Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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Читать онлайн книгу Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz страница 14
—¡Qué tonto eres! Pero no importa, aunque no me hicieras reír te amaría incluso más de lo que ese extraño novio de Ágata, el tal Franz, la ama a ella.
—¿Qué novio?
—El de Ágata. ¿No sabías que tiene novio? Va a verla siempre que yo estoy contigo. Es un secreto que me ha confiado ella.
Puede usted tal vez pensar que me precipité, con un grito de furor, a exterminar a Franz y a Ágata. En absoluto. Poseído por una cólera fría, cien veces más terrible que los grandes arrebatos, fui a esperar a mi rival a la puerta de nuestra amante y, sin pararme a pensar que nos estaba engañando a los dos y que él tenía los mismos motivos que yo para estar enfadado (ni siquiera le hice conocer la causa de mi agresión), le insulté de tal manera que convinimos en batirnos sin testigos a la mañana siguiente. Y sí, nos batimos, señor. Y yo… un vaso de vino, por favor… entonces… ¡a su salud!... le saqué un ojo.
—¿Se batieron a espada?
—No, señor. Con escopeta, a cincuenta pasos. Le metí una bala en el ojo izquierdo que le dejó tuerto.
—Y le mató, supongo.
—Oh, sí, señor. Cayó muerto al instante.
—¿Apuntó al ojo izquierdo?
—Ciertamente no, señor. Sé que me considerará usted algo torpe… ¡A cincuenta pasos!... Había apuntado al ojo derecho, pero cuando le tenía en el objetivo, esa pérfida Ágata vino a mi mente e hizo que mi mano temblase, porque puedo jurar sin vanidad que, en cualquier otra ocasión, hubiera sido incapaz de cometer un error tan ordinario. De cualquier modo, tan pronto como le vi caer a tierra, mi cólera y mis dos amantes desaparecieron juntas. Ya sólo pensaba en una cosa: escapar de la justicia, a la que imaginaba pisándome los talones. Como nos habíamos batido sin testigos, fácilmente sería considerado un asesino. Huí a las montañas, tan rápido como pude, sin ni siquiera pensar en Annette ni en Ágata. En un momento se me había curado mi pasión por ellas, como ellas me habían curado de mi vocación por la teología. Esto me demostró claramente que, en mi caso, el amor a las mujeres es al amor a Dios, como el amor a la vida es al de las mujeres; y que la mejor forma de olvidar a dos novias es disparar una bala en el ojo izquierdo del primer amante que se les presente. Si alguna vez tiene usted un doble amor como el mío y no se encuentra a gusto, le recomiendo que proceda de la misma manera que yo.
Vi que el hombre comenzaba a exaltarse. Se mordía el labio inferior mientras hablaba y reía silenciosamente de una forma extraña.
—Está usted cansado –le dije–. Salgamos a fumar un cigarro y después podrá continuar y acabar su historia.
—Como quiera.
Tomó su arpa y tocó con una mano el tema completo de la Reina Mab. Pareció entonces recobrar su buen humor y salimos. Yo murmuraba:
—¡Vaya un tipo raro!
Y él:
—¡Vaya una pieza rara!
—Viví en las montañas unos días –retomó mi curioso compañero–. Con la caza que me procuraba, tenía suficiente para sobrevivir y los campesinos nunca negaban un trozo de pan a un cazador. Finalmente llegué a Viena, donde tuve que vender mi fiel escopeta para comprar esta arpa con la que me gano la vida. A partir de aquel día adopté el oficio de mi padre al convertirme en músico ambulante. Tocaba en plazas públicas, por las calles, bajo las ventanas de aquellas personas que yo consideraba carentes de sentimiento alguno hacia la música. Les aburría con melodías rudas y siempre me lanzaban algunas monedas para librarse de mí. De esa forma gané bastante dinero gracias al señor consejero K***, a la baronesa C***, al barón S*** y a otros veinte Midas, habituales del teatro de la Ópera Italiana. Un músico vienés al que conocí, me había dado sus nombres y direcciones. Los aficionados «de profesión» me escuchaban con interés. No obstante, a excepción de dos o tres, rara vez alguno de ellos me daba alguna cosa. Mi colecta principal la realizaba en los cafés, por la tarde, entre los estudiantes y artistas. De este modo, como ya le he dicho, fui testigo de la discusión a propósito de una de sus obras, la Reina Mab, que excitó mi curiosidad por verla. ¡Qué extraña obra! Desde entonces, he frecuentado a menudo los barrios y pueblos que se extienden por la ruta que viene usted siguiendo, y he realizado numerosas visitas a la hermosa ciudad de Praga. ¡Ah, señor! ¡He ahí una villa musical[4]!
—¿De veras?
—Ya lo verá. No obstante, esta vida errante resulta a la larga muy cansada. En ocasiones pienso en mis dos buenas amigas. Me imagino que perdonaría con alegría a Ágata, pero Annette me engañaba, como yo a ella… Además, apenas se gana lo suficiente para vivir. El arpa es una ruina, hay que cambiar las cuerdas continuamente… con la más ligera lluvia, o se rompen o se hinchan hacia la mitad, lo que altera su timbre y las vuelve sordas y discordantes. No tiene usted idea de lo que esto me cuesta.
—¡Ah, mi querido amigo! No se queje tanto. ¡Si usted supiera cuántas cuerdas más caras que las suyas, porque las hay de entre sesenta mil e incluso cien mil francos, se estropean y se rompen a diario en las grandes salas de concierto, para la desesperación de compositores y directores! Las tenemos con un sonido exquisito y potente que, con el accidente más leve, se echan a perder. Un poco de calor, un mínimo de humedad, un… nada, y aparece ese abultamiento hacia la mitad del que usted hablaba, que destruye la pulcritud y el encanto. ¡Cuántas obras no pueden ejecutarse entonces! ¡Cuántos compromisos hay que cancelar! Los gerentes, desesperados, se apresuran en escribir a Nápoles, país de buenas cuerdas, pero casi siempre en vano. Es necesario mucho tiempo y mucha suerte para llegar a reemplazar una prima[5] de primer orden.
—Es posible, señor. Pero sus desastres no me consuelan de mis miserias. Le contaré, para salir de esta embarazosa situación, que acabo de emprender un proyecto que usted, sin duda, aprobará. De dos años a esta parte he alcanzado una verdadera habilidad con mi instrumento, que ahora manejo con virtuosismo. Pienso que puedo hacer buen negocio ofreciendo conciertos en las grandes ciudades francesas e incluso en París.
—¡En París! ¡Conciertos en Francia! ¡Ja, ja, ja! ¡Deje que me ría yo ahora! ¡Ja, ja! ¡Vaya un hombre curioso! No me río de usted. ¡Ja, ja, ja! Es como la risa bienintencionada que le producía mi scherzo.
—Perdone usted, pero no entiendo qué he dicho que le resulte tan gracioso.
—Me dice usted, ¡ja, ja, ja!, que pretende hacerse rico dando conciertos en Francia. Debe de ser el humor de Estiria. Escuche, le diré algo. Para empezar, en Francia… espere un momento… que estoy sofocado. En Francia existe un impuesto que grava a todo aquel que dé un concierto.
—¡Vaya