¡Quédate conmigo!. Javier Benavente Barrón
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La experiencia temprana en aquel comercio-bar-tienda-para-todo de mi madre me ayudó intuitivamente a entender esto. Aunque, por supuesto, todavía no había oído hablar de escucha activa, ni siquiera del concepto de atención al cliente, aprendí sobre la marcha a tratar con clientes y proveedores, a tomar decisiones y a funcionar con mucha autonomía. Me convertí en un adolescente tan independiente que con catorce años decidí dejar la residencia de estudiantes para irme a vivir con unos amigos a un piso de estudiantes en Benavente, donde seguí estudiando bachillerato y trabajando como camarero. Ahí empezó una de las etapas más interesantes y a la vez más peligrosas de mi vida. Pero esa ya es otra historia…
Para ganarte un cliente tienes que empezar por escucharlo, y no de cualquier manera, sino poniendo todos los sentidos.
Clave 2: Persevera hasta encontrar tu océano azul
Al acabar el bachillerato tenía claro que quería salir del pueblo y me propuse estudiar la carrera de Ciencias Económicas y Empresariales en Madrid. Por proximidad me tocaba Salamanca, pero en aquel momento no había Económicas allí. El problema fue que las autoridades docentes de la Universidad Autónoma de Madrid se negaron a admitir el traslado de mi expediente aduciendo que no había plazas suficientes. Podría haberme resignado y hacer otra carrera, de hecho me habían aceptado en Santiago de Compostela para estudiar Medicina, pero la resignación es algo que nunca ha ido conmigo. Ya en aquel entonces sabía que en la vida las cosas rara vez son fáciles, que hay que superar obstáculos y problemas si quieres conseguir lo que quieres. Así que decidí irme a Madrid y asistir a las clases de la Autónoma, aunque no estaba matriculado, y mientras tanto seguir pidiendo que trasladaran mi expediente. A puro insistir, a falta de otros talentos, la persistencia siempre ha sido una de las cualidades que me han ayudado a triunfar. En mayo de aquel curso, ya en plenos exámenes finales, el rector, Eduardo Bueno Campos, accedió al traslado (creo que le di pena), de modo que pude examinarme del curso que finalizaba y seguir haciendo la carrera en Madrid.
No fui un buen estudiante, ni durante el bachillerato ni durante la carrera. Por eso, al licenciarme en Ciencias Económicas y Empresariales con unas notas más bien regulares y un nivel de paro en España que superaba el 25 %, pensé: “A mí no me contrata nadie. O me lo monto por mi cuenta o es imposible”. Aun así, tuve una primera experiencia laboral como administrativo-contable, aunque el título, más pomposo, era “director financiero”, en una empresa de pescado y marisco congelado de Barcelona que tenía una delegación en Madrid. La experiencia no fue buena y duró apenas unos meses. El gerente puenteaba a los propietarios y les hacía la competencia a sus espaldas, y pretendía que yo cerrara los ojos y mirara hacia otro sitio. Me negué y me despidió. Los principios éticos siempre han estado para mí por encima de todo. Es algo que me inculcó mi madre y que siempre he llevado a gala.
Aunque estaba a quince días de casarme cuando me despidieron y no se lo dije a la familia para no preocuparla, en realidad me hicieron un gran favor, pues vi claro que a partir de aquel momento quería ser mi propio jefe. Tenía veintiocho años y ni un céntimo en el bolsillo, pero contaba con el apoyo incondicional de Mar, mi mujer, así que empecé a soñar con la empresa que quería crear. Imaginaba una empresa grande que ofreciera servicios de calidad a las empresas y diera trabajo a mucha gente. Compartí la idea con mi prima Emy, con la que había coincidido en la carrera y que siempre ha sido como una hermana para mí, y con varios compañeros de la facultad, y después de diseñar un logotipo y un largo catálogo de servicios nos lanzamos a la aventura y creamos, con toda la ilusión y toda la inocencia del mundo, una asesoría laboral y financiera. Pedí un préstamo, que me dieron porque le caí bien al director de la sucursal, pues no tenía avales, y montamos unas oficinas perfectamente equipadas, con un montón de despachos, centralita telefónica y extensiones por todos lados. ¡No faltaba ni un detalle! El problema, claro, era que no teníamos ni un solo cliente. Y peor aún: que no sabíamos cómo conseguirlos.
