Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos. Emilia Pardo Bazan

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - Emilia Pardo Bazan страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - Emilia Pardo  Bazan

Скачать книгу

su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, á medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas á palo seco en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de Diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado á una argolla de hierro, á la puerta de la conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpican las orillas de la carretera de Marineda á Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra ó de un estercolero, ó siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó á la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó á la pared, le amarró á la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.

      Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban á los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba á caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó á su lado, con profunda sorpresa, á otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi—ho!» flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido á roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto le dejó libre. Echó á andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino fácil, seco, llano, lindo. A derecha é izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo á saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando á saco, descuidado, libre, se entregó á la hierba jugosa; desde lejos podía oírse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió á su talante en los manantiales; atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura le convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza empezaba á despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían á gloria; todo incitaba á un revuelco deleitable, y ¡zás! el Peludo se dejó caer y se puso á nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emanuel...» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi—ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento á Jesús en el establo... y el que llevó á Egipto á María la Nazarena...»

      A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vió á su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas.—Rompióse la cuerda—observó el tabernero.—No le dé patadas—agregó—que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto.—Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada.—Para lo que servía...—gruñó.—Ya ni podía conmigo...

       Índice

      ———

      El matrimonio vió al fin cumplidos sus deseos: la niña vino al mundo un 24 de Diciembre, circunstancia que pareció señal del favor divino; pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y la rodearon de cuanto mimo pueden ofrecer á su único retoño dos esposos ya maduros, muy ricos, y que sólo pedían á la suerte una criatura á quien transmitir fortuna y nombre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, y hasta el ambiente se hizo tibio y perfumado, para acariciar el tierno rostro de la recién nacida...

      Todos hemos narrado alguna vez la triste historia de la niña pobre y desamparada, que harapienta y arrecida, con el vértigo del hambre y la angustia del abandono, vaga por las calles implorando caridad, hasta que cae rendida y la nieve la envuelve en blanco sudario. El grito de la miseria, el clamor del vientre vacío, es penetrante y humano... pero también sufre el rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil consuelo que se reparte con un puñado de monedas, no hallan alivio sino en la misericordia de Dios... El que compare á la chiquilla sin pan ni hogar con la chiquilla envuelta en algodones y harta de goces y juguetes; á la que jamás recibió un beso con la que agasaja en su seno una madre idólatra,—se indignará contra la injusticia social y apelará de ella á la justicia infalible.

      Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano escuálida de la mendiga, y penetrad después en la morada de la familia de Jesusa. El contraste, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier chirimbolo de los que decoran el gabinete, cualquier fruslería de rubia concha y cincelada plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del tocador, vale más de lo que costaría dar un año entero pan, luz y abrigo á la infeliz que tirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, de pie contra una cancilla menos dura que algunos corazones.

      Pasad el umbral de la alcoba tapizada de seda: acercáos á la camita virginal, esmaltada de blanco y oro, y contemplad la cabeza que descansa sobre la batista... Ved ese rostro transparente como alabastro, esos ojos de violeta, tan infinitamente melancólicos. Si pudiéseis alzar la sábana sin ofender el pudor de la niña—que ha cumplido sus once años ya,—se ofrecería á vuestra vista algo sin nombre ni forma, uno de esos cuadros que sobrecogen: una especie de insecto mísero: piernas como hilos retorcidos, manos que semejan contraídas por la acción del fuego, doble gibosidad en el pecho y la espalda, flacura de carnes secas y consumidas por el padecimiento. ¡Y si la enfermedad se contentase con haberla desfigurado! Pero son tan incesantes sus torturas, tan variadas, tan horribles, que hay horas negras en que el padre susurra al oído de la madre, en voz opaca:

      —¡No sería mejor despedir á tanto médico... suprimir tanto remedio... no agobiarla... dejarla que!...

      Y la madre responde con acento en que tiemblan irrestañables lágrimas:

      —No, no... Mientras hay vida...

      En el martirizado cuerpo, la inteligencia vela, despierta desde muy temprano. A los seis años, Jesusa decía de esas frases que cortan el alma. Las tempranas intuiciones, las precocidades, si en el niño sano regocijan, en el enfermo afligen con aflicción honda, como es hondo el abismo del humano dolor.

      —Mamá, ¿soy yo mala?—gemía la inocente.—No, eres muy buena, muy buena.—Entonces, ¿por qué me castiga Dios?—No es castigo...—sollozaba la madre.—Es que después, cuando te mejores, has de disfrutar mucho... y es que ahora, si es verdad que estás malita, también tienes más cosas bonitas que las otras niñas, más muñecas, más juguetes, más flores, unas cajas preciosas...—Callaba la enferma un minuto, cerrando sus pupilas de marchita violeta, y las abría luego para exclamar:—Pues dales todo eso á

Скачать книгу