Tres novelas ejemplares y un prólogo. Miguel de Unamuno
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Don Pedro.—¡Pobre chico! Cómo se ve que sufre...
Doña Marta.—Y no es para menos, Pedro, no es para menos...
Don Pedro.—Nuestra Tomasa, ¿te recuerdas?, hablaría de un bebedizo...
Doña Marta.—Sí, tenía gracia lo del bebedizo... Si la pobre se hubiese mirado a un espejo...
Don Pedro.—Y si hubiese visto cómo le habían dejado sus nueve partos y el tener que trabajar tan duro... Y si hubiese sido capaz de ver bien a la otra...
Doña Marta.—Así sois los hombres... Unos puercos todos...
Don Pedro.—¿Todos?
Doña Marta.—Perdona, Pedro, ¡tú... no! Tú...
Don Pedro.—Pero, después de todo, se comprende el bebedizo de la viudita esa...
Doña Marta.—Ah, picarón, con que...
Don Pedro.—Tengo ojos en la cara, Marta, y los ojos siempre son jóvenes...
Doña Marta.—Más que nosotros...
Don Pedro.—¿Y qué será de este chico ahora?
Doña Marta.—Dejémosle venir, Pedro... Porque yo le veo venir...
Don Pedro.—¡Y yo! ¿Y ella?
Doña Marta.—A ella ya iré preparándole yo por si acaso...
Don Pedro.—Y esa relación...
Doña Marta.—¿Pero no ves, hombre de Dios, que lo que busca es romperla? ¿No lo conoces?
Don Pedro.—Sin duda. Pero esa ruptura tendrá que costarle algún sacrificio...
Doña Marta.—Y aunque así sea... Tiene mucho, mucho, y aunque sacrifique algo...
Don Pedro.—Es verdad...
Doña Marta.—Tenemos que redimirle, Pedro; nos lo piden sus padres...
Don Pedro.—Y hay que hacer que nos lo pida también nuestra hija.
La cual estaba por su parte ansiando la redención de don Juan. ¿La de don Juan, o la suya propia? Y se decía: «Arrancarle ese hombre y ver cómo es el hombre de ella, el hombre que ha hecho ella, el que se le ha rendido en cuerpo y alma... ¡Lo que le habrá enseñado...! ¡Lo que sabrá mi pobre Juan...! Y él me hará como ella...»
De quien estaba Berta perdidamente enamorada era de Raquel. Raquel era su ídolo.
III
El pobre Juan, ya sin don, temblaba entre las dos mujeres, entre su ángel y su demonio redentores. Detrás de sí tenía a Raquel, y delante, a Berta, y ambas le empujaban. ¿Hacia dónde? Él presentía que hacia su perdición. Habíase de perder en ellas. Entre una y otra le estaban desgarrando. Sentíase como aquel niño que ante Salomón se disputaban las dos madres, sólo que no sabía cuál de ellas, si Raquel o Berta, le quería entero para la otra y cuál quería partirlo a muerte. Los ojos azules y claros de Berta, la doncella, como un mar sin fondo y sin orillas, le llamaban al abismo, y detrás de él, o mejor en torno de él, envolviéndole, los ojos negros y tenebrosos de Raquel, la viuda, como una noche sin fondo y sin estrellas, empujábanle al mismo abismo.
Berta.—¿Pero qué te pasa, Juan? Desahógate de una vez conmigo. ¿No soy tu amiga de la niñez, casi tu hermana...?
Don Juan.—Hermana... Hermana...
Berta.—¿Qué? No te gusta eso de hermana...
Don Juan.—No la tuve; apenas si conocí a mi madre... No puedo decir que he conocido mujer...
Berta.—Que no, ¿eh? Vamos...
Don Juan.—¡Mujeres... sí! ¡Pero mujer, lo que se dice mujer, no!
Berta.—¿Y la viuda esa, Raquel?
Berta se sorprendió de que le hubiese salido esto sin violencia alguna, sin que le tambaleara la voz, y de que Juan se lo oyera con absoluta tranquilidad.
Don Juan.—Esa mujer, Berta, me ha salvado; me ha salvado de las mujeres.
Berta.—Te creo. Pero ahora...
Don Juan.—Ahora sí, ahora necesito salvarme de ella.
Y al decir esto sintió Juan que la mirada de los tenebrosos ojos viudos le empujaba con más violencia.
Berta.—Y puedo yo servirte de algo en eso...
Don Juan.—Oh, Berta, Berta...
Berta.—Vamos, sí, tú, por lo visto, quieres que sea yo quien me declare...
Don Juan.—Pero Berta...
Berta.—¿Cuándo te vas a sentir hombre, Juan? ¿Cuándo has de tener voluntad propia?
Don Juan.—Pues bien, sí, ¿quieres salvarme?
Berta.—¿Cómo?
Don Juan.—¡Casándote conmigo!
Berta.—¡Acabáramos! ¿Quieres, pues, casarte conmigo?
Don Juan.—¡Claro!
Berta.—¿Claro? ¡Obscuro! ¿Quieres casarte conmigo?
Don Juan.—¡Sí!
Berta.—¿De propia voluntad?
Juan tembló al percatar tinieblas en el fondo de los ojos azules y claros de la doncella. «¿Habrá adivinado la verdad?», se dijo, y estuvo por arredrarse; pero los ojos negros de la viuda le empujaron diciéndole: «Digas lo que dijeres, tú no puedes mentir...»
Don Juan.—¡De propia voluntad!
Berta.—¿Pero la tienes, Juan?
Don Juan.—Es para tenerla para lo que quiero hacerte mi mujer...
Berta.—Y entonces...
Don Juan.—Entonces, ¿qué?
Berta.—¿Vas a dejar antes a esa otra?
Don Juan.—Berta... Berta...
Berta.—Bien, no hablemos más de ello, si quieres. Porque todo esto quiere decir que sintiéndote impotente para desprenderte de esa mujer quieres que sea yo quien te desprenda de ella. ¿No es así?
Don Juan.—Sí, así es—y bajó la cabeza.