Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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Llega el tercer acto[3]. Un huérfano regresa a la choza del padre. Su corazón carga con el peso de un amor desesperanzado. Sus sentidos, alterados por las escenas sangrientas que la guerra ha puesto ante sus ojos, sucumben abrumados bajo el peso del golpe más desolador: su padre ha muerto. La cabaña está desierta. Reinan el silencio y la calma. La paz y la muerte. El hombro sobre el que en ese momento desearía derramar sus lágrimas filiales, no está allí. Tampoco el corazón junto al que el suyo podría latir con menor dolor. El infinito los separa… Ella nunca le pertenecerá… El compositor refleja dignamente la desgarradora situación. Aquí, el cantante se eleva a una altura que nunca nadie le creyó capaz de alcanzar. Verdaderamente sublime. Dos mil gargantas anhelan lanzar una de esas ovaciones que un artista escucha sólo dos o tres veces en su vida y que por sí solas compensan los sacrificios y las decepciones sufridas.
Es momento para los ramos de flores y las llamadas a escena. Al día siguiente, la prensa, desbordando entusiasmo, se encarga de lanzar el nombre del radiante tenor hacia todos los puntos del orbe en los que ha penetrado la civilización.
Si yo fuese un moralista, tomaría ahora licencia para dedicar una homilía al triunfador, en el género de discurso que dirigió don Quijote a Sancho, en el momento en que el digno escudero se proponía a tomar posesión del gobierno de Barataria[4]:
—Lo ha conseguido –le diría–. Dentro de varias semanas será usted famoso. Recibirá todo tipo de reconocimientos y contratos interminables. Los autores le cortejarán, los gerentes no volverán a hacerle esperar fuera de sus despachos y, si usted les escribe, ellos le responderán. Muchas mujeres a las que no conoce, hablarán de usted como de un protegido o como de un amigo íntimo. Se le dedicarán libros en prosa y en verso. Por Navidad, se verá obligado a dar cien francos al portero en lugar de cien céntimos. Será usted dispensado de realizar el servicio de la Guardia Nacional. De tiempo en tiempo, disfrutará de unas vacaciones durante las cuales las ciudades de provincias se disputarán sus representaciones. Le serán cubiertos los pies con flores y sonetos. Cantará en las veladas del prefecto y la mujer del alcalde le enviará albaricoques. En fin, está usted en el umbral del Olimpo, puesto que si los italianos llaman a las cantantes divas (diosas), es evidente que los grandes cantantes son dioses. Bien, a pesar de que ha llegado usted a dios, sea también un buen tipo, y no desprecie demasiado a las gentes que le ofrecen sabios consejos.
»Recuerde que la voz es un instrumento frágil, que se altera o se estropea en un instante, a menudo sin causa aparente. Un simple accidente basta para derrocar de su trono elevado al más grande de los dioses y reducirlo a su condición de hombre o incluso más abajo.
»No sea demasiado duro con los pobres compositores.
»Cuando, desde su elegante cabriolé, divise usted en la calle a Meyerbeer, Spontini, Halevy o Auber, no les dedique como saludo un pequeño gesto de condescendiente amistad: provocaría su hilaridad y los peatones mostrarían su indignación ante tal impertinencia. No olvide que varias de sus obras serán admiradas y gozarán de vida plena cuando el recuerdo de su do de pecho haya desaparecido para siempre.
»Si vuelve a Italia, no vaya a apasionarse por un tejedor de cavatinas cualquiera, de tal modo que a su vuelta traiga la opinión (que emitirá con pretendida imparcialidad) de que Beethoven tenía también cierto talento[5]. En ocasiones, los dioses hacen el ridículo de forma espantosa.
»Cuando acepte nuevos papeles, no permita que se modifique la representación sin el consentimiento del autor. Sepa que una sola nota añadida, suprimida o transportada, puede deslucir una melodía o desnaturalizar la expresión. Se trata de un derecho que, en ningún caso, le pertenece a usted. Modificar la música que se canta o el libro que se traduce sin comunicarlo a quien lo escribió, es cometer un indigno abuso de confianza. A quienes toman prestado sin permiso, se les llama ladrones; a los intérpretes que se saltan las reglas de la fidelidad, ladrones y asesinos.