A los tres meses se nos había acabado el dinero y solo teníamos un cliente. Uno de los socios decidió irse y se lo llevó, así que me encontré otra vez sin un céntimo y sin clientes. Aun así, no me vine abajo. Compré su participación a coste cero al resto de socios y empecé de nuevo con mi prima Emy. Ahí también metimos como socio a nuestro primo Justo, yo vivía con él en un piso de sus padres (me dejaron vivir en él durante años sin cobrarme nada a cambio) y me apetecía compartir con él los resultados de este ilusionante proyecto.
Aguantamos un par de años, Emy especializada en la parte económico-financiera y laboral y yo en la de recursos humanos, que me gustaba más. Mientras, un amigo y compañero de la facultad que trabajaba en la BMW me llamaba de vez en cuando: “Vente aquí, Javier, que tenemos un sitio para ti. Mira, te ofrecemos ser delegado de Castilla y León, con un buen sueldo y encima con un BMW”. Era tentador, claro, pero yo tenía una fe ciega en mi proyecto. Aquello tenía que salir adelante sí o sí.
Creer en lo que haces y perseverar es fundamental en cualquier proyecto. La mayor parte de las personas abandona cuando tiene el éxito a la vuelta de la esquina.
Resistir
Como te digo, volví a empezar de cero y sin un solo cliente. Fue duro, pero insistí y confié. Es cierto que en mi familia ya había algunas personas que habían emprendido y les había ido bien, lo cual me empujaba a creer que era sobre todo una cuestión de tiempo y trabajo, pero también tenía que luchar contra varios enemigos: el miedo a que el dinero se acabara y no pudiéramos seguir, los cantos de sirena de los amigos que me insistían en que lo dejara y aceptara un trabajo más seguro, etc.
Las cosas empezaron a funcionar cuando, al cabo de un par de años, decidí separarme de mi prima Emy, a la que le gustaba más la parte contable-fiscal, y potenciar lo que a mí realmente me apasionaba, que era la parte de recursos humanos, de las personas. Entonces, con treinta años, empecé a ofrecer servicios a empresas para gestionar sus necesidades de contratación de personal temporal. Me di cuenta de que era algo que demandaban, aunque no sabían muy bien cómo articularlo porque todavía no estaba regulado en España. Encontré un campo abierto para moverme y empecé a crecer, cada vez con más clientes y más empleados.
Mi éxito inicial como empresario consistió, por tanto, en resistir e ir modificando las bases de mi negocio original hasta encontrar aquello que quería el mercado, mi encaje perfecto. Pude arrojar la toalla en numerosas ocasiones, y razones no me faltaron, pero mantuve la fe en el proyecto y busqué, dentro de mi área de conocimiento, cómo podía ser útil a mis potenciales clientes. No podía acreditar experiencia ni conocimientos especializados, en parte porque acababa de empezar y en parte porque era un mercado nuevo, pero tenía la firme voluntad de tirar adelante mi empresa y cierta capacidad para escuchar y entender qué necesitaban los posibles clientes.
Así fue como Alta Gestión empezó a despegar. Durante los siguientes veinte años tuvimos un crecimiento continuo y nos convertimos en el mayor grupo español del sector de la gestión profesional de la temporalidad laboral y de los procesos externalizables dentro de las instalaciones de la propia empresa. Un sector que en cierta medida ayudamos a inventar, porque en España no existía como tal.
Desde el principio fui consciente de que me movía en el terreno