Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

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Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan

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hijo de persona á quien estimaba mucho, y añadió que ahí donde lo veíamos, hecho un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino un calaverón de tomo y lomo, decente y caballero, sí, pero aventurero y gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no podía hacer bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para trastornar la cabeza á las mujeres. Y entonces el comandante (he notado que á todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se diga de otros que nos trastornan la cabeza) murmuró como hablando consigo mismo:

      —Buen ejemplar de raza española.

       Índice

      BIEN sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí á oir misa á San Pascual, por ser la festividad del Patrón de Madrid, iba yo con mi eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada inesperado y novelesco, y á quien me profetizase lo que sucedió después, creo que le llevo á los tribunales por embustero é insolente. Antes de entrar en la iglesia, como era temprano, me deslicé á dar un borde por la calle de Alcalá, y recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos ó tres de esos chulos de pantalón estrecho y chaquetilla corta que se están siempre plantados allí en la acera, me echaron una sarta de requiebros de lo más desatinado; verbigracia:—Ole, ¡viva la purificación de la canela! Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae V., hermosa! Soniche, ¡viva hasta el cura que bautiza á estas hembras con mansanilla é lo fino!—Trabajo me costó contener la risa al entreoir estos disparates; pero logré mantenerme seria y apreté el paso á fin de perder de vista á los ociosos.

      Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire más ligero, ni cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos olía á gloria, y los árboles parecía que estrenaban vestido nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y brincar como á los quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla no había sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancar ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón presidido por aquella buena señora de los leones... Nada menos que estas tonterías me estaba pidiendo el cuerpo á mí.

      Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio evaporada y distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando distinguí á un caballero, que parado al pié de corpulento plátano, arrojaba á los jardines un puro enterito, y se dirigía luego á saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, que me decía:

      —A los piés... ¿A dónde bueno tan de mañana y tan sola?

      —Calle... Pacheco... ¿Y V.? V. sí que de fijo no viene á misa.

      —¿Y V. qué sabe? ¿Por qué no he de venir á misa yo?

      Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy extraña, dado lo ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la víspera. Era sin duda que influía en ambos la transparencia y alegría de la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacción y dando carácter expansivo á nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos á los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro. En suma. Pacheco, que vestía un elegante terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no me pago solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome á los veinte con mi tío, que tenía lo menos cincuenta, y lo que es de gallardo...

      Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban á misa, pegó la hebra, y seguimos de palique, guareciéndonos á la sombra del plátano, porque el sol nos hacía guiñar los ojos más de lo justo.

      —¡Pero qué madrugadora!

      —¿Madrugadora porque oigo misa á las diez?

      —Sí señor: todo lo que no sea levantarse para almorsá...

      —Pues V. hoy madrugó otro tanto.

      —Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿No va V.?

      —No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.

      —¿Y á las carreras de caballos?

      —Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez. Ni entiendo aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido e el desfile.

      —Y entonces, ¿porqué no va á San Isidro?

      —¡A San Isidro! ¡Después de lo que nos predicó ayer mi paisano!

      —Buen caso hase V. de su paisano.

      —Y ¿creerá V. que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni siquiera he visto la ermita?

      —¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá V. muchísimo; ya sabe lo que opina la Duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco tampoco; verdá que soy forastero.

      —Y... ¿y los borrachos, y los navajazos y todo aquello de que habló D. Gabriel? ¿Será exageración suya?

      —¡Yo qué sé! ¡Qué más da!

      —Me hace gracia... ¿Dice V. que no importa? ¿Y si luego paso un susto?

      —¡Un susto yendo conmigo!

      —¿Con V.?—y solté la risa.

      —¡Conmigo, ya se sabe! No tiene V. por qué reirse, que soy mu buen compañero.

      Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me acompañase, sino de su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero, sin tocar en ordinario, como el de ciertos señoritos que parecen asistentes.

      Pacheco me dejó acabar de reir, y sin perder su seriedad, con mucha calma, me explicó lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria á primera hora, regresando á Madrid sobre las doce ó la una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos males me evitaría! La proposición, de repente, empezó á tentarme, recordando el dicho de la Sahagún:—«Vaya V. al Santo, que aquello es muy original y muy famoso.»—Y realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?, pensaba yo. Lo mismo se oía misa en la ermita del Santo que en las Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando conmigo á Pacheco; y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí á tales horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la sombra de una persona decente ¡en día de carreras y toros!, ¡á las diez de la mañana! La escapatoria no ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo que es yo...

      Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida. ¡Solemne ligereza! Aún no había articulado el , y ya discutíamos los medios de locomoción. Pacheco propuso, como más popular y típico,

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