Tres novelas ejemplares y un prólogo. Miguel de Unamuno
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Don Juan.—Por Dios, Raquel, mira que...
Raquel.—¿Qué? ¿Qué tal? ¿Qué tal sus abrazos? ¿Le has enseñado algo de lo que aprendiste de aquellas mujeres? ¡Porque de lo que yo te he enseñado no puedes enseñarle nada! ¿Qué tal tu esposa? Tú... tú no eres de ella...
Don Juan.—No, ni soy mío...
Raquel.—Tú eres mío, mío, mío, michino, mío... Y ahora ya sabes vuestra obligación. A tener juicio, pues. Y ven lo menos que puedas por esta nuestra casa.
Don Juan.—Pero, Raquel...
Raquel.—No hay Raquel que valga. Ahora te debes a tu esposa. ¡Atiéndela!
Don Juan.—Pero si es ella la que me aconseja que venga de vez en cuando a verte...
Raquel.—Lo sabía. ¡Mentecata! Y hasta se pone a imitarme, ¿no es eso?
Don Juan.—Sí, te imita en cuanto puede; en el vestir, en el peinado, en los ademanes, en el aire...
Raquel.—Sí, cuando vinisteis a verme la primera vez, en aquella visita de ceremonia casi, observé que me estudiaba...
Don Juan.—Y dice que debemos intimar más, ya que vivimos tan cerca, tan cerquita, casi al lado...
Raquel.—Es su táctica para sustituirme. Quiere que nos veas a menudo juntas, que compares...
Don Juan.—Yo creo otra cosa...
Raquel.—¿Qué?
Don Juan.—Que está prendada de ti, que la subyugas...
Raquel dobló al suelo la cara, que se le puso de repente intensamente pálida, y se llevó las manos al pecho, atravesado por una estocada de ahogo. Y dijo:
Raquel.—Lo que hace falta es que todo ello fructifique...
Como Juan se le acercara en busca del beso de despedida—beso húmedo y largo y de toda la boca otras veces—, la viuda le rechazó diciéndole:
Raquel.—No, ¡ahora ya no! Ni quiero que se lo lleves a ella ni quiero quitárselo.
Don Juan.—¿Celos?
Raquel.—¿Celos? ¡Mentecato! ¿Pero crees, michino, que puedo sentir celos de tu esposa...? ¿De tu esposa? Y yo, ¿tu mujer...? ¡Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo! ¡Para el cielo y para mí!
Don Juan.—Que eres mi cielo...
Raquel.—Otras veces dices que tu infierno...
Don Juan.—Es verdad.
Raquel.—Pero ven, ven acá, hijo mío, toma...
Le cogió la cabeza entre las manos, le dió un beso seco y ardiente sobre la frente, y le dijo en despedida:
Raquel.—Ahora vete y cumple bien con ella. Y cumplid bien los dos conmigo. Si no, ya lo sabes, soy capaz...
VI
Y era verdad que Berta estudiaba en Raquel la manera de ganarse a su marido, y a la vez la manera de ganarse a sí misma, de ser ella, de ser mujer. Y así se dejaba absorber por la dueña de Juan, y se iba descubriendo a sí misma al través de la otra. Al fin, un día no pudo resistir, y en ocasión en que las dos, Raquel y Berta, le habían mandado a su Juan a una partida de caza con los amigos, fué la esposa a ver a la viuda.
Berta.—Le chocará verme por aquí, así, sola...
Raquel.—No, no me choca... Y hasta esperaba su visita...
Berta.—¿Esperarla?
Raquel.—La esperaba, sí. Después de todo, algo me parece haber hecho por su esposo, por nuestro buen Juan, y acaso el matrimonio...
Berta.—Sí, yo sé que si usted, con su amistad, no le hubiese salvado de las mujeres...
Raquel.—¡Bah! De las mujeres...
Berta.—Y he sabido apreciar también su generosidad...
Raquel.—¿Generosidad? ¿Por qué? ¡Ah, sí, ya caigo! ¡Pues, no, no! ¿Cómo iba a ligarle a mi suerte? Porque, en efecto, él quiso casarse conmigo...
Berta.—Lo suponía...
Raquel.—Pero como estábamos a prueba y la bendición del párroco, aunque nos hubiese casado y dado gracia de casados, no habría hecho que criásemos hijos para el cielo... ¿Por qué se ruboriza así, Berta? ¿No ha venido a que hablemos con el corazón desnudo en la mano...?
Berta.—¡Sí, sí, Raquel, sí, hábleme así!
Raquel.—No podía sacrificarle así a mi egoísmo. ¡Lo que yo no he logrado, que lo logre él!
Berta.—¡Oh, gracias, gracias!
Raquel.—¿Gracias? ¡Gracias, no! ¡Lo he hecho por él!
Berta.—Pues por haberlo hecho por él... ¡gracias!
Raquel.—¡Ah!
Berta.—¿Le choca?
Raquel.—No, no me choca; pero ya irá usted aprendiendo...
Berta.—¿A qué? ¿A fingir?
Raquel.—¡No; a ser sincera!
Berta.—¿Cree que no lo soy?
Raquel.—Hay fingimientos muy sinceros. Y el matrimonio es una escuela de ellos.
Berta.—¿Y cómo...?
Raquel.—¡Fuí casada!
Berta.—¡Ah, sí; es cierto que es usted viuda!
Raquel.—Viuda... Viuda... Siempre lo fuí. Creo que nací viuda... Mi verdadero marido se me murió antes de yo nacer... ¡Pero dejémonos de locuras y desvaríos! ¿Y cómo lleva a Juan?
Berta.—Los hombres...
Raquel.—¡No, el hombre, el hombre! Cuando me dijo que yo le había salvado a nuestro Juan de las mujeres me encogí de hombros. Y ahora le digo, Berta, que tiene que atender al hombre, a su hombre. Y buscar al hombre en él...
Berta.—De eso trato; pero...
Raquel.—¿Pero qué?
Berta.—Que