Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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—Parto inmediatamente hacia Nápoles. ¿Vienes conmigo?
—Hasta el fin del mundo.
—Dame un abrazo y ¡a caballo! Eres un héroe.
Siedler: ¡Caramba! ¿Creéis que si Corsino tuviera ocasión de vengarse de la misma manera, la dejaría pasar? Entiendo que un hombre célebre pueda descuidar su fama como si fuera cama para los caballos, como diría Napoleón. Sin embargo, no podría creer que un principiante o incluso un artista relativamente conocido se permitiera un lujo semejante. No, no hay nadie lo bastante loco ni vengativo. Con todo, el chiste es bueno. Me admira la moderación de Benvenuto con el puñal: «Sólo le apuñalé dos veces, porque al primer golpe cayó muerto». Verdaderamente impactante.
Winter: ¿Es que esta maldita ópera no va a acabar nunca? (La cantante principal dispara unos gritos desgarradores.) ¿Alguien conoce alguna historia divertida que nos haga olvidar los graznidos de esa criatura?
—Yo sé una –replica Turuth, el segundo flauta–. Os puedo contar un drama corto que presencié en Italia, pero no tiene nada de gracioso.
—Ya sabemos que eres un alma sensible; el más sensible de los galardonados que el Instituto Francés ha enviado a Roma en los últimos veinte años para desaprender música (en el caso de que alguno de estos supiera algo antes de ir allí)[9].
—De acuerdo. Si el género francés es así, sentimental, nos dejaremos enternecer. Tenemos diez minutos por delante para la sensibilidad. ¿Nos aseguras que tu historia es cierta?
—Tan cierta como que es cierto que respiro.
—Mirad qué pedante, que no dice, como todo el mundo: Tan cierto como que respiro.
—¡Chssssss! ¡Al grano! ¡Al grano!
—Allá va.
VINCENZA[10]. UNA HISTORIA SENTIMENTAL
Un amigo mío, G***, gran pintor, había inspirado un amor profundo a una joven campesina de Albano, llamada Vincenza que, de vez en cuando, venía a Roma para ofrecer como modelo su virginal cabeza a los pinceles de los más avezados dibujantes. La inocencia de esta muchacha de la montaña y la expresión cándida de sus rasgos, que le habían hecho ganar una especie de culto entre los pintores, se justificaban completamente mediante su conducta decente y reservada.
Desde el día en que G*** pareció tomar placer en verla, Vincenza no volvió a abandonar Roma. Albano, su hermoso lago, sus preciosos lugares, fueron sustituidos por una pequeña habitación sucia y oscura en el Trastevere, en la casa de la mujer de un artesano a cuyos hijos ella cuidaba. Nunca le faltaban excusas para realizar frecuentes visitas al taller de su bello francese. Allí la conocí un día. G*** estaba sentado ante su caballete con semblante serio, brocha