Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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gozoso, excitante y ardiente.

      Al amanecer se durmió en su butaca. Era ya de día cuando despertó. Se acercaban a San Petersburgo.

      Pensó en su hijo, en su marido, en sus ocupaciones domésticas, y aquellos pensamientos la dominaron por completo.

      La primera persona a quien vio al apearse del tren fue su marido.

      «¿Cómo le habrán crecido tanto las orejas en estos días, Dios mío?», pensó al ver aquella figura arrogante, pero fría, con su sombrero redondo que parecía sostenerse en los salientes cartílagos de sus orejas.

      Su esposo se acercaba a ella, mirándola atentamente con sus grandes ojos cansados, con su eterna sonrisa irónica en los labios, y esta vez la mirada inquisitiva de Alexis Alejandrovich la hizo estremecer.

      ¿Acaso esperaba encontrar a su marido distinto de como era en realidad? ¿O era que su conciencia le reprochaba toda la hipocresía, toda la falta de naturalidad que había en sus relaciones conyugales? Aquella impresión dormía hacía largo tiempo en el fondo de su alma, pero sólo ahora se le aparecía en toda su dolorosa claridad.

      –Como ves, tu enamorado esposo, tan enamorado como el primer día, anhelaba verte de nuevo –dijo Karenin con su voz lenta y seca, empleando el mismo tono levemente burlón que siempre usaba al dirigirle la palabra, como para ridiculizar aquel modo de expresarse.

      –¿Cómo está Sergio? –preguntó ella.

      –¡Caramba, qué recompensa a mi entusiasmo amoroso! Pues está bien, muy bien…

      Capítulo 31

      Vronsky no trató siquiera de dormir. Permaneció sentado en su butaca con los ojos abiertos. Ora mirando fijamente ante él, ora contemplando a los que entraban y salían; y si antes impresionaba a los desconocidos con su inalterable tranquilidad, ahora parecía aún más seguro de sí mismo y más lleno de orgullo. Los seres no tenían para él en aquel momento mayor importancia que las cosas. Tal actitud le atrajo la enemistad de su vecino de asiento, un joven muy nervioso, empleado en el Ministerio de Justicia, que había hecho todo lo posible para que Vronsky reparara en que él pertenecía al mundo de los vivos. En vano le había pedido fuego, en vano le hablaba o le daba golpecitos en el codo. Vronsky no manifestó más interés por él que por el farolillo del vagón. Ofendido por su impasibilidad, su compañero de viaje reprimía su enojo a duras penas.

      Aquella olímpica indiferencia no significaba que Vronsky se sintiera feliz creyendo haber impresionado el corazón de Ana. Aun no se atrevía ni a imaginarlo, pero el solo hecho de pensar en ello le inundaba de orgullo y de alegría. No sabía ni quería pensar en lo que podría resultar de todo aquello.

      Sólo presentía que sus fuerzas, desperdiciadas hasta entonces, iban a unirse para empujarle hacia un único y espléndido destino.

      Verla, oírla, estar a su lado, éste era ahora el único objeto de su vida. Estaba tan poseído por aquel pensamiento que, apenas vio a Ana en la estación de Blagoe, donde él bajara a tomarse un vaso de soda, no pudo menos de manifestárselo.

      Estaba satisfecho de habérselo dicho, satisfecho porque ahora ella sabía ya que la amaba y no podría dejar de pensar en él.

      Ya en el vagón, Vronsky principió a recordar los más nimios detalles de las veces que se habían encontrado: los gestos, las palabras de Ana. Y su corazón palpitó ante las visiones que su imaginación le presentaba para lo porvenir.

      Se apeó en San Petersburgo tan fresco y descansado como si saliera de un baño frío, aunque había pasado la noche sin dormir. Se paró junto a un vagón para ver pasar a Ana.

      «La volveré a ver», se decía, sonriendo sin darse cuenta. «Acaso me dirija una palabra, un gesto, algo … »

      Pero al primero que vio fue a Karenin, a quien el jefe de estación acompañaba con grandes muestras de respeto.

      «¡Ah, el marido!», dijo para sí.

      Y, al verle erguido ante él, con sus piernas rectas enfundadas en los pantalones negros, al verle tomar el brazo de Ana con la naturalidad de quien ejecuta un acto al que tiene derecho, Vronsky hubo de recordar que aquel ser cuya existencia apenas considerara hasta entonces existía, era de carne y hueso y estaba unido estrechamente a la mujer que él amaba.

      Aquel frío rostro de petersburgués, aquel aire indiferente y seguro, aquel sombrero redondo, aquella espalda ligeramente encorvada, aquel conjunto era una realidad y Vronsky había de reconocerlo, pero lo reconocía como un hombre que, muriendo de sed, al encontrarse con una fuente de agua pura descubriera que estaba ensuciada por un perro, un cerdo o una vaca que habían bebido en ella.

      Lo que sobre todo le desesperaba de Alexis Alejandrovich era su manera de andar, moviendo sus piernas de un modo rápido y balanceando algo el cuerpo. A Vronsky le parecía que sólo él tenía derecho a amar a aquella mujer.

      Afortunadamente, ella seguia siendo la misma, y al verla, su corazón se sintió conmovido.

      El criado de Ana, un alemán que había hecho el viaje en segunda clase, fue a recibir órdenes. El marido le había entregado los equipajes antes de dirigirse resueltamente hacia Ana. Vronsky asistió al encuentro de los esposos y su sensibilidad de enamorado le permitió percibir el leve ademán de contrariedad que hiciera Ana al encontrar a Alexis Alejandrovich.

      «No le ama, no puede amarle … », pensó Vronsky.

      Se sintió feliz al notar que Ana, aunque de espaldas, adivinaba su proximidad. En efecto, ella se volvió, le miró y siguió hablando con su marido.

      –¿Ha pasado usted la noche bien, señora? –preguntó Vronsky, saludando a la vez a los dos, y dando así ocasión al esposo de que le reconociese si le placía.

      –Muy bien; gracias –repuso ella.

      En su fatigado rostro no se dibujaba la animación de otras veces, pero a Vronsky le bastó para sentirse feliz apreciar que los ojos de Ana, al verle, se iluminaban de alegría.

      Ella alzó la vista hacia su marido, tratando de descubrir si éste recordaba al Conde. Karenin contemplaba al joven con aire de disgusto y como si apenas le reconociera.

      Vronsky se sintió incomodado. Su calma y su seguridad de siempre chocaban ahora contra aquella actitud glacial.

      –El conde Vronsky –dijo Ana.

      –¡Ah, ya; me parece que nos conocemos! –se dignó decir Karenin, dando la mano al joven–. Por lo que veo, al ir has viajado con la madre y al volver con el hijo –añadió arrastrando lentamente las palabras como si cada una le costara un rublo–. ¿Qué? ¿Vuelve usted de su temporada de permiso? –y, sin aguardar la respuesta de Vronsky, dijo con ironía, dirigiéndose a su mujer–: ¿Han llorado mucho los de Moscú al separarse de ti?

      Creía terminar así la charla con el Conde. Y para completar su propósito, se llevó la mano al sombrero.

      Pero Vronsky interrogó a Ana:

      –Confío en que podré tener el honor de visitarles.

      –Con mucho gusto. Recibimos los lunes –dijo Alexis Alejandrovich con frialdad.

      Y, sin hacerle más caso, prosiguió hablando a su mujer con el mismo tono irónico de antes:

      –¡Estoy encantado de disponer de media

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