las he puesto títulos. Además, he suavizado algunos conceptos, sobradamente decisivos, porque entiendo que, de haberlos él publicado, hubiera hecho lo mismo. No se habla en público como se habla solo.

      Estos papeles, tomados en conjunto, resultan una biografía, aunque más interna que externa. Por ellos se verá con bastante claridad qué clase de hombre era el doctor Angélico; se comprenderá su espíritu, su ingenio, sus aficiones, sus odios, sus amores, sus opiniones y sus manías. Al terminar mi tarea me hice cargo de que no había descifrado unos manuscritos, sino un carácter. Le había tratado con intimidad bastante tiempo, y, sin embargo, no había logrado penetrarle por completo.

      Acaso se me moteje por no haber respetado su última voluntad, dándolos con su nombre a la publicidad. He pensado que, de haberlos impreso bajo el velo del anónimo o con nombre supuesto, no habría de faltar quien me los achacase. No quiero ufanarme con plumas ajenas, ni ser tampoco responsable de las opiniones que acerca de muchas cosas divinas y humanas se hallarán estampadas en las siguientes páginas. Por otra parte, no puedo menos de sentir alegría y consuelo difundiendo y, si fuera posible, perpetuando el nombre de un amigo querido. El lector decidirá si valía la pena de sacarlo del olvido.

      A. P. V.

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