El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

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El libro de las mil noches y una noche - Anonimo

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tenga en su misericordia! ¡He aquí que te protege hasta después de muerta! ¡Pues con esas palabras te salva de lo que había maquinado contra ti, y de la emboscada en que había resuelto perderte!"

      Entonces llegué al límite del asombro, y dije: "¿Qué palabras son ésas? ¿Cómo uniéndonos el cariño maquinabas mi perdición? ¿En qué emboscada pensabas hacerme caer?"

      Ella contestó: "¡Oh niño ingenuo! Veo que no conoces las perfidias de que somos capaces las mujeres. Pero no he de insistir.

      Sabe únicamente que debes a tu prima el haberte librado de mis manos. Desisto de mis planes contra ti, pero con la condición de que no hablarás ni mirarás a otra mujer, sea joven o vieja. De lo contrario, ¡desgraciado de ti! porque ya no habrá quien pueda librarte de mis manos, pues la que te podía ayudar con sus consejos ha muerto. ¡Guárdate, pues, de olvidar esa condición! Y ahora tengo que pedirte una cosa…"

      En este momento de su narración,

      Schehrazada vió aparecer la mañana, y discreta como.siempre interrumpió su relato.

       Y CUANDO LLEGO LA 121ª NOCHE

      Ella dijo:

      "Y ahora tengo que pedirte una cosa: que me lleves a la tumba de la pobre Aziza para escribir en la losa que la cubre algunas palabras". Yo contesté: "¡Mañana será, si Alah quiere!" Después me acosté para pasar la noche con ella, pero a cada hora me dirigía preguntas acerca de Aziza, y exclamaba:

      "¡Ah! ¿Por qué no me advertiste que era la hija de tu tío?"

      Y yo a mi vez, le dije: "Explícame el significado de estas palabras: "¡Qué dulce es la muerte, y cuán preferible a la traición!"

      Pero no quiso decirme nada sobre esto.

      Por la mañana se levantó a primera hora, cogió una gran bolsa llena de dinares, y dijo:

      "¡Levántate y llévame a su tumba! ¡Quiero construirle una cúpula!" Y yo dije: "¡Escucho y obedezco!" Y salimos, y ella me seguía repartiendo dinero a los pobres por todo el camino. Y decía cada vez: "¡Esta limosna es por el descanso del alma de Aziza!" Y así llegamos a la tumba. Se echó sobre el mármol, derramó abundantes lágrimas, y después sacó de una bolsa de seda un cincel de acero y un martillo de oro. Y grabó admirablemente en el mármol estos versos: ¡Una vez me detuve ante una tumba oculta en el follaje! ¡Siete anémonas lloraban sobre ella con la cabeza inclinada!

      Y dije: "¿A quién pertenecerá esa tumba?" Y la voz de la tierra me contestó: "¡Inclina la frente con respeto! ¡En esta paz duerme una enamorada."

      Entonces exclamé: "¡Oh tú a quien ha matado el amor! ¡Oh tú, enamorada que duermes en el silencio! ¡Que el Señor te haga olvidar los pesares, y te coloque en la cumbre más alta del Paraíso!" ¡Infelices enamorados, se os abandona hasta después de muertos, pues nadie viene a limpiar el polvo de vuestras tumbas! ¡Yo plantaré aquí rosas y flores, y para hacerlas florecer mejor las regaré con mis lágrimas!

      Enseguida se levantó, echó una mirada de despedida a la tumba, y volvimos a emprender el camino de su palacio. Y se mostraba muy tierna. Y me dijo repetidas veces: "¡Por Alah! no me abandones". Y yo me apresuré a contestar: "¡Escucho y obedezco!" Seguí yendo a su casa todas las noches. Y siempre me recibía con mucho entusiasmo y con mucha expansión. Y nada escatimaba para darme gusto. Yo seguí comiendo, bebiendo, besando y copulando; vistiendo cada día los trajes más hermosos unos que otros, y las camisas más finas unas que otras, hasta que me puse muy gordo y llegué al límite de la gordura. No sentía ni penas ni preocupaciones, y hasta se me olvidó, completamente el recuerdo de la pobre hija de mi tío. En tal estado, verdaderamente delicioso, permanecí todo un año.

      Pero he aquí que un día, a principios del año nuevo, había ido al hammam, y me había puesto el traje mejor entre los mejores trajes. Y al salir del hammam me había tomado un sorbete y había aspirado voluptuosamente los finos aromas que se desprendían de mi ropón impregnado de perfumes. Me sentía más contento que de costumbre, y todo lo veía blanco a mi alrededor. El sabor de la vida era para mí verdaderamente delicioso, y me sentía en tal estado de embriaguez, que me aligeraba de mi peso, haciéndome correr como un hombre ebrio de vino. Y en tal estado me acudió el deseo de ir a derramar el alma de mi alma en el seno de mi amiga.

      Me dirigía, pues, su casa, cuando al atravesar una calleja llamada el Callejón de la Flauta, vi avanzar hacia mí a una vieja que llevaba en la mano un farol para alumbrar el camino, y una carta en un rollo. Me detuve, y la anciana, después de haberme deseado la paz, me dijo…

      En este momento de su narración,

      Schehrazada vió aparecer la mañana, y no quiso abusar de las palabras permitidas.

       PERO CUANDO LLEGO LA 122ª NOCHE

      Ella dijo:

      Y la anciana, después de haberme deseado la paz, me dijo: "Hijo mío, ¿sabes leer?" Y yo contesté: "Sí, mi buena tía". Ella me dijo:

      "Entonces te ruego que cojas esta carta y me leas su contenido". Y me alargó la carta. Yo la cogí, la abrí y leí el contenido. Decía que el firmante de ella estaba bien de salud, y mandaba recuerdos y un saludo a su hermana y a sus parientes. Al oírlo levantó la vieja los brazos al cielo, e hizo votos por mi prosperidad, pues le anunciaba tan buena nueva.

      Y exclamó: "¡Plegue a Alah que te alivie de todas tus penas, como has tranquilizado tú las mías!" Después cogió la carta y siguió su camino. Entonces sentí una necesidad apremiante, y me arrimé a una pared y satisfice mi necesidad.

      Me levanté después, habiéndome sacudido bien, y me arreglé la ropa, dispuesto a proseguir mi camino. Pero entonces vi venir a la vieja, que me cogió la mano, se la llevó a los labios, y me dijo: "Dispénsame, ¡oh mi señor! pero tengo que pedirte una merced, y si me la concedes será para mí el colmo de los beneficios, y seguramente te remunerará el Retribuidor. Te ruego que me acompañes cerca de aquí, para que leas esta carta a las mujeres de mi casa, pues seguramente no querrán fiarse de mí, sobre todo mi hija, que tiene mucho afecto al firmante de esta carta, un hermano suyo que nos dejó hace diez años, y cuya primera noticia es ésta, desde que le lloramos por muerto. ¡No me niegues este favor! No tendrás que tomarte ni siquiera el trabajo de entrar, pues podrás leer esta carta desde fuera. Ya sabes las palabras del Profeta ¡sean con él la plegaria y la paz! respecto a los que ayudan a sus semejantes: "Al que saca a un musulmán de una pena de entre las penas de este mundo, se lo tiene en cuenta Alah borrándole setenta y dos penas de las penas del otro mundo".

      Accedí, pues, a su petición, y le dije:

      "¡Anda delante de mí, para alumbrar y enseñarme el camino!" Y la vieja me precedió, y a los pocos pasos llegamos a la puerta de un palacio magnífico.

      Era una puerta monumental, chapada toda de bronce y de oro rojo labrado. Me detuve, y la vieja llamó en lengua persa. Enseguida, sin que tuviese tiempo de darme cuenta, por lo rápido que fué el movimiento, se entreabrió la puerta y vi a una joven regordeta que me sonreía. Llevaba los pies descalzos sobre el mármol recién lavado, se sujetaba con las manos, por miedo de mojarlos, los pliegues de su calzón, levantándolo hasta medio muslo. Y las mangas las llevaba también levantadas hasta más arriba de los sobacos, que se veían en la sombra de los brazos blancos. Y no sabía qué admirar más, si sus muslos como columnas de mármol o sus brazos de cristal.

      Sus

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