Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan
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Читать онлайн книгу Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo Bazan страница 13
—Vámonos de aquí... No me gusta ver esto... Se matan.
Preguntóme Don Diego si me sentía mal, en cuyo caso no visitaríamos los barracones donde enseñan panoramas y fenómenos. Respondí muy picada que me encontraba perfectamente y capaz de examinar todas las curiosidades de la romería. Entramos en varias barracas y vimos un enano, un ternero de dos cabezas, y por último, la mujer de cuatro piernas, muy pizpireta, muy escotada, muy vestida de seda azul con puntillas de algodón, y que enseñaba sonriendo—la risa del conejo—sus dobles muñones al extremo de cada rodilla. En esta pícara barraca se apoderó de mí, con más fuerza que nunca, la convicción de que me hallaba en alta mar, entregada á los vaivenes del Océano. En el lado izquierdo del barracón había una serie de agujeritos redondos por donde se veía un cosmorama: y yo empeñada en que eran las portas del buque, sin que me sacase de mi error el que al través de las susodichas portas se divisase, en vez del mar, la plaza del Carrousel... el Arco de la Estrella... el Coliseo de Roma... y otros monumentos análogos. Las perspectivas arquitectónicas me parecían desdibujadas y confusas, con gran temblequeteo y vaguedad de contornos, lo mismo que si las cubriese el trémulo velo de las olas. Al volverme y fijarme en el costado opuesto de la barraca, los grandes espejos de rigolada, de lunas cóncavas ó convexas, que reflejaban mi figura con líneas grotescamente deformes, me parecieron también charcos de agua de mar... ¡Ay, ay, ay, qué malo se pone esto! Un terror espantoso cruzó por mi mente: ¿apostemos á que todas estas chifladuras marítimas y náuticas son pura y simplemente una... vamos, una filoxerita, como ahora dicen? ¡Pero si he bebido poco! ¡Si en la mesa me encontraba tan bien!
—Hay que disimular—pensé.—Que Pacheco no se entere... ¡Virgen, y qué vergüenza si lo nota!... Volver á Madrid corriendo... ¡Quiá! El movimiento del coche me pierde, me acaba, de seguro... Aire, aire... ¡Si hubiese un rincón donde librarse de este gentío!
O Pacheco leyó en mis pensamientos, ó coincidió conmigo en sensaciones, pues se inclinó y en el tono más cariñoso y deferente murmuró á mi oído:
—Hace aquí un calor intolerable... ¿Verdad que sí? ¿Quiere V. que salgamos? Daremos una vueltecita por la pradera y la alameda; estará más despejado y más fresco.
—Vamos—respondí fingiendo indiferencia, aunque veía el cielo abierto con la proposición.
VII
SALIMOS de la barraca y bajamos del cerro á la alameda, siempre empujados y azotados por la ola del gentío, cuyas aguas eran más densas según iba acercándose la noche. Llegó un momento en que nos encontramos presos en remolino tal, que Pacheco me apretó fuertemente el brazo y tiró de mí para sacarme á flote. Me latían las sienes, se me encogía el corazón y se me nublaban los ojos: no sabía lo que me pasaba: un sudor frío bañaba mi frente. Forcejeábamos deseando romper por entre el grupo, cuando nos paró en firme una cosa tremenda que se apareció allí, enteramente á nuestro lado: un par de navajas desnudas, de esas lenguas de vaca con su letrero de si esta víbora te pica no hay remedio en la botica, volando por los aires en busca de las tripas de algún prójimo. También relucían machetes de soldados, y se enarbolaban garrotes, y se oían palabras soeces, blasfemias de las más horribles... Me arrimé despavorida al gaditano, el cual me dijo á media voz:
—Por aquí... No pase V. cuidado... Vengo prevenido.
