Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos. Emilia Pardo Bazan
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Читать онлайн книгу Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - Emilia Pardo Bazan страница 8
Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano, apartó los rizos de oro... y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente, sonrojada de vergüenza.
—Soltad á esa mujer—gritó Orso.—Que la acompañen á su casa con el mayor respeto. Que nadie la haga daño... ¡Ay del que toque á un cabello de su cabeza! Que se la trate como á mi persona...
Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo de hambre fué traído á la sala del banquete. Solían divertirse en sacar de su mazmorra á uno de éstos, á quienes desde días antes privaban de alimento; sentarle á la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y, cuando iba á engullirlo sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera de los hachones que alumbraban la orgía.
El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió un plato de asado, humeante, y una copa de Lácrima; mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos, que le fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir, la boca que le daba gracias, eran la boca y los ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.
—Que suelten á éste—mandó Orso.—Antes dadle bien de comer, cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino á discreción... Que se le trate como á mi persona... ¿lo oís? ¡como á mi persona!
Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos:—«Piedad, gran señor—exclamaba,—piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, á quien aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.»—Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba á atravesar la garganta del pequeño... pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía, cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez.—Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el pecho empezó á acusarse en voz alta de sus pecados; porque Jesús, fiel á su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el abismo infernal...
A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su hija había espirado á las doce en punto de la noche.
El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las calles de la ciudad pidiendo perdón á los habitantes y, apoyado en un bastón, se alejó lentamente. Nunca se volvió á saber de él. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño!
JESÚS EN LA TIERRA
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Voy á contaros un cuento de la gran Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de recorrer todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente de recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento es algo sombrío, atribuidlo á la fatiga y á las muchas desventuras del que me narró esta especie de sueño.
La noche de Navidad de uno de estos últimos años, habéis de saber que nuestro Señor Jesucristo en persona quiso bajar á la tierra y recorrerla, porque, como nadie ignora si ha leído el texto santo, las delicias de Jesús son morar entre los hijos de los hombres.
Dejó, pues, su trono y su asiento á la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de su aspecto bajo forma que no deslumbrase á los ojos mortales y que á veces ni aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso de encontrar piedad, amor y fraternal regocijo. La naturaleza parece asociarse á la solemnidad del día: en el firmamento, claro como una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de esmeralda pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla empaña la magnificencia de la hora nocturna.—En el polo, cuando se apoya sobre la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese súbitamente, como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos abrasadores, purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los enormes témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa á Jesús la magia del espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones; le atraen los fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en las rocas insensibles y en las heladas estepas.—Y pasa adelante.
El primer lugar donde encuentra hombres, es una llanura árida, el fondo de un valle que altas montañas limitan y coronan. Hombres, sí, cubren el suelo, apretados como la mies cuando la tumba la guadaña del segador; pero hombres inmóviles, yertos, crispados, en posiciones violentas; y en sus rostros lívidos vueltos hacia el cielo resplandeciente de dulce claridad estelar, en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresión de rabia ó de espanto persiste, á despecho de la muerte... Porque son cadáveres los que cubren la llanura, y la llanura es un campo de batalla.—Jesús, pensativo, los contempla breves instantes. En los pechos abiertos, las heridas bermejas parecen bocas; en las frentes destrozadas, los negros coágulos de sangre mariposas fúnebres, de esa horrible especie llamada Atropos, que lleva sobre el corselete la figura de una calavera. Algunos de los hombres que yacen en la llanura respiran todavía: prestando oído, se percibe su ronco estertor agónico. Una mujer anciana, deshecha en llanto, amparando con la mano trémula lucecilla, cruza inclinándose para ver los rostros: busca tal vez á su hijo entre los muertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateando la carnicería y huyendo enloquecido...—Y Jesús sigue, se aleja.
Entra en una ciudad populosa. Por las calles circula gente alborozada, gozando la deliciosa templanza de una noche tan apacible como las primaverales. Voces vinosas entonan cantos desafinados; las guitarras acompañan con su rasgueo procaz coplas equívocas; las panderetas repican insensatamente, y discordes sonidos de rabeles, zambombas, chicharras, carracas de metal, se enzarzan en el aire cual brujas volando al sábado. La multitud, desparramándose por las calles, se arremolina ante los cafés atestados, sofocantes de calor; á veces un grupo se cuela por la puerta de alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos, algazara, blasfemias y vaho de aguardiente.
Ante una de estas innobles guaridas se para el Nazareno. Ve allá en el fondo un grupo alrededor de una mesa: dos hombres y una mujer. Ella da cuerda á entrambos; los provoca, los enreda; ellos beben copa tras copa, y disputan. El uno arroja un vaso á la cara del otro: el vaso se hace pedazos, el hombre se incorpora chorreando heces de vino mezcladas con sangre. Los demás bebedores intervienen, amonestan al sano, aplacan al herido, le enjugan la faz, bromean, obligan á los adversarios á reconciliarse, les incitan á que se abracen riendo; el sano tiende los brazos, con cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el bolsillo la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja, y cae un hombre con el pulmón partido.
Jesús se desvía, sigue andando, y ve un portal grandioso, iluminado, sostenido en columnas de rojo mármol con capiteles de bronce. Sube la escalera, que reviste densa alfombra y decoran nobles tapices de batallas y cacerías, y penetra en una antecámara de vastas proporciones, donde hacen la guardia criados de calzón corto y armaduras ecuestres auténticas. La antecámara da acceso á un saloncito sin muebles, alumbrado por centenares de globos eléctricos, y en el fondo del saloncito, bajo celajes de tul fino batidos como espuma,