Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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[9] André Ernest Modeste Grétry (1741-1813) fue un prolífico compositor nacido en Lieja cuyo estilo llegó a constituir una fuente de inspiración para Berlioz y los hijos musicales de la Revolución.
[10] El primer viaje a Rusia de Berlioz tuvo lugar en el año 1847. Sus conciertos en Moscú y San Petersburgo resultaron económicamente rentables para él. En el capítulo 55 de sus memorias, ofrece una magnífica descripción del viaje, en la que recuerda el destino del ejército napoleónico.
[11] Distrito antiguo de la parte europea de Estambul, en el Bósforo.
[12] Lo sé: me habéis traicionado, / otra os ha enamorado. / Sin embargo, cuando vuestro corazón me olvide, / yo siempre os amaré. / Sí, conservaré siempre / el amor que os prodigué. / Y si vuestro amor os abandona, / llamadme, yo volveré.
[13] Si su amor os abandona, / si vos, débil, la añoráis, / decid una palabra, una sola, y presto / a vuestro lado me veréis.
[14] Referencia a la Stanza de consuelo al señor de Perrier por la muerte de su hija, de François de Malherbe: «… La guardia que vela a las puertas del Louvre no defiende a su rey». Se trata de un poema que Berlioz conocía bien y que gustaba de citar. De hecho, en este mismo libro volverá a hacerlo en la tertulia vigésimo primera.
Tercera tertulia
El cazador furtivo
OBRA DE HOY: EL CAZADOR FURTIVO[1]
Nadie habla en la orquesta. Cada uno de los músicos cumple con su obligación con el mayor celo e incluso con cariño. En un entreacto, uno de ellos me pregunta si es cierto que en la Ópera de París utilizaron un esqueleto de verdad en la escena infernal. Respondo afirmativamente y prometo relatar al día siguiente la biografía del desafortunado personaje.
[1] Der Freischütz, de Carl Maria von Weber. Weber es uno de los compositores más admirados por Berlioz. En 1841 añadió recitativos a dicha obra, sustituyendo los originales diálogos hablados, para que cumpliese las directrices que imponía la Ópera parisina.
Cuarta tertulia
Un debut en El cazador furtivo. Un relato necrológico. Marescot. Un estudio sobre el descuartizador
Hoy tocan una ópera italiana moderna. Muy aburrida.
Los músicos no han hecho más que llegar, y la mayor parte de ellos, dejando sus instrumentos, me reclaman mi promesa de la víspera. Se forma un círculo a mi alrededor. Los trombones y el bombo trabajan con ardor. Todo está en orden. Tenemos por delante, al menos, una hora de dúos y coros al unísono. No puedo negarles la historia que me reclaman.
El director de la orquesta, que siempre finge ignorar nuestro esparcimiento literario, se reclina ligeramente para poder escuchar mejor. La prima donna ha gritado un re agudo tan terrible que hemos creído que estaba pariendo allí mismo. El público patalea de gozo. Dos enormes ramos de flores caen sobre el escenario. La diva saluda y sale. Es reclamada, vuelve a entrar, vuelve a saludar y vuelve a salir. De nuevo es llamada a escena, aparece otra vez, saluda otra vez y sale otra vez. Se le reclama una vez más, se apresura en aparecer y en saludar… y como no sabemos cuándo acabará la comedia, comienzo mi relato:
UN DEBUT EN EL CAZADOR FURTIVO
En 1822, yo vivía en el barrio latino de París, donde se supone que debía estar estudiando medicina. Cuando llegaron al Odeón las representaciones de El cazador furtivo, adaptado, como es sabido, por el señor Castil-Blaze bajo el título de Robin de los bosques, decidí asistir cada tarde, a pesar de todo, a escuchar la mutilada obra maestra de Weber[1]. Por aquel entonces, poco me faltaba para deshacerme para siempre del escalpelo lanzándolo a unos arbustos. Uno de mis excondiscípulos, Dubouchet, que más tarde llegaría a ser uno de los médicos con mayor clientela de París, solía acompañarme al teatro, pues compartía mi fanatismo musical. Durante la sexta o séptima representación, un pelirrojo alto y con pinta de bobalicón, sentado en el patio de butacas a nuestro lado, se atrevió a silbar con desaprobación el aria de Ágata del segundo acto, so pretexto de ser ésta una música barroca, una ópera en la que nada había de bueno salvo el vals y el coro de los cazadores. Como pueden imaginar, arrojamos al diletante hasta la puerta: así discutíamos nosotros entonces. Dubouchet, reajustándose el nudo de la corbata, arrugada tras el forcejeo, gritó con voz potente:
—¡No se extrañe nadie, pues le conozco! ¡Es el empleado de un tendero en la rue Saint-Jacques!
Todo el patio de butacas le aplaudió.
Seis meses más tarde, después de haber dado buena cuenta del banquete de bodas de su patrón, el pobre diablo (el muchacho) cae enfermo. Se le lleva al hospital de la Piedad; se le atiende debidamente, muere, pero como habrá podido suponerse, no es enterrado.
Nuestro joven, debidamente atendido y bien muerto, pasa por azar bajo la mirada de Dubouchet, que le reconoce. El despiadado alumno de la Piedad, en lugar de dedicar una lágrima a su enemigo derrotado, se apresura a comprarlo e indica al asistente del quirófano:
—François –le dice–, te traigo material para secar, pero hazlo con cuidado que es un conocido mío.
Pasan quince años (¡quince años!, ¡qué larga es la vida cuando no se tiene nada que hacer!). El director de la Ópera me confía la composición de los recitativos para El cazador furtivo y la tarea de poner la obra maestra en escena. Duponchel estaba entonces a cargo de la dirección del vestuario…
—¡Duponchel! –gritaron a la vez cinco o seis músicos–. ¿El célebre inventor del dosel? ¿El que introdujo el dosel en todas las óperas como principal elemento de éxito? ¿El autor del dosel de La judía, del de La reina de Chipre y de El profeta[2]? ¿El creador del dosel flotante, del dosel milagroso, del dosel de los doseles?
El mismo, señores. Y puesto que Duponchel estaba entonces a cargo de la dirección del vestuario, de las procesiones y de los doseles, me dirigí a él para conocer sus proyectos relativos a la escena infernal, en la que, desgraciadamente, su dosel no podía figurar.
—Por cierto –le dije–, necesitamos una calavera para la evocación de Samiel y esqueletos para las apariciones. Confío en que no nos dé una calavera de cartón ni esqueletos en tela pintada como los que nos dio en Don Giovanni.
—Pero, amigo mío, no se puede hacer de otra manera. Es el único procedimiento conocido.
—¡Cómo el único! Y si yo le consigo, al natural, una cabeza de verdad y un verdadero hombre, sin carne, sólo en hueso, ¿qué me diría usted?
—¡Caramba! En ese caso… diría… ¡Excelente!, ¡perfecto! Habrá usted procedido admirablemente.
—¡Cuente conmigo, entonces! Tendrá su esqueleto.