Insolación y Morriña (Dos historias amorosas). Emilia Pardo Bazan

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Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - Emilia Pardo  Bazan

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de la excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar el devocionario, cambiar mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que concertamos estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A la distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez.

      —¿Dice V. que el coche cierra en el Caballero de Gracia?

      —Sí, á la izquierda... un gran portalón...

      Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que necesitaba hacer muchas más cosas de las que le había confesado á Pacheco; pero, ¡vaya V. á enterar á un hombre!... Arreglarme el pelo, darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas nuevas que me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un sachet de raso que huele á iris (el único perfume que no me levanta dolor de cabeza). Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí persona de cumplido; íbamos á pasar algunas horas juntos y observándonos muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de mi ropa ó mi persona le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le sucedería lo propio.

      Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí á escape, llamé con furia y me arrojé en el tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme frente al espejo.—«Angela, el sombrero negro de paja con cinta escocesa... Angela, el antuca á cuadritos... las botas bronceadas...»

      Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí? Pues con las ganas de saber te quedas, hija... La curiosidad es muy buena para la ropa blanca.» Pero no se le coció á la chica el pan en el cuerpo, y me soltó la píldora.

      —¿La señorita almuerza en casa?

      Para desorientarla respondí:

      —Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo de doce y media á una... Si á la una no vengo, almorzad vosotros... pero reservándome siempre una chuleta y una taza de caldo... y mi té con leche, y mis tostadas.

      Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del sombrero, reparé en un precioso cacharro azul, lleno de heliotropos, gardenias y claveles, que estaba sobre la chimenea.

      —¿Quién ha mandado eso?

      —El señor comandante Pardo... el señorito Gabriel.

      —¿Por qué no me lo enseñabas?

      —Vino la señorita tan aprisa... Ni me dió tiempo.

      No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí una gardenia y un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el velo con un alfiler, tomé un casaquín ligero de paño, mandé á Angela que me estirase la enagua y volante, y me asomé á ver si por milagro había llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero á los diez minutos desembocaba á la entrada de la calle. Entonces salí á la antesala, andando despacio, para que la Diabla no acabase de escamarse; me contuve hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera, me precipité, llegando al portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.

      —¡Qué listo anduvo el cochero!—le dije.

      —El cochero y un servidor de V., señora—contestó el gaditano, teniendo la portezuela para que yo subiese.—Con estas manos he ayudao á echar las guarniciones, y hasta se me figura que á lavar las ruedas.

      Salté en la berlina, quedándome á la derecha, y Pacheco entró por la portezuela contraria, á fin de no molestarme y con ademán de profundo respeto... ¡Valiente hipócrita está él! Nos miramos indecisos por espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante me preguntó en voz sumisa:

      —¿Doy orden de ir camino de la pradera?

      —Sí, sí... Dígaselo V. por el vidrio.

      Sacó fuera la cabeza y gritó:—«¡Al Santo!»—La berlina arrancó inmediatamente, y entre el primer retemblido de los cristales exclamó Pacheco:

      —Veo que se ha prevenío V. contra el calor y el sol... Todo hace falta.

      Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de sorprendente) algo cohibida por la novedad de la situación. No se desalentó el gaditano.

      —Lleva V. ahí unas flores preciosas... ¿No sobraba para mí ninguna? ¿Ni siquiera una rosita de á ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?

      —Vamos—murmuré—que no es V. poco pedigüeño... Tome V., para que se calle.

      Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y zalemas.

      —Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, ó con media hoja que V. le arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo lucirla... No se me va á sujetar en el ojal... A ver si V. consigue, con esos deditos...

      —Vamos, que V. no pedía tanto, pero quiere que se la prenda ¿eh? Vuélvase V. un poco, voy á afianzársela.

      Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y tomando de mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor á pomada me subía al cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo de mi acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempló de un modo expresivo é interrogador. En aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir á la feria; pero ya...

      Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la Cebada á la calle de Toledo. Una marea de gente, que también descendía hacia la pradera, rodeaba el coche y le impedía á veces rodar. Entre la multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines de algún bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las chulas se volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la berlina. Pacheco sacó la cabeza y le dijo á una no sé qué.

      —Nos toman por novios—advirtió dirigiéndose á mí.—No se ponga V. más colorada: es lo que le faltaba para acabar de estar linda—añadió medio entre dientes.

      Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del pintoresco aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus puestos ambulantes de quincalla, sus anticuadas tiendas y sus paradores que se conservan lo mismito que en tiempo de Carlos IV. Noté que Pacheco se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar las curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos puestos en mí con disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una fisonomía desconocida para leer en ella los pensamientos de la dueña. Yo también, á hurtadillas, procuraba enterarme de los más mínimos ápices de la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de razas que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol, casaban mal aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.

      —¿Es V. hijo de inglesa?—le pregunté al fin.—Me han contado que en la costa del Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al revés.

      —Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy español de pura sangre.

      Le volví á mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba haber oído á algún sabio de los que suele convidar á comer la Sahagún cuando no tiene otra cosa en que entretenerse, que es una vulgaridad figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que al contrario el tipo rubio abunda

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