Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

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Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan

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       Índice

      HAY que tomarlo desde algo atrás y contar lo que pasó, ó por mejor decir, lo que se charló anteayer en la tertulia semanal de la duquesa de Sahagún, á la cual soy asidua concurrente. También la frecuenta mi paisano el comandante de artillería Don Gabriel Pardo de la Lage, cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón, y sobre todo muy estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas, que á veces sostiene con gran calor y terquedad, si bien las más noches le da por acoquinarse y callar ó jugar al tresillo, sin importársele de lo que pasa en nuestro corro. No obstante, desde que yo soy obligada todos los miércoles, notan que Don Gabriel se acerca más al círculo de las señoras y gusta de armar pendencia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien asegura que no le parezco saco de paja á mi paisano, aun cuando otros afirman que está enamorado de una prima ó sobrina suya, acerca de quien se refieren no sé que historias raras. En fin, el caso es que disputando y peleándonos siempre, no hacemos malas migas el comandante y yo. ¡Qué malas migas! A cada polémica que armamos, parece aumentar nuestra simpatía, como si sus mismas genialidades morales (no sé darles otro nombre) me fuesen cayendo en gracia y pareciéndome indicio de cierta bondad interior... Ello va mal expresado..., pero yo me entiendo.

      Pues anteayer (para venir al asunto) estuvo el comandante desde los primeros momentos muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reir con sus manías. Le sopló la ventolera de sostener una vulgaridad: que España es un país tan salvaje como el Africa central, que todos tenemos sangre africana, beduina, árabe ó qué sé yo, y que todas esas músicas de ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad política y periódicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cual están siempre despegándose, mientras lo verdaderamente nacional y genuino, la barbarie subsiste, prometiendo durar por los siglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es de suponer. Lo primero que le repliqué fué compararlo á los franceses, que creen que sólo servimos para bailar el bolero y repicar las castañuelas; y añadí que la gente bien educada era igual, idéntica, en todos los países del mundo.

      —Pues mire V., eso empiezo por negarlo—saltó Pardo con grandísima fogosidad.—De los Pirineos acá, todos, sin excepción, somos salvajes, lo mismo las personas finas que los tíos; lo que pasa es que nosotros lo disimulamos un poquillo más, por vergüenza, por convención social, por conveniencia propia; pero que nos pongan el plano inclinado, y ya resbalaremos. El primer rayito de sol de España—este sol con que tanto nos muelen los extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquí llueve lo propio que en París, que ese es el chiste...

      Le interrumpí:

      —Hombre, sólo falta que también niegue V. el sol.

      —No lo niego, ¡qué he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien en invierno, de miedo á las pulmonías, en verano lo tienen Vds. convirtiendo á Madrid en sartén ó caldera infernal, donde nos achicharramos todos... Y claro, no bien asoma, produce una fiebre y una excitación endiabladas... Se nos sube á la cabeza, y entonces es cuando se nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general.

      —Vamos, ya pareció aquello. V. lo dice por las corridas de toros.

      En efecto, á Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus principales y frecuentes asuntos de sermón. En tomando la ampolleta sobre los toros, hay que oirle poner como digan dueñas á los partidarios de tal espectáculo, que él considera tan pecaminoso como el Padre Urdax, los bailes de Piñata y las representaciones del Demi-monde y Divorciémonos. Sale á relucir aquello de las tres fieras, toro, torero y público; la primera, que se deja matar porque no tiene más remedio; la segunda, que cobra por matar; la tercera, que paga para que maten, de modo que viene á resultar la más feroz de las tres; y también aquello de la suerte de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones del Papa contra los católicos que asisten á corridas, y de los perjuicios á la agricultura... Lo que es la cuenta de perjuicios la saca de un modo imponente. Hasta viene á resultar que por culpa de los toros hay déficit en la Hacienda y hemos tenido las dos guerras civiles... (Verdad que esto lo soltó en un instante de acaloramiento, y como vió la greguería y la chacota que armamos, medio se desdijo.) Por todo lo cual, yo pensé que al nombrar ferocidad y barbarie vendrían los toros detrás. No era eso. Pardo contestó:

      —Dejemos á un lado los toros, aunque bien revelan el influjo barbarizante ó barbarizador (como Vds. gusten) del sol, ya que es axiomático que sin sol no hay corrida buena. Pero prescindamos de ellos; no quiero que digan Vds. que ya es manía en mí la de sacar á relucir la gente cornúpeta. Tomemos cualquier otra manifestación bien genuina de la vida nacional... algo muy español y muy característico... ¿No estamos en tiempo de ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No va la gente estos días á solazarse por la pradera y el cerro?

      —Bueno; ¿y qué? ¿También criticará V. las ferias y el Santo? Este señor no perdona ni á la corte celestial.

      —Bonito está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la que sus devotos le ofrecen. Si San Isidro la ve, él que era un honrado y pacífico agricultor, convierte en piedras los garbanzos tostados y desde el cielo descalabra á sus admiradores. Aquello es un aquelarre, una zahurda de Plutón. Los instintos españoles más típicos corren allí desbocados, luciendo su belleza. Borracheras, pendencias, navajazos, gula, libertinaje grosero, blasfemias, robos, desacatos y bestialidades de toda calaña... Gracioso tableau, señoras mías... Eso es el pueblo español cuando le dan suelta. Lo mismito que los potros al salir á la dehesa, que su felicidad consiste en hartarse de relinchos y coces.

      —Si me habla V. de la gente ordinaria...

      —No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el instinto vive allá en el fondo del alma; el problema es de ocasión y lugar, de poder ó no sacudir ciertos miramientos que la educación impone: cosa externa, cáscara y nada más.

      —¡Qué teorías, Dios misericordioso! ¿Ni siquiera admite V. excepciones á favor de las señoras? ¿Somos salvajes también?

      —También, y acaso más que los hombres, que al fin Vds. se educan menos y peor... No se dé V. por resentida, amiga Asís. Concederé que V. sea la menor cantidad de salvaje posible, porque al fin nuestra tierra es la porción más apacible y sensata de España.

      Aquí la Duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el principio de la disputa estaba entretenida dando conversación á un tertuliano nuevo, muchacho andaluz, de buena presencia, hijo de un antiguo amigo del Duque, el cual, según me dijeron, era un rico hacendado residente en Cádiz. La Duquesa no admite presentados, y sólo por circunstancias así pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, á las relaciones ya antiguas las agasaja muchísimo, y es tan consecuente y cariñosa en el trato, que todos se hacen lenguas alabando su perseverancia; virtud que, según he notado, abunda en la corte más de lo que se cree. Advertía yo que, sin dejar de atender al forastero, la Duquesa aplicaba el oído á nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en ella; la proporción le vino rodada para hacerlo, metiendo en danza al gaditano.

      —Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos toca á los andaluces. Estos galleguitos siempre arriman el ascua á su sardina. ¡Más aprovechados son! De salvajes nos ha puesto, así como quien no quiere la cosa.

      —¡Oh Duquesa, Duquesa, Duquesa!—respondió Pardo con mucha guasa.—¡Darse por aludida V., V. que es una señora tan inteligente, protectora de las bellas artes! ¡Usted que entiende de pucheros mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted que posee colecciones mineralógicas que dejan con la boca

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