Le vi meter la mano en el bolsillo derecho del chaleco y asomarse á él la culata de un revólver: vista que redobló mi susto y mis esfuerzos para desviarme. No nos fué difícil, porque todo el mundo se arremolinaba en sentido contrario, hacia el lugar de la pendencia. Pronto retrocedimos hasta la alameda, sitio relativamente despejado. Allí y todo continuaban mis ilusiones marítimas dándome guerra. Los carruajes, los carros de violín, los ómnibus, las galeras, cuantos vehículos estaban en espera de sus dueños, me parecían á mí embarcaciones fondeadas en alguna bahía ó varadas en la playa, paquetes de vapor con sus ruedas, quechemarines con su arboladura. Hasta olor á carbón de piedra y á brea notaba yo. Que sí, que me había dado por la náutica.
—¿Vámonos á la orilla... allí, donde haya silencio?—supliqué á Pacheco.—¿Donde corra fresquito y no se vea un alma? Porque la gente me mar...
Un resto de cautela me contuvo á tiempo, y rectifiqué:
—Me fatiga.
—¿Sin gente? Dificilillo va á ser hoy... Mire V.—Y Pacheco señaló, extendiendo la mano.
Por la praderita verde, por las alturas peladas del cerro, por cuanta extensión de tierra registrábamos desde allí, bullía el mismo hormigueo de personas, igual confusión de colorines, balanceo de columpios, girar de tíos vivos y corros de baile.
—Hacia allá—murmuré—parece que hay un espacio libre...
Para llegar adonde yo indicaba, era preciso saltar un vallado, bastante alto por más señas. Pacheco lo salvó, y desde el lado opuesto me tendió los brazos. ¡Cosa más particular! Pegué el brinco con agilidad sorprendente. Ni notaba el peso de mi cuerpo; se había derogado para mí la ley de gravedad: creo que podría hacer volatines. Eso sí, la firmeza no estaba en proporción con la agilidad, porque si me empujan con un dedo, me caigo y boto como una pelota.
Atravesamos un barbecho, que fué una serie de saltos de surco á surco, y por senderos realmente solitarios fuimos á parar á la puerta de una casuca que se bañaba los piés en el Manzanares. ¡Ay, qué descanso! Verse uno allí casi solo, sin oir apenas el estrépito de la romería, con un fresquito delicioso venido de la superficie del agua, y con la media obscuridad ó al menos la luz tibia del sol que iba poniéndose... ¡Alabado sea Dios! Allá queda el tempestuoso Océano con sus olas bramadoras, sus espumarajos y sus arrecifes, y héteme al borde de una pacífica ensenada, donde el agua sólo tiene un rizado de onditas muy mansas que vienen á morir en la arena sin meterse con nadie...
¡Dale con el mar! ¡Mire V. que es fuerte cosa! ¿Si continuará aquello? ¿Si...?
A la puerta de la casuca asomó una mujer pobremente vestida y dos chiquillos harapientos, que muy obsequiosos me sacaron una silla. Sentóse Pacheco á mi lado sobre unos troncos. Noté bienestar inexplicable, y me puse á mirar cómo se acostaba el sol, todo ardoroso y sofocado, destellando sus últimos resplandores en el Manzanares. Es decir, en el Manzanares no: aquello se parecía extraordinariamente á la bahía viguesa. La casa también se había vuelto una lancha muy airosa que se mecía con movimiento insensible: Pacheco, sentado en la popa, oprimía contra el pecho la caña del timón, y yo, muellemente reclinada á su lado, apoyaba un codo en su rodilla, recostaba la cabeza en su hombro, cerraba los ojos para mejor gozar del soplo de la brisa marina que me abanicaba el semblante... ¡Ay madre mía, qué bien se va así!... De aquí al cielo...
Abrí los párpados... ¡Jesús, qué atrocidad! Estaba en la misma postura que he descrito, y Pacheco me sostenía en silencio y con exquisito cuidado, como á una criatura enferma, mientras me hacía aire, muy despacio, con mi propio pericón...
No tuve tiempo de reflexionar en situación tan rara. No me lo permitió el afán, la fatiga inexplicable que me entró de súbito. Era como si me tirasen del estómago y de las entrañas hacia afuera con un garfio para arrancármelas