Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi

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Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi

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de Vronsky que caminaba tras ellos.

      «En realidad no me preocupan nada», pensó para sí.

      Y luego preguntó a su esposo cómo había pasado Sergio aquellos días.

      –Muy bien. Mariette me dijo que estaba de muy buen humor. Lamento decirte que no te echó nada de menos. No le sucedía lo mismo a tu amante esposo. Te agradezco que hayas vuelto un día antes de lo que esperaba. Nuestro querido samovar se alegrará mucho también.

      Karenin aplicaba el apelativo de «samovar» a la condesa Lidia Ivanovna, por su constante estado de vehemencia y agitación. Siguió diciendo:

      –Me preguntaba diariamente por ti. Te aconsejo que la visites hoy mismo. Ya sabes que su corazón sufre siempre por todo y por todos y ahora está particularmente inquieta con el asunto de la reconciliación de los Oblonsky.

      Lidia era una antigua amiga de su marido y el centro de aquel círculo social que, por las relaciones de su esposo, Ana se veía obligada a frecuentar.

      –Ya le he escrito.

      –Pero quiere saber todos los detalles. Ve, amiga mía, ve a verla, si no estás muy cansada. Ea, te dejo.

      Tengo que asistir a una sesión. Kondreti conducirá tu coche. ¡Gracias a Dios que al fin voy a comer contigo! –y añadió con seriedad–: ¡no puedes figurarte lo que me cuesta acostumbrarme a hacerlo solo!

      Y estrechándole largamente la mano y sonriendo tan afectuosamente como pudo, Karenin la condujo a su coche.

      Capítulo 32

      El primer rostro que vio Ana al entrar en su casa fue el de su hijo, quien, sin atender a su institutriz, corrió escaleras abajo, gritando con alegría:

      –¡Mamá, mamá, mamá!

      Y se colgó de su cuello.

      –¡Ya decía yo que era mamá! –dijo luego a la institutriz.

      Pero, como el padre, el hijo causó a Ana una desilusión. En la ausencia le imaginaba más apuesto de lo que era en realidad; y sin embargo era un niño encantador: un hermoso niño de bucles rubios, ojos azules y piernas muy derechas, con los calcetines bien estirados.

      Ana sintió un placer casi físico en tenerle a su lado y recibir sus caricias, y experimentó un consuelo moral escuchando sus inocentes preguntas y mirando sus ojos cándidos, confiados y dulces.

      Le ofreció los regalos que le enviaban los niños de Dolly y le contó que en Moscú, en casa de los tíos, había una niña llamada Tania que ya sabía escribir y enseñaba a los otros niños.

      –Entonces, ¿es que valgo menos que ella? –preguntó Sergio.

      –Para mí, vida mía, vales más que nadie.

      –Ya lo sabía –dijo Sergio, sonriendo.

      Antes de que Ana acabara de tomar el café, le anunciaron la visita de la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer alta y gruesa, de amarillento y enfermizo color y grandes y magníficos ojos negros, algo pensativos.

      Ana la quería mucho y, sin embargo, pareció apreciar sus defectos por primera vez.

      –¿Conque llevó a los Oblonsky el ramo de oliva, querida? –preguntó Lidia Ivanovna.

      –Todo está arreglado –repuso Ana–. Las cosas no andaban tan mal como nos figurábamos. Ma belle soeur toma sus decisiones con demasiada precipitación y…

      Pero la Condesa, que tenía la costumbre de interesarse por cuanto no le importaba, y solía, en cambio, no poner atención alguna en lo que debía interesarle más, interrumpió a su amiga:

      –Estoy abatida. ¡Cuánta maldad y cuánto dolor hay en el mundo!

      –¿Pues qué sucede? –interrogó Ana, dejando de sonreír.

      –Empiezo a cansarme de luchar en vano por la verdad, y a veces me siento completamente abatida. Ya ve usted: la obra de los hermanitos (se trataba de una institución benéfico–patriótico–religiosa) iba por buen camino. ¡Pero no se puede hacer nada con esos señores! –declaró la Condesa en tono de sarcástica resignación–. Aceptaron la idea para desvirtuarla y ahora la juzgan de un modo bajo a indigno. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, comprendieron el verdadero alcance de esta empresa. Los demás no hacen más que desacreditarla… Ayer recibí carta de Pravdin. (Se refería al célebre paneslavista Pravlin, que vivía en el extranjero.) La Condesa contó lo que decía en su carta y luego habló de los obstáculos que se oponían a la unión de las iglesias cristianas.

      Explicado aquello, la Condesa se fue precipitadamente, porque tenía que asistir a dos reuniones, una de ellas la sesión de un Comité eslavista.

      «Todo esto no es nuevo para mí. ¿Por qué será que lo veo ahora de otro modo?», pensó Ana. «Hoy Lidia me ha parecido más nerviosa que otras veces. En el fondo, todo eso es un absurdo: dice ser cristiana y no hace más que enfadarse y censurar; todos son enemigos suyos, aunque estos enemigos se digan también cristianos y persigan los mismos fines que ella.»

      Después de la Condesa llegó la esposa de un alto funcionario, que refirió a Ana todas las novedades del momento y se fue a las tres, prometiendo volver otro día a comer con ella.

      Alexis Alejandrovich estaba en el Ministerio. Ana asistió a la comida de su hijo (que siempre comía solo) y luego arregló sus cosas y despachó su correspondencia atrasada.

      Nada quedaba en ella de la vergüenza a inquietud que sintiera durante el viaje. Ya en su ambiente acostumbrado se sintió ajena a todo temor y por encima de todo reproche sin comprender su estado de ánimo del día anterior.

      «¿Qué sucedió, a fin de cuentas?», pensaba. «Vronsky me dijo una tontería y yo le contesté como debía. Es inútil hablar de ello a Alexis. Parecería que daba demasiada importancia al asunto.»

      Recordó una vez que un subordinado de su marido le hiciera una declaración amorosa. Creyó oportuno contárselo a Karenin y éste le dijo que toda mujer de mundo debía estar preparada a tales eventualidades, y que él confiaba en su tacto, sin dejarse arrastrar por celos que habrían sido humillantes para los dos.

      «De modo que vale más callar», decidió ahora Ana como remate de sus reflexiones. «Además, gracias a Dios, nada tengo que decirle.»

      Capítulo 33

      Alexis Alejandrovich llegó a su casa a las cuatro, pero como le ocurría a menudo, no tuvo tiempo de ver a su esposa y hubo de pasar al despacho para recibir las visitas y firmar los documentos que le llevó su secretario.

      Como de costumbre, había varios invitados a comer: una anciana prima de Karenin, uno de los los directores de su ministerio, con su mujer, y un joven que le habían recomendado.

      Ana bajó al salón para recibirles. Apenas el gran reloj de bronce de estilo Pedro I dio las cinco, Alexis Alejandrovich apareció vestido de etiqueta, con corbata blanca y dos condecoraciones en la solapa, pues tenía que salir después de comer. Alexis Alejandrovich tenía los momentos contados y había de observar con estricta puntualidad sus diarias obligaciones.

      «Ni descansar, ni precipitarse», era su lema.

      Entró en la sala, saludó a todos y

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