Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

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Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan

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satisfecha. Además, en el fondo, no me desagradaba comer en un merendero. Tenía más carácter. Era más nuevo é imprevisto, y hasta menos clandestino y peligroso. ¿Qué riesgo hay en comer en un barracón abierto por todos lados donde está entrando y saliendo la gente? Es tan inocente como tomar un vaso de cerveza en un café al aire libre.

       Índice

      CONVENCIDOS ya de que no existía fonda ni sombra de ella, ó de que nosotros no acertábamos á descubrirla, miramos á nuestro alrededor, eligiendo el merendero menos indecente y de mejor trapío. Casi en lo alto del cerro campeaba uno bastante grande y aseado; no ostentaba ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos próximos, verbigracia:—«Refrescos de los que usava el Santo.»—«La mar en vevidas y comidas.»—«La Brillantez: callos y caracoles.»—A la entrada (que puerta no la tenía) hallábase de pié una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño: y no había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón á una inmensa tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas esteras tendidas sobre palos: dividíase en tres partes desiguales, la menor ocultando la hornilla y el fogón donde guisaban, la grande que formaba el comedor, la mediana que venía á ser una trastienda donde se lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería mejor no profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del merendero era de greda amarilla, la misma greda de todo el árido cerro: y una vieja, sucia y horrible, que frotaba con un estropajo las mesas, no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de aquel limpión inverosímil.

      Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera que tenía por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con su perrera pegada á la frente por grandes churretazos de goma y su puñal de níquel en el moño, acudió solícita á ver qué mandábamos: olfateaba parroquianos gordos, y acaso adivinaba ó presentía otra cosa, pues nos dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía á gritos la cara de la chica:—«Buen par están estos dos... ¿Qué manía les habrá dado de venir á arrullarse en el Santo? Para eso más les valía quedarse en su nido... que no les faltará, de seguro».—Yo, que leía semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una actitud reservada y digna, hablando á Pacheco como se habla á un amigo íntimo, pero amigo á secas; precaución que lejos de desorientar á la maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió para abrirle más los ojos. Nos dirigió la consabida pregunta:

      —¿Qué van á tomar?

      —¿Qué nos puede V. dar?—contestó Pacheco.—Diga V. lo que hay, resalada..., y la señora irá escogiendo.

      —Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?

      —Con toa formaliá.

      —Pues de primer plato... una tortillita... ó huevos revueltos.

      —Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?

      —¿Unas magritas de jamón? Sí.

      —¿Y chuletas?

      —De ternera, muy ricas.

      —¿Pescado?

      —Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo, sardinas...

      —¿Ostras no?

      —Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar. Lo general que piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas...

      —V. resolverá—indiqué volviéndome á Pacheco.

      —¿He de ser yo? Pues tráiganos de too eso que hemos dicho, niña bonita..., huevos, magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay! y lo primero de too se va V. á traer por los aires una boteya e mansaniya y unas cañitas... Y aseitunas.

      —Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de nada?

      —No: misté, azucena: nos sirve V. los huevos, luego el jamón, las sardinas, las chuletitas... De postre, si hay algún queso...

      —¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras, y rosquillas, y avellanas tostás...

      —Pues vamos á armorsá mejor que el Nuncio.

      Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo. Aquellas ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el apetito de par en par. Y aumentaba mi buena disposición de ánimo el encontrarme á cubierto del terrible sol.

      Verdad que estaba á cubierto lo mismo que el que sale al campo á las doce del día bajo un paraguas. El sol, si no podía ensañarse con nuestros cráneos, se filtraba por todas partes y nos envolvía en un baño abrasador. Por entre las esteras mal juntas del techo, al través de la lona, y sobre todo, por el abierto frente de la tienda, entraban á oleadas, á torrentes, no sólo la luz y el calor del astro, sino el ruido, el oleaje del humano mar, los gritos, las disputas, las canciones, las risotadas, los rasgueos y punteos de guitarra y vihuela, el infernal paso doble, el ¡Viva España! de los duros pianos mecánicos.

      Casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la mesa una botella rotulada Manzanilla superior, dos cañas del vidrio más basto y dos conchas con rajas de salchichón y aceitunas aliñás, se coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina, con ojos como carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón de lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar la cabeza de una criatura. La mujer se nos plantó delante, fija la mano izquierda en la cadera y accionando con la derecha: de qué modo se sostenía el chiquillo, es lo que no entiendo.

      —En er nombre e Dios, Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que donde va er nombre e Dios no va cosa mala. Una palabrita les voy á icir que lase á ostés mucha farta saberla...

      —¡Calle!—grité yo contentísima. ¡Una gitana que nos va á decir la buenaventura!

      —¿La mando que se largue? ¿La incomoda á V.?

      —¡Al contrario! Si me divierte lo que no es imaginable. Verá V. cuántos enredos va á echar por esa boca. Ea, la buenaventura pronto, que tengo una curiosidad inmensa de oirla.

      —Pué diñe osté la mano erecha, jermosa, y una moneíta de plata pa jaser la crú.

      Pacheco le alargó una peseta, y al mismo tiempo, habiendo descorchado la manzanilla y pedido otra caña, se la tendió llena de vino á la egipcia. Con este motivo armaron los dos un tiroteo de agudezas y bromas; bien se conocía que eran hijos de la misma tierra, y que ni á uno ni á otro se les atascaban las palabras en el gaznate, ni se les agotaba la labia aunque la derramasen á torrentes. Al fin la gitana se embocó el contenido de la cañita, y yo la imité, porque, con la sed, tentaba aquel vinillo claro. ¡Manzanilla superior! ¡A cualquier cosa llaman superior aquí! La manzanilla dichosa sabía á esparto, á piedra alumbre y á demonios coronados; pero como al fin era un líquido, y yo con el calor estaba para beberme el Manzanares entero, no resistí cuando Pacheco me escanció otra caña. Sólo que en vez de refrescarme, se me figuró que un rayo de sol, disuelto

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