Prosa Dispersa. Rubén Darío

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Prosa Dispersa - Rubén Darío

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empereurs, rois, prêtres dans la fournaise,

      Avec la danse autour de la grande commune.

      L'étudiant et sa guitare et sa fortune

      À travers les décors d'une Espagne mauvaise

      Mais blanche, de pieds nains et noire d'yeux de braise,

      Héroïque au soleil et folle sans la lune.

      Néoptolème, âme charmante et chaste tête,

      Dont je serais en même temps le Philoctète

      Au cœur ulcéré plus encore que la blessure,

      Et pour un conseil froid et bon parfois l'Ulysse:

      Artiste pur, poète où la gloire s'assure,

      Cher aux lettres, cher aux femmes, Charles Morice.

      A los pocos instantes, vibrando aún los versos de Paul Verlaine, Charles Morice saboreaba también su grog, y, a propósito de un Walt Whitman que encontró en mi mesa, discurría sobre literatura yanqui.

      No es ya el autor de la Littérature de tout à l'heure el mismo del soneto de su amigo y maestro, ni siquiera el pintado por Emile Coursange. «La cabeza es adelgazada, bien puesta sobre el cuello flexible y delicado—la barba ligera, obscura, realza la palidez del rostro y atenúa la sequedad de los contornos; la frente elevada, apenas agrandada, que encuadra una cabellera fina y rara, está alzada con brutalidad—; la nariz altiva, aguileña, enérgica—la boca fina y sensual, acentuada por un bigote felino—, el mentón que se adivina bajo la barba, a la vez autoritario y campechano, completan esta fisonomía tan compleja, tan contradictoria del poeta, donde la cabeza, donde las pasiones, parecen en lucha perpetua con el alma; pero la sostienen, la avivan.» Esas palabras fueron escritas tres años antes: 1889. Hoy, Charles Morice parece gastado, quizás minado por una dolencia.

      Es, entre la juventud literaria, uno de los maestros. Fué uno de los fundadores del simbolismo, después se separó del cenáculo. Ninguno de sus antiguos compañeros, a excepción de Barrés y Paul Adam, ha escrito obra más seria y trascendental que el autor de Littérature de tout à l'heure.

      Cuando se trató en Francia de la elección académica para el sillón de Leconte de L'Isle, Charles Morice habló en nombre de la juventud.

      Sus palabras fueron las que los lectores de La Nación verán en seguida.

      «Algunas gentes se forman voluntariamente de cualquiera que atrae y retiene las miradas de los hombres, la idea de un alto funcionario. Para esos bodoques ante cuyos ojos el mundo aparece como una vasta administración, la gloria es un puesto, el genio una función: al morir el titular se abre una sucesión.

      —¿Quién va a suceder a Leconte de L'Isle?—preguntan esas gentes.

      Y no es en el sillón académico o en la biblioteca del Senado en lo que piensan. Ingenuamente se persuaden de que Leconte de L'Isle ocupaba el puesto y ejercía la función de primer poeta de Francia. ¿Quién es hoy el mejor designado para sucederle en su función y en su puesto?

      Esta opinión del vulgo, aunque lleva por casualidad algo de verdad en la especie, es profundamente errónea. Napoleón decía que las mujeres no tienen rango: los poetas no lo tienen tampoco. Ninguno es el primero. Desde que se es en Arte, se es solamente, puesto que en el dominio del espíritu público ser consiste en expresarse, ¡y como ninguna alma es igual a otra! No se es poeta o artista sino bajo la condición de mostrar a la luz los matices espirituales por los cuales se distingue esencialmente, tanto de la multitud de los pequeños como de la débil minoría de los grandes: por eso, como lo ha muy bien observado M. Paul Bourget, se llega a ser el representante y el jefe de toda una categoría humana, más o menos numerosa, según la naturaleza del pensamiento o del sentimiento a que se da una forma definitiva.

      Así, pues, si Víctor Hugo ha llegado a convencer a la muchedumbre de que él era el primer poeta de su tiempo es, desde luego, porque afirmándose en los sentimientos e ideas más generales, se aseguró una vasta clientela y, después, porque a sus virtudes líricas agregaba los méritos de un extraordinario reclamier. Otros han contado la habilidad que desplegó para fundar y desenvolver su gloria, y el hecho es que en muy poco tiempo llegó al puesto—ilusorio, pero brillante—que él se había señalado como mira.

      Parece—como lo es, en efecto—inútil distribuir premios a Hugo, a Lamartine, a Vigny, a Musset, a Gautier, a Baudelaire... Cada uno de ellos es el rey de un dominio que no comparte con nadie.

      Si el emperador de la Rusia posee más territorios que el rey de Dinamarca, ninguno es menos majestad que el otro.

      Agreguemos que los poetas poco leídos, dado que sean muy realmente poetas, no tienen nada que envidiar a los más populares, si éstos lo han llegado a ser pronto. El consenso universal inmediato no tiene valor en arte, no porque el ideal no sea en efecto seducir al mismo tiempo a l'élite más severa, y a la muchedumbre más contentadiza. Pero es, ante todo, lo escogido lo que le conviene tener consigo; y se ha visto raramente que su opinión concuerde con la de la mayoría. Al contrario, los escogidos concluyen siempre, a más o menos largo plazo, por arrastrar a la muchedumbre. ¡Peor para aquéllos a quienes ésta aclama sin consultar mejores pareceres! Como ella se da sin pena alguna, cambia del mismo modo, en tanto que el elegido de los difíciles puede contar con su fidelidad, sus partidarios son tanto más entusiastas cuanto más raros son: su fe artística tiene todo el valor de una verdad que ellos están prestos a demostrar.

      Baour Lormiari, a quien sus semejantes prodigaron los títulos más lisonjeros, anduvo desacertado en creerse príncipe de un vasto imperio poético, en tanto que la Kamchatka de Baudelaire se anexa sin cesar nuevas provincias.

      En la ciencia ello es de diferente manera.

      En poesía es el tono, la cualidad, la esencia del alma del creador, lo que importa ante todo.

      Si un poeta no ha dejado sino diez versos perfectos, cada uno de esos diez versos es tan bello, tan inmortal como cada uno de los mil versos perfectos que haya dejado otro poeta. Este habrá sido más a menudo, pero no más poeta que aquél.

      Un sabio puede ser más sabio que otro.

      Una vez alcanzada la elevación bajo la cual se quedan los trabajadores de la obra, los industriales y los imitadores, es permitido adicionar y comparar los elementos de conocimiento y los resultados adquiridos. Un descubrimiento puede tener más importancia que otro.

      Un sabio puede ser el primer sabio de su época.

      No pretendo deducir de allí que la ciencia sea inferior a la poesía. Además, que eso sería aun una distribución de premios que nadie tiene derecho de hacer, aunque muchos lo hayan intentado; esas como especulaciones insubstanciales no sirven de nada.

      Pienso solamente, y repito, que no hay primero en poesía.»

      Decía, pues, que el error popular, a este respecto, presta a las circunstancias, a la personalidad de Leconte de L'Isle, algo de verdad.

      La

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