Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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Él estaba acostumbrado a hacerlo cada día y como no experimentaba, por tanto, emoción alguna, consideraba el pudor femenil no sólo como un resto de barbarie, sino también como una ofensa personal.
Fue preciso someterse, porque, aunque todos los médicos hubiesen seguido igual número de cursos, estudiado los mismos libros y hubiesen, por consiguiente, practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones, y a pesar de que algunos calificaron a aquel doctor de persona no muy recomendable, se resolvió que sólo él podía salvar a Kitty.
Después de un atento examen de la enferma, confusa y aturdida, el célebre médico se lavó escrupulosamente las manos y salió al salón, donde le esperaba el Príncipe, quien le escuchó tosiendo y con aire grave. El Príncipe, como hombre ya de edad, que no era necio y no había estado nunca enfermo, no creía en la medicina y se sentía irritado ante aquella comedia, ya que era quizá el único que adivinaba la causa de la enfermedad de Kitty.
«Este admirable charlatán sería capaz hasta de espantar la caza» , pensaba, expresando con aquellos términos de viejo cazador su opinión sobre el diagnóstico del médico.
Por su parte, el doctor disimulaba con dificultad su desdén hacia el viejo aristócrata. Siendo la Princesa la verdadera dueña de la casa, apenas se dignaba dirigirle a él la palabra, y sólo ante ella se proponía derramar las perlas de sus conocimientos.
La Princesa compareció en breve, seguida por el médico de la familia, y el Príncipe se alejó para no exteriorizar lo que pensaba de toda aquella farsa.
La Princesa, desconcertada, sintiéndose ahora culpable con respecto a Kitty, no sabía qué hacer.
–Bueno, doctor, decida nuestra suerte: digánoslo todo.
Iba a añadir «¿Hay esperanzas?» , pero sus labios temblaron y no llegó a formular la pregunta. Limitóse a decir:
–¿Así, doctor, que… ?
–Primero, Princesa, voy a hablar con mi colega y luego tendré el honor de manifestarle mi opinión.
–¿Debo entonces dejarles solos?
–Como usted guste…
La Princesa salió, exhalando un suspiro.
Al quedar solos los dos profesionales, el médico de familia comenzó tímidamente a exponer su criterio de que se trataba de un proceso de tuberculosis incipiente, pero que…
El médico célebre le escuchaba y en medio de su peroración consultó su voluminoso reloj de oro.
–Bien –dijo–. Pero…
El médico de familia calló respetuosamente en la mitad de su discurso.
–Como usted sabe –dijo la eminencia–, no podemos precisar cuándo comienza un proceso tuberculoso.
Hasta que no existen cavernas no sabemos nada en concreto. Sólo caben suposiciones. Aquí existen síntomas: mala nutrición, nerviosismo, etc. La cuestión es ésta: admitido el proceso tuberculoso, ¿qué hacer para ayudar a la nutrición?
–Pero usted no ignora que en esto se suelen mezclar siempre causas de orden moral –se permitió observar el otro médico, con una sutil sonrisa.
–Ya, ya –contestó la celebridad médica, mirando otra vez su reloj–. Perdone: ¿sabe usted si el puente de Yausa está ya terminado o si hay que dar la vuelta todavía? ¿Está concluido ya? Entonces podré llegar en veinte minutos… Pues, como hemos dicho, se trata de mejorar la alimentación y calmar los nervios… Una cosa va ligada con la otra, y es preciso obrar en las dos direcciones de este círculo.
–¿Y un viaje al extranjero? –preguntó el médico de la casa.
–Soy enemigo de los viajes al extranjero. Si el proceso tuberculoso existe, lo que no podemos saber, el viaje nada remediaría. Hemos de emplear un remedio que aumente la nutrición sin perjudicar al organismo.
Y el médico afamado expuso un plan curativo a base de las aguas de Soden, plan cuyo mérito principal, a sus ojos, era evidentemente que las tales aguas no podían en modo alguno hacer ningún daño a la enferma.
–Yo alegaría en pro del viaje al extranjero el cambio de ambiente, el alejamiento de las condiciones que despiertan recuerdos… Además, su madre lo desea…
–En ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes no le harán más que daño. Sería mejor que no les escuchara. Pero ya que lo quieren así, que vayan.
Volvió a mirar el reloj.
–Tengo que irme ya –dijo, dirigiéndose a la puerta.
El médico famoso, en atención a las conveniencias profesionales, dijo a la Princesa que había de examinar a Kitty una vez más.
–¡Examinarla otra vez! –exclamó la madre, consternada.
–Sólo unos detalles, Princesa.
–Bien; haga el favor de pasar..
Y la madre, acompañada por el médico, entró en el saloncito de Kitty.
Kitty, muy delgada, con las mejillas encendidas y un brillo peculiar en los ojos a causa de la vergüenza que había pasado momentos antes, estaba de pie en medio de la habitación.
Al entrar el médico se ruborizó todavía más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su enfermedad y la curación se le figuraban una cosa estúpida y hasta ridícula. La cura le parecía tan absurda como querer reconstruir un jarro roto reuniendo los trozos quebrados. Su corazón estaba desgarrado. ¿Cómo componerlo con píldoras y drogas?
Pero no se atrevía a contrariar a su madre, que se sentía, por otra parte, culpable con respecto a ella.
–Haga el favor de sentarse, Princesa –dijo el médico famoso.
Se sentó ante Kitty, sonriendo, y de nuevo, mientras le tomaba el pulso, comenzó a preguntarle las cosas más enojosas.
Kitty, al principio, le contestaba, pero, impaciente al fin, se levantó y le contestó irritada:
–Perdone, doctor, mas todo esto no conduce a nada. Ésta es la tercera vez que me pregunta usted la misma cosa.
El médico célebre no se ofendió.
–Excitación nerviosa –dijo a la madre de Kitty cuando ésta hubo salido–. De todos modos, ya había terminado.
Y el médico comenzó a explicar a la Princesa, como si se tratase de una mujer de inteligencia excepcional, el estado de su hija desde el punto de vista científico, y terminó insistiendo en que hiciese aquella cura de aguas, que, a su juicio, de nada había de servir.
Al preguntarle la Princesa si procedía ir al extranjero, el médico se sumió en profundas reflexiones, como meditando sobre un problema muy difícil, y después de pensarlo mucho termino aconsejando que se hiciera el viaje. Puso, no obstante, por condición que no se hiciese