Tres novelas ejemplares y un prólogo. Miguel de Unamuno
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Tres novelas ejemplares y un prólogo - Miguel de Unamuno страница 4
Don Juan.—Así es...
Berta.—¡Pues así será!
Don Juan.—¡Oh Berta..., Berta...!
Berta.—Estáte quieto. Mírame y no me toques. Pueden de un momento a otro aparecer mis padres.
Don Juan.—¿Y ellos, Berta?
Berta.—¿Pero eres tan simple, Juan, como para no ver que esto lo teníamos previsto y tratado de ello...?
Don Juan.—Entonces...
Berta.—Que acudiremos todos a salvarte.
IV
El arreglo de la boda con Berta emponzoñó los cimientos todos del alma del pobre Juan. Los padres de Berta, los señores Lapeira, ponían un gran empeño en dejar bien asegurado y a cubierto de toda contingencia el porvenir económico de su hija, y acaso pensaban en el suyo propio. No era, como algunos creían, hija única, sino que tenían un hijo que de muy joven se había ido a América y del que no se volvió a hablar, y menos en su casa. Los señores Lapeira pretendían que Juan dotase a Berta antes de tomarla por mujer, y resistíanse por su parte a darle a su futuro yerno cuenta del estado de su fortuna. Y Juan se resistía, a su vez, a ese dotamiento, alegando que luego de casado haría un testamento en que dejase heredera universal de sus bienes a su mujer, después de haber entregado un pequeño caudal—y en esto sus futuros suegros estaban de acuerdo—a Raquel.
No era Raquel un obstáculo ni para los señores Lapeira ni para su hija. Aveníanse a vivir en buenas relaciones con ella, como con una amiga inteligente y que había sido en cierto modo una salvadora de Juan, seguros padres e hija de que ésta sabría ganar con suavidad y maña el corazón de su marido por entero, y que al cabo Raquel misma contribuiría a la felicidad del nuevo matrimonio. ¡Con tal de que se le asegurase la vida y la consideración de las gentes decentes y de bien! No era, después de todo, ni una aventurera vulgar ni una que se hubiese nunca vendido al mejor postor. Su enredo con Juan fué obra de pura pasión, de compasión acaso—pensaban y querían pensar los señores Lapeira.
Pero lo grave del conflicto, lo que ni los padres de la angelical Berta ni nadie en la ciudad—¡y eso que se pretendía conocer a la viuda!—podía presumir era que Raquel había hecho firmar a Juan una escritura por la cual los bienes inmuebles todos de éste aparecían comprados por aquélla, y todos los otros valores que poseía estaban a nombre de ella. El pobre Juan no aparecía ya sino como su administrador y apoderado. Y esto supo la astuta mujer mantenerlo secreto. Y a la vez conocía mejor que nadie el estado de la fortuna de los señores Lapeira.
Raquel.—Mira, Juan, dentro de poco, tal vez antes de que os caséis, y en todo caso poco después de vuestra boda, la pequeña fortuna de los padres de Berta, la de tu futura esposa..., esposa, ¿eh?, no mujer, ¡esposa...!, la de tu futura esposa, será mía..., es decir, nuestra...
Don Juan.—¿Nuestra?
Raquel.—Sí, será para el hijo que tengamos, si es que tu esposa nos lo da... Y si no...
Don Juan.—Me estás matando, Quelina...
Raquel.—Cállate, michino. Ya le tengo echada la garra a esa fortuna. Voy a comprar créditos e hipotecas... ¡Oh, sí, después de todo, esa Raquel es una buena persona, toda una señora, y ha salvado al que ha de ser el marido de nuestra hija y el salvador de nuestra situación y el amparo de nuestra vejez! ¡Y lo será, vaya si lo será! ¿Por qué no?
Don Juan.—¡Raquel! ¡Raquel!
Raquel.—No gimas así, Juan, que pareces un cordero al que están degollando...
Don Juan.—Y así es...
Raquel.—¡No, no es así! ¡Yo voy a hacerte hombre; yo voy a hacerte padre!
Don Juan.—¿Tú?
Raquel.—¡Sí, yo, Juan; yo, Raquel!
Juan se sintió como en agonía.
Don Juan.—Pero dime, Quelina, dime—y al decirlo le lloraba la voz—, ¿por qué te enamoraste de mí? ¿Por qué me arrebataste? ¿Por qué me has sorbido el tuétano de la voluntad? ¿Por qué me has dejado como un pelele? ¿Por qué no me dejaste en la vida que llevaba...?
Raquel.—¡A estas horas estarías, después de arruinado, muerto de miseria y de podredumbre!
Don Juan.—¡Mejor, Raquel, mejor! Muerto, sí; muerto de miseria y de podredumbre. ¿No es esto miseria? ¿No es podredumbre? ¿Es que soy mío? ¿Es que soy yo? ¿Por qué me has robado el cuerpo y el alma?
El pobre don Juan se ahogaba en sollozos.
Volvió a cogerle Raquel como otras veces, maternalmente, le sentó sobre sus piernas, le abrazó, le apechugó a su seno estéril, contra sus pechos, henchidos de roja sangre que no logró hacerse blanca leche, y hundiendo su cabeza sobre la cabeza del hombre, cubriéndole los oídos con su desgreñada cabellera suelta, lloró, entre hipos, sobre él. Y le decía:
Raquel.—¡Hijo mío, hijo mío, hijo mío...! No te robé yo; me robaste tú el alma, tú, tú. Y me robaste el cuerpo... ¡Hijo mío... hijo mío... hijo mío...! Te vi perdido, perdido, perdido... Te vi buscando lo que no se encuentra... Y yo buscaba un hijo... Y creí encontrarlo en ti. Y creí que me darías el hijo por el que me muero... Y ahora quiero que me le des...
Don Juan.—Pero, Quelina, no será tuyo...
Raquel.—Sí, será mío, mío, mío... Como lo eres tú... ¿No soy tu mujer?
Don Juan.—Sí, tú eres mi mujer...
Raquel.—Y ella será tu esposa. ¡Esposa!, así dicen los zapateros: «¡Mi esposa!» Y yo seré tu madre y la madre de vuestro hijo..., de mi hijo...
Don Juan.—¿Y si no le tenemos?
Raquel.—¡Calla, Juan, calla! ¿Si no le tenéis? ¿Si no nos lo da...? Soy capaz de...
Don Juan.—¡Calla, Raquel, que la ronquera de tu voz me da miedo!
Raquel.—¡Sí, y de casarte luego con otra!
Don Juan.—¿Y si consiste en mí...?
Raquel le echó de sí con gesto brusco, se puso en pie como herida, miró a Juan con una mirada de taladro; pero al punto, pasado el sablazo de hielo de su pecho, abrió los brazos a su hombre gritándole:
Raquel.—¡No, ven; ven, Juan, ven! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¿Para qué quiero más hijo que tú? ¿No eres mi hijo?
Y tuvo que acostarle, calenturiento y desvanecido.
V
No, Raquel no consintió en asistir a la boda como Berta y sus padres habían querido,