Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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volvió hacia ella sus ojos llenos de lágrimas.

      –No digas eso, Dolly. Ni hice ni podía hacer nada. Hay veces en que me pregunto el porqué de que todos se empeñen en mimarme tanto. ¿Qué he hecho y qué podía hacer? Has tenido bastante amor en tu corazón para perdonar, y eso fue todo.

      –¡Dios sabe lo que habría pasado de no venir tú! ¡Y es que eres tan feliz, Ana… ! ¡Hay en tu alma tanta claridad y tanta pureza!

      –Todos tenemos skeletons en el alma, como dicen los ingleses.

      –¿Qué skeletons puedes tener tú? ¡Todo es tan claro en tu alma! –exclamó Dolly.

      –No obstante, los tengo –dijo Ana. Y una inesperada sonrisa maliciosa torció sus labios a través de sus lágrimas.

      –Tus skeletons se me figuran más divertidos que lúgubres –opinó Dolly, sonriendo también.

      –Te equivocas. ¿Sabes por qué me voy hoy en vez de mañana? Es una confesión que me pesa, pero te la quiero hacer –dijo Ana, sentándose en la butaca y mirando a Dolly a los ojos.

      Y, con gran sorpresa de Dolly, su cuñada palideció hasta la raíz de sus cabellos rizados.

      –¿Sabes por qué no ha venido Kitty a comer? –preguntó Ana–. Tiene celos de mí; he destruido su felicidad. Yo he tenido la culpa de que el baile de anoche, del que esperaba tanto, se convirtiese para ella en un tormento. Pero la verdad es que no soy culpable, o si lo soy, lo soy muy poco… –dijo recalcando las últimas palabras.

      –Hablas lo mismo que Stiva –dijo Dolly, sonriendo.

      –¡Oh, no, no soy como él! Si te cuento esto, es porque no quiero dudar ni un minuto de mí misma.

      Mas al decirlo, Ana tuvo conciencia de su debilidad: no sólo no tenía confianza en sí misma, sino que el recuerdo de Vronsky le causaba tal emoción que decidía huir para no verle más.

      –Oui, Stiva, m'a raconté que has bailado toda la noche con Vronsky y que…

      –Es cosa que haría reír el extraño giro que tomaron las cosas. Me proponía favorecer el matrimonio de Kitty y en lugar de ello… Acaso yo contra mi voluntad … .

      Ana se ruborizó y calló.

      –Los hombres notan esas cosas en seguida –dijo Dolly.

      Y yo siento que él lo tomara en serio. Pero estoy segura de que todo se olvidará en seguida y que Kitty me perdonará –añadió Ana.

      –Si he de hablarte sinceramente, esa boda no me gusta demasiado para mi hermana. Ya ves que Vronsky es un hombre capaz de enamorarse de una mujer en un día. Siendo así, vale más que haya ocurrido lo que ocurrió.

      –¡Oh, Dios mío! ¡Sería tan absurdo eso! –exclamó Ana. Pero un rubor que delataba su satisfacción encendió sus mejillas al oír expresado en voz alta su propio pensamiento.

      –Ahora me voy convertida en enemiga de Kitty, por la que sentía tanta simpatía. ¡Es tan gentil! Pero tú lo arreglarás, ¿verdad, Dolly?

      Dolly apenas pudo contener una sonrisa. Estimaba a Ana, pero le complacía descubrir que también ella tenia debilidades.

      –¿Kitty enemiga tuya? ¡Es imposible!

      –Me gustaría irme sabiendo que me queréis todos tanto como yo os quiero a vosotros. Ahora os quiero más que antes. ¡Ay, estoy hecha una tonta! –dijo Ana, con los ojos inundados de lágrimas.

      Luego se secó los ojos con el pañuelo y comenzó a arreglarse,

      Cuando se disponía ya a salir, se presentó Esteban Arkadievich, muy acalorado, oliendo a vino y a tabaco.

      Dolly, conmovida por el afecto que Ana le testimoniaba, murmuró a su oído, al abrazarla por última vez:

      –Nunca olvidaré lo que has hecho por mí. Te quiero y te querré siempre como a mi mejor amiga. Acuérdate de ello.

      –¿Por qué? –repuso Ana, conteniendo las lágrimas.

      –Me has comprendido y me comprendes. ¡Adiós, querida Ana!

      Capítulo 29

      «¡Gracias a Dios que ha terminado todo esto! », pensó Ana al separarse de su hermano, quien hasta que resonó la campana permaneció obstruyendo con su figura la portezuela del vagón.

      Ana se acomodó en el asiento junto a Anuchka, su camarera.

      «¡Gracias a Dios que voy a ver mañana a mi pequeño Sergio y a Alexis Alejandrovich! Al fin mi vida recobrará su ritmo habitual», pensó de nuevo.

      Presa aún de la agitación que la dominaba desde la mañana, empezó a ocuparse de ponerse cómoda. Sus manos, pequeñas y hábiles, extrajeron del saco rojo de viaje un almohadón que puso sobre sus rodillas; se envolvió bien los pies y se instaló con comodidad.

      Una viajera enferma se había tendido ya en el asiento para dormir. Otras dos dirigieron vanas preguntas a Ana, mientras una mas vieja y gruesa se envolvía las piernas con una manta mientras emitía algunas opiniones sobre la pésima calefacción.

      Ana contestó a las señoras, pero no hallando interés en su conversación, pidió a su doncella que le diese su farolillo de viaje, lo sujetó al respaldo de su asiento y sacó una plegadera y una novela inglesa.

      Era difícil abismarse en la lectura. El movimiento en torno suyo, el ruido del tren, la nieve que golpeaba la ventanilla a su izquierda y se pegaba a los vidrios, el revisor que pasaba de vez en cuando muy arropado y cubierto de copos de nieve, las observaciones de sus compañeras de viaje a propósito de la tempestad, todo la distraía.

      Pero, por otra parte, todo era monótono: el mismo traqueteo del vagón, la misma nieve en la ventana, los mismos cambios bruscos de temperatura, del calor al frío y otra vez al calor; los mismos rostros entrevistos en la penumbra, las mismas voces, y Ana acabó logrando concentrarse en la lectura y enterándose de lo que leía.

      Anuchka dormitaba ya, sosteniendo sobre sus rodillas el saco rojo de viaje entre sus gruesas manos enguantadas, uno de cuyos guantes estaba roto.

      Ana Karenina leía y se enteraba de lo que leía, pero la lectura, es decir, el hecho de interesarse en la vida de los demás, le era intolerable, tenía demasiado deseo de vivir por sí misma.

      Si la heroína de su novela cuidaba a un enfermo, Ana habría deseado entrar ella misma con pasos suaves en la alcoba del paciente; si un miembro del Parlamento pronunciaba un discurso, Ana habría deseado pronunciarlo ella; si lady Mary galopaba tras su traílla, desesperando a su nuera y sorprendiendo a las gentes con su audacia, Ana habría deseado hallarse en su lugar.

      Pero era en vano. Debía contentarse con la lectura, mientras daba vueltas a la plegadera entre sus menudas manos.

      El héroe de su novela empezaba ya a alcanzar la plenitud de su británica felicidad: obtenía un título de baronet y unas propiedades, y Ana sentía deseo de irse con él a aquellas tierras. De pronto la Karenina experimentó la impresión de que su héroe debía de sentirse avergonzado y que ella participaba de su vergüenza. Pero ¿por qué?

      «¿De qué tengo que avergonzarme?», se preguntó con indignación y sorpresa. Y

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