Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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prefiero ser un salvaje.

      –Eres un salvaje sin necesidad de eso. Todos los Levin lo sois.

      Levin suspiró. Recordó a su hermano Nicolás y se sintió avergonzado y dolorido. Arrugó el entrecejo.

      Pero ya Oblonsky le hablaba de otra cosa que distrajo su atención.

      –¿Visitarás esta noche a los Scherbazky? ¿Quiero decir a… ? –agregó, separando las conchas vacías y acercando el queso, mientras sus ojos brillaban de manera significativa.

      –No dejaré de ir –repuso Levin–, aunque creo que la Princesa me invitó de mala gana.

      –¡No digas tonterías! Es su modo de ser. Sírvanos la sopa, amigo –dijo Oblonsky al camarero–. Es su manera de grande dame. Yo también pasaré por allí, pero antes he de estar en casa de la condesa Bonina. Hay allí un coro, que… Como te decía, eres un salvaje… ¿Cómo se explica tu desaparición repentina de Moscú? Los Scherbazky no hacían más que preguntarme por ti, como si yo pudiera saber… Y sólo sé una cosa: que haces siempre lo contrario que los demás.

      –Tienes razón: soy un salvaje –concedió Levin, hablando lentamente, pero con agitación–, pero si lo soy, no es por haberme ido entonces, sino por haber vuelto ahora.

      –¡Qué feliz eres! –interrumpió su amigo, mirándole a los ojos.

      –¿Por qué?

      –Conozco los buenos caballos por el pelo y a los jóvenes enamorados por los ojos –declaró Esteban Arkadievich–. El mundo es tuyo… El porvenir se abre ante ti…

      –¿Acaso tú no tienes ya nada ante ti?

      –Sí, pero el porvenir es tuyo. Yo tengo sólo el presente, y este presente no es precisamente de color de rosa.

      –¿Y eso?

      –No marchan bien las cosas… Pero no quiero hablar de mí, y además no todo se puede explicar –dijo Esteban Arkadievich–. Cambia los platos –dijo al camarero. Y prosiguió–: Ea, ¿a qué has venido a Moscú?

      –¿No lo adivinas? –contestó Levin, mirando fijamente a su amigo, sin apartar de él un instante sus ojos profundos.

      –Lo adivino, pero no soy el llamado a iniciar la conversación sobre ello… Juzga por mis palabras si lo adivino o no –dijo Esteban Arkadievich con leve sonrisa.

      –Y entonces, ¿qué me dices? –preguntó Levin con voz trémula, sintiendo que todos los músculos de su rostro se estremecían–. ¿Qué te parece el asunto?

      Oblonsky vació lentamente su copa de Chablis sin quitar los ojos de Levin.

      –Por mi parte –dijo– no desearía otra cosa. Creo que es lo mejor que podría suceder.

      –¿No te equivocas? ¿Sabes a lo que te refieres? –repuso su amigo, clavando los ojos en él–. ¿Lo crees posible?

      –Lo creo. ¿Por qué no?

      –¿Supones sinceramente que es posible? Dime todo lo que piensas. ¿No me espera una negativa? Casi estoy seguro…

      –¿Por qué piensas así? –dijo Esteban Arkadievich, observando la emoción de Levin.

      –A veces lo creo, y esto fuera terrible para mí y para ella.

      –No creo que para ella haya nada terrible en esto. Toda muchacha se enorgullece cuando piden su mano.

      –Todas sí; pero ella no es como todas.

      Esteban Arkadievich sonrió. Conocía los sentimientos de su amigo y sabía que para él todas las jóvenes del mundo estaban divididas en dos clases: una compuesta por la generalidad de las mujeres, sujetas a todas las flaquezas, y otra compuesta sólo por «ella» , que no tenía defecto alguno y estaba muy por encima del género humano.

      –¿Qué haces? ¡Toma un poco de salsa! –dijo, deteniendo la mano de Levin, que separaba la fuente.

      Levin, obediente, se sirvió salsa; pero impedía, con sus preguntas, que Esteban Arkadievich comiera tranquilo.

      –Espera, espera –dijo–. Comprende que esto para mí es cuestión de vida o muerte. A nadie he hablado de ello. Con nadie puedo hablar, excepto contigo. Aunque seamos diferentes en todo, sé que me aprecias y yo te aprecio mucho también. Pero, ¡por Dios!, sé sincero conmigo.

      –Yo te digo lo que pienso –respondió Oblonsky con una sonrisa–. Te diré más aún: mi esposa, que es una mujer extraordinaria… Suspiró, recordando el estado de sus relaciones con ella y, tras un breve silencio, continuó:–Tiene el don de prever los sucesos. Adivina el carácter de la gente y profetiza los acontecimientos… sobre todo si se trata de matrimonios… Por ejemplo: predijo que la Schajovskaya se casaría con Brenteln.

      Nadie quería creerlo. Pero resultó. Pues bien: está de tu parte.

      –¿Es decir, que… ?

      –Que no sólo simpatiza contigo, sino que asegura que Kitty será indudablemente tu esposa.

      Al oír aquellas palabras, el rostro de Levin se iluminó con una de esas sonrisas tras de las que parecen próximas a brotar lágrimas de ternura.

      –¡Conque dice eso! –exclamó–. Siempre he opinado que tu esposa era una mujer admirable. Bien; basta.

      No hablemos más de eso –añadió, levantándose.

      –Bueno, pero siéntate.

      Levin no podía sentarse. Dio un par de vueltas con sus firmes pasos por la pequeña habitación, pestañeando con fuerza para dominar sus lágrimas, y sólo entonces volvió a instalarse en su silla.

      –Comprende –dijo– que esto no es un amor vulgar. Yo he estado enamorado, pero no como ahora. No es ya un sentimiento, sino una fuerza superior a mí que me lleva a Kitty. Me fui de Moscú porque pensé que eso no podría ser, como no puede ser que exista felicidad en la tierra. Luego he luchado conmigo mismo y he comprendido que sin ella la vida me será imposible. Es preciso que tome una decisión.

      –¿Por qué te fuiste?

      –¡Ah, espera, espera! ¡Se me ocurren tantas cosas para preguntarte! No sabes el efecto que me han causado tus palabras. La felicidad me ha convertido casi en un ser indigno. Hoy me he enterado de que mi hermano Nicolás está aquí, ¡y hasta de él me había olvidado, como si creyera que también él era feliz! ¡Es una especie de locura! Pero hay una cosa terrible. A ti puedo decírtela, eres casado y conoces estos sentimientos… Lo terrible es que nosotros, hombres ya viejos y con un pasado… y no un pasado de amor, sino de pecado… nos acercamos a un ser puro, a un ser inocente. ¡No me digas que no es repugnante! Por eso uno no puede dejar de sentirse indigno.

      –Y no obstante a ti de pocos pecados puede culpársete.

      –Y sin embargo, cuando considero mi vida, siento asco, me estremezco y me maldigo y me quejo amargamente… Sí.

      –Pero ¡qué quieres! El mundo es así –dijo Esteban Arkadievich.

      –Sólo un consuelo nos queda, y es el de aquella oración tan bella de que siempre me acuerdo: «Perdónanos, Señor, no según nuestros merecimientos,

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