»Si, por ventura, le llega un emulador cuya voz tenga mayor mordente y fuerza que la suya, no se juegue los pulmones en un dúo con él. Recuerde que no conviene luchar contra un recipiente de hierro, máxime cuando uno es un jarrón de porcelana china. En sus tournées nacionales, guárdese de decir a los provincianos, al hablar de Opéra y de sus efectivos corales e instrumentales: Mi teatro, mis coros, mi orquesta. No hay cosa que disguste más a las gentes de provincias que los parisinos que les toman por bobos. Ellos saben muy bien que el teatro no le pertenece a usted y encontrarían su fatuo lenguaje absolutamente grotesco.
»Ahora, amigo Sancho, recibe mi bendición. Ve a gobernar Barataria. Es una isla bastante llana, la más fértil que pueda encontrarse en tierra firme[6]. Tu nuevo pueblo está a medio civilizar. Trata de fomentar la instrucción pública. Que en un plazo de dos años, los que saben leer ya no sean sospechosos de brujería. No creas todas las adulaciones de aquellos a quienes permitirás sentarse a tu mesa. Olvida tus malditas máximas. No te preocupen los discursos que tengas que pronunciar. Nunca faltes a tu palabra. Que aquellos que te confiaron sus intereses puedan estar seguros de que no les traicionarás. ¡Y que tu voz sea justa con todo el mundo!
El tenor en su cénit
Posee un sueldo de cien mil francos y un mes de vacaciones. Tras su primer papel, con el que obtuvo un brillante éxito, el tenor prueba con otros en los que obtiene diversa suerte. También acepta papeles nuevos, que abandona después de tres o cuatro representaciones si no obtiene el mismo éxito que con los antiguos. Con este proceder, podría estropear la carrera de un compositor, destruir una obra maestra, arruinar a un editor y provocar un enorme perjuicio al teatro. No obstante, estas consideraciones no existen para él. Para él, el arte se reduce a oro y laureles; y el medio más adecuado para obtenerlos de forma rápida es el único que se preocupa en emplear.
Se ha dado cuenta de que ciertas fórmulas melódicas, ciertas vocalizaciones, ciertos ornamentos, ciertos brillos de la voz, ciertos finales banales, ciertos ritmos simplones… tenían la propiedad de excitar el aplauso de forma instantánea. Este motivo le parece más que suficiente para desear el empleo de estos recursos e incluso para exigirlos en los papeles que le son confiados, en detrimento de todo respeto por la expresión, la originalidad y la dignidad del estilo. Se trata de su manera de justificar su hostilidad hacia aquellas producciones de naturaleza independiente y elevada. Conoce el efecto de los viejos procedimientos que emplea habitualmente. Sin embargo, ignora el de los métodos nuevos que se le proponen y, no considerándose un intérprete desinteresado en la cuestión, ante la duda, se abstiene mientras puede.
La debilidad de algunos compositores que se plegaron a sus exigencias le hace soñar con la introducción en nuestros teatros de las costumbres musicales de Italia. En vano, se le advierte:
—El maestro es el Maestro. Este nombre no ha sido concedido injustamente al compositor. Su pensamiento es el que debe comunicarse, entero y libre, al oyente, a través del cantante, que no es más que un intermediario. Él es quien dispensa la luz y proyecta las sombras. Él es quien, como rey, responde de sus actos. Él propone y dispone. Sus ministros no deben tener otro objetivo ni ambicionar otros méritos que los de comprender sus planes y asegurar una ejecución basada en su exacto punto de vista.
(Aquí todo el auditorio del lector grita «¡Bravo!» y se lanza a aplaudir, olvidándose de dónde está. El tenor sobre el escenario, que en ese momento desafinaba a gritos más que de costumbre, toma estos aplausos como propios y dedica una mirada de satisfacción a la orquesta.) El lector continúa:
»El tenor no escucha. Le place vociferar en tono de tambor-mayor. Diez años actuando en todos los teatros ultramontanos le han