Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi
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Читать онлайн книгу Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon Tolstoi страница 32
–¿Te figuras que Macha no es inteligente? –dijo Nicolás–. Lo comprende todo mejor que nosotros. ¿Verdad que parece buena y simpática?
–¿Nunca había estado usted antes en Moscú? –le preguntó Constantino, por decir algo.
–No la trates de usted. Se asusta. Nadie le ha hablado de usted jamás, excepto el juez que la juzgó cuando la llevaron al Tribunal porque trató de huir de aquella casa… ¡Dios mío! –exclamó Nicolás–. ¡Cuánta falta de sentido hay en el mundo! ¿Para qué sirven tantas nuevas instituciones, tantos jueces de paz, tantos zemstvos! ¡Qué estupideces!
Y comenzó a relatar sus luchas con aquellas nuevas instituciones.
Constantino Levin le escuchaba, y las mismas censuras que había expresado él tantas veces le desagradaba oírlas ahora de labios de su hermano.
–Todo eso lo veremos claro en el otro mundo –dijo bromeando.
–¿El otro mundo? Ni me interesa ni lo deseo –dijo Nicolás, posando en el semblante de su hermano sus ojos salvajes y asustados–. Parece que habría de ser motivo de alegría salir de toda la vileza y maldad que nos rodea, de la nuestra y de la de los demás; y, sin embargo, tengo miedo de la muerte, un miedo terrible –y se estremeció–. Anda, bebe algo. ¿Quieres champaña? ¿Quieres acaso que salgamos? Podríamos ir a oír a los zíngaros. ¿Sabes? Ahora me gustan mucho los zíngaros y las canciones populares rusas.
La lengua no le obedecía y su conversación saltaba de un tema a otro. Constantino, ayudado por Macha, le convenció de no ir a sitio alguno y entre los dos le acostaron completamente bebido. Macha prometió escribir a Constantino en caso necesario a intentar convencer a Nicolás de que fuera a vivir con su hermano.
Capítulo 26
Constantino Levin salió de Moscú por la mañana y llegó a su casa por la tarde. En el vagón trabó conversación con sus compañeros de viaje y se habló de política, de los nuevos ferrocarriles y, de cómo en Moscú, le desanimaba la confusión de sus ideas, se sentía descontento de sí mismo y avergonzado no sabía de qué. Pero cuando se apeó en la estación y reconoció a Ignacio, su cochero tuerto, con el cuello del caftán levantado, cuando a la débil luz que salía de las ventanas de la estación vio el trineo cubierto de pieles y los caballos con las colas atadas, cuando Ignacio le contó las novedades del pueblo, la llegada de un comprador y que la vaca «Pava» tenía cría, le parecía a Levin que salía del caos de sus ideas y que poco a poco desaparecían de él su vergüenza y su descontento.
La sola vista de Ignacio y de sus caballos le había supuesto ya un alivio, y, cuando se puso el tulup que le trajeron, cuando se vio acomodado en el trineo, y los caballos comenzaron a trotar, pensó en las órdenes que debía dar a su llegada, examinó a uno de los corceles, muy veloz, pero que comenzaba ya a perder fuerzas y que había sido en otro tiempo caballo de carreras en el Don, y las cosas comenzaron a manifestarse a sus ojos bajo una nueva luz.
Cesó entonces de desear ser otro. Y, satisfecho de sí mismo, sólo deseó ser mejor, Decidió no pensar en la felicidad inasequible que le ofrecía su imposible matrimonio y contentarse con la que le deparaba la realidad presente; resistiría a las malas pasiones, como aquella que se apoderó de él el día en que se decidió a pedir la mano de Kitty.
Se acordó, después, de Nicolás, y resolvió velar por él y estar pronto a ayudarle cuando lo necesitara, cosa que presentía para muy pronto.
La conversación sobre el comunismo sostenida con su hermano, del que Constantino había tratado muy ligeramente, ahora le hacía reflexionar. El cambio de las condiciones económicas presentes le parecía absurdo, pero comparando la pobreza del pueblo con su abundancia personal, resolvió trabajar más para sentirse más justo y permitirse todavía menos gustos superfluos, aunque ya antes trabajaba bastante y vivía con gran sencillez.
Y todo ello se le figuraba ahora tan fácil de hacer que todo el camino se lo pasó sumido en las más gratas meditaciones. Eran las nueve de la noche cuando llegó a su casa, y se sentía animado por un sentimiento nuevo: de la esperanza de una vida mejor.
Una débil claridad salía de las ventanas de la habitación de Agafia Mijailovna, la vieja aya que desempeñaba ahora el cargo de ama de llaves, y caía sobre la nieve de la explanada que se abría frente a la casa. Agafia, que no dormía aún, despertó a Kusmá y éste, medio dormido y descalzo, corrió a la puerta. «Laska», la perra, salió también, derribando casi a Kusmá, y se precipitó hacia Levin, frotándose contra sus piernas y con deseos de poner la patas sobre su pecho sin atreverse a hacerlo.
–¡Qué pronto ha vuelto, padrecito! –dijo Agafia Mijailovna.
–Me aburría, Agafia Mijailovna. Se está bien en casa ajena, pero mejor en la propia –contestó Levin, pasando a su despacho.
En el cuarto, y a la débil luz de una bujía traída por la servidumbre, fueron surgiendo los detalles familiares: las astas de ciervo, las estanterías llenas de libros, el espejo, la estufa con el ventilador hacía tiempo necesitado de arreglo, el diván del padre de Levin, la inmensa mesa y sobre ella un libro abierto, el cenicero roto, un cuaderno escrito con notas de su mano.
Al ver lo que le era tan conocido, Levin dudó un momento de poder organizar su nueva vida como deseara mientras iba por el camino. Todo aquello parecía rodearle y decirle:
«No te alejarás de nosotros, seguirás siendo lo que eres, con tus dudas, con tu eterno descontento de ti mismo, con tus inútiles intentos de modificarte y tus caídas, con tu constante deseo de una imposible felicidad … » .
Pero, si así le hablaban aquellos objetos, en su alma otra voz le decía que no hay por qué encadenarse al pasado y que le era imposible cambiar. Obedeciendo a esta voz Levin se acercó a un rincón donde tenía dos pesas de un pud cada una y comenzó a levantarlas, tratando de animarse con aquel ejercicio gimnástico.
Tras la puerta sonaron pasos y Levin dejó las pesas en el suelo precipitadamente.
Entró el encargado y le dijo que, gracias a Dios, todo marchaba bien; pero que el alforfón se había quemado algo en la secadora nueva. La noticia le llenó de enojo. La nueva secadora había sido construida por él mismo. El encargado era enemigo de aquella innovación y ahora anunciaba con cierto aire de triunfo que el alforfón se había quemado. Mas Levin estaba seguro de que el quemarse se debía a no haber tomado las precauciones que cien veces recomendara. Molesto, pues, reprendió con severidad al encargado.
En cambio, había una buena noticia: la de la cría de la «Pava», la magnífica vaca comprada en la feria.
–Dame el tulup, Kusmá –pidió Levin y dijo al encargado–: traiga una linterna; quiero ver la cría.
El establo de las vacas de selección estaba detrás de la casa. Levin se dirigió a través del patio por delante de un montón de nieve que se levantaba junto a unas lilas. Al abrir la puerta se sintió el caliente vaho del estiércol, y las vacas, sorprendidas por la luz de la linterna, se agitaron sobre la paja fresca. Destacó en seguida el lomo liso y ancho, negro con manchas blancas, de la vaca holandesa. «Berkut» , el semental, con el anillo en el belfo, estaba tumbado y pareció ir a incorporarse, pero cambió de opinión y se limitó a mugir profundamente dos veces cuando pasaron junto a él. La magnífica «Pava», grande como un hipopótamo, estaba vuelta de ancas, impidiendo ver la becerra, a la que olfateaba.
Levin examinó a la «Pava» y enderezó