Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos. Emilia Pardo Bazan
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - Emilia Pardo Bazan страница 7
—Hoy ha sido la última vez: palabra de honor—respondí adelantándome á su ruego.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
No sé si me creeréis, pero no he jugado más desde aquella Nochebuena. Al principio se me crispaban los dedos y la cabeza se me desvanecía con el ansia de volver á probar las amargas delicias del juego; después, poco á poco, vino la calma: el olvido ¡nunca! Negocié, labré una fortuna, y aprendí que puedo usar de ella, pero no abusar. Sé que soy depositario. El dueño está arriba.
DE NAVIDAD
———
Este cuento pasa en el siglo XVI, en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosle á la ciudad, si queréis, Montenero, y á su tirano Orso Amadei.
Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio á pintores y poetas y recibía en su cámara privada á los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.
Cuando á Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él—¡horrible sacrilegio!—de la misma hostia, le sentaba á su mesa... y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumante la boca, volvía á caer retorciéndose... mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas.
Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba á palos, ó los dejaba consumirse de hambre en un calabozo.
Orso era viudo dos veces: á su primera mujer la había despachado de una puñalada, por celos; á la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Esta no había dejado hijos: la segunda sí, una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía, para continuar la maldita familia de Amadei.
Discurría ya su padre el Príncipe con quien desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba tomar el velo. Orso se desesperó, porque, á su manera, adoraba á aquel último retoño de su raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, á quien el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Sena.
La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de la hija del tirano, aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya pagano, renovó las duras penitencias de edades más fervorosas.
Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama dos quilmas sin paja; su ropa interior un burdo tejido de Cilicia, que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba á orar, en las noches de Enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se confundían en su boca.
Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas,—y sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde á cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.
Como Catalina de Sena, más de una vez se vió asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada á la cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció su victoria en la paz que descendía á su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron á los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.
Llegó la Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena, acompañada de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles.
Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos y lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vió á un precioso Niño; una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y á quien la monja recibió enajenada en ellos.
—Esta noche—dijo el Niño amorosamente—he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde tantas veces me has invocado.
Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí; el favor era extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño.
—Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del alma... concédeme lo que voy á pedirte. ¡Ah! Es cosa grande y difícil,—pero si tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de mis sufrimientos... y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado... El corazón de mi padre, Orso Amadei.
Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza.
—¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo los espinos, los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan á mi cuello las víboras y cómo trepan por mis piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche mi establo de Belén será el corazón de fiera de tu padre!
Al oir la promesa del Niño, Lucía experimentó tan subido gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se vió el huerto amortajado en nieve.
A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas hiciesen volar las horas y en que la presencia de las damas, incitando á la galantería, contuviese á la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas, á que sólo asistían sus capitanes semi-bandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa.
Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio á los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso,