Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan
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Читать онлайн книгу Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo Bazan страница 9
—Mire V., pagaría por estar á la sombra un ratito.
—¿En la cárcel por comprometeora? Llamaremos á la pareja y verasté que pronto.
Ahora que reflexiono á sangre fría, caigo en la cuenta de que era bastante raro y muy inconveniente que á los tres cuartos de hora de pasearnos juntos por San Isidro, nos hablásemos don Diego y yo con tanta broma y llaneza. Es posible, bien mirado, que mi paisano tenga razón; que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el cuerpo y el alma como un licor ó vino de los que más se suben á la cabeza, y rompan desde el primer momento la valla de reserva que trabajosamente levantamos las señoras un día y otro contra peligrosas osadías. De cualquier índole que fuese, yo sentía ya un principio de mareo cuando exclamé:
—En la cárcel estaría á gusto con tal que no hiciese sol... Me encuentro así... no sé cómo... parece que me desvanezco.
—Pero ¿se siente V. mala? ¿mala?—preguntó Pacheco seriamente, con vivo interés.
—Lo que se dice mala, no: es una fatiga, una sofocación... Se me nubla la vista.
Echóse Pacheco á reir y me dijo casi al oído:
—Lo que V. tiene ya lo adivino yo, sin necesidad de ser sahorí... V. tiene ni más ni menos que... gasusa.
—¿Eh?
—Debilidad, hablando pronto... ¡Y no es V. sola!.. yo hace rato que doy las boqueás de hambre. ¡Si debe de ser mediodía!
—Puede, puede que no se equivoque V. mucho. A estas horas suelen pasearse los ratoncitos por el estómago... Ya hemos visto el Santo; volvámonos á Madrid y podrá V. almorzar, si gusta acompañarme...
—No, señora... Si eso que V. discurre es un pueblo. Si lo que vamos á haser es almorsá en una fondita de aquí. ¡Que las hay...!
Se llevó los dedos apiñados á la boca y arrojó un beso al aire, para expresar la excelencia de las fondas de San Isidro.
Aturdida y todo como me encontraba, la idea me asustó; me pareció indecorosa y vi de una ojeada sus dificultades y riesgos. Pero al mismo tiempo, allá en lo íntimo del alma, aquellos escollos me la hacían deliciosa, apetecible, como es siempre lo vedado y lo desconocido. ¿Era Pacheco algún atrevido, capaz de faltarme si yo no le daba pié? No por cierto; y el no darle pié quedaba de mi cuenta. ¡Qué buen rato me perdía rehusando! ¿Qué diría Pardo de esta aventura si la supiese? Con no contársela... Mientras discurría así, en voz alta me negaba terminantemente... Nada, á Madrid de seguida.
Pacheco no cejó, y en vez de formalizarse, echó á broma mi negativa. Con mil zalamerías y agudezas, ceceando más que nunca, afirmó que espicharía de necesidad si tardase en almorzar arriba de veinte minutos.
—Que me pongo de rodillas aquí mismo...—exclamaba el muy truhán.—Ea, un sí de esa boquita... ¡Usted verá el gran almuerso del siglo! Fuera escrúpulos... ¿Se ha pensao V. que mañana voy yo á contárselo á la señá duquesa de Sahagún? A este probetico..., ¡una limosna de armuerso!.
Acabó por entrarme risa y tuve la flaqueza de decir:
—Pero... ¿y el coche que está aguardando allá abajo?
—En un minuto se le avisa... Que se procure cochera aquí... Y si no, que se vuelva á Madrid hasta la puesta del sol... Espere V., buscaré alguno que lleve el recao... No la he de dejar aquí solita pa que se la coma un lobo; eso sí que no.
Debió de oirlo un guindilla que andaba por allí ejerciendo sus funciones, y en tono tan reverente y servicial como bronco lo usaba para intimar á la gentuza que se desapartase, nos dijo con afable sonrisa:
—Yo aviso, si justan... ¿Dónde está ó coche? ¿Cómo le llaman al cochero?
—Este no es de mi tierra, ni nada. ¿De qué parte de Galicia?—pregunté al agente.
—Desviado de Lujo tres légoas, á la banda de Sarria, para servir á vusté—explicó él, y los ojos le brillaron de alegría al encontrarse con una paisana.—«¿Si éste me conocerá por conducto de la Diabla?»—pensé yo recelosa; pero mi temor sería infundado, pues el agente no añadió nada más. Para despacharle pronto, le expliqué:
—¿Ve aquella berlina con ruedas encarnadas..., cochero mozo, con patillas, librea verde? Allá abajo... Es la octava en la fila.
—Bien veo, bien.
—Pues va V.—ordenó Pacheco—y le dice que se largue á Madrí con viento fresco, y que por la tardesita vuerva y se plantifique en el mismo lugar. ¿Estamos, compadre?
Noté que mi acompañante extendía la mano y estrechaba con gran efusión la del guindilla; pero no sería esta distinción lo que tanto le alegró la cara á mi conterráneo, pues le vi cerrar la diestra deslizándola en el bolsillo del pantalón, y entreoí la fórmula gallega clásica:
—De hoy en cien años.
Libre ya del apéndice del carruaje, por instinto me apoyé más fuerte en el brazo de Don Diego, y él á su vez estrechó el mío como ratificando un contrato.
—Vamos poquito á poco subiendo al cerro... Animo y cogerse bien.
El sol campeaba en mitad del cielo, y vertía llamas y echaba chiribitas. El aire faltaba por completo; no se respiraba sino polvo arcilloso. Yo registraba el horizonte tratando de descubrir la prometida fonda, que siempre sería un techo, preservativo contra aquel calor del Senegal. Mas no se veía rastro de edificio grande en toda la extensión del cerro, ni antes ni después. Las únicas murallas blancas que distinguí á mi derecha eran las tapias de la Sacramental, á cuyo amparo descansaban los muertos sin enterarse de las locuras que del otro lado cometíamos los vivos. Amenacé á Pacheco con el palo de la sombrilla:
—¿Y esa fonda? ¿Se puede saber hasta qué hora vamos á andar buscándola?
—¿Fonda?—saltó Pacheco como si le sorprendiese mucho mi pregunta.—¿Dijo V. fonda? El caso es... Mardito si sé á qué lado cae.
—¡Hombre..., pues de veras que tiene gracia! ¿No aseguraba V. que había fondas preciosas, magníficas? ¡Y me trae V. con tanta flema á asarme por estos vericuetos! Al menos entérese... Pregunte á cualquiera, ¡al primero que pase!
—¡Oigasté... cristiano!
Volvióse un chulo de pelo alisado en peteneras, manos en los bolsillos de la chaquetilla, hocico puntiagudo, gorra alta de seda, estrecho pantalón y viciosa y pálida faz; el tipo perfecto del rata, de esos mocitos que se echa uno á temblar al verlos, recelando que hasta el modo de andar le timen.
—¿Hay por aquí alguna fonda, compañero?—interrogó Pacheco alargándole un buen puro.
—Se estima... Como haber fondas, hay fondas: misté por ahí too alredor, que fondas son; pero tocante á fonda, vamos, según se ice, de comías finas, pala gente é aquel, me pienso que no hallarán ustés conveniencia; digo, esto me lo pienso yo; ustés verán.
—No hay más que merenderos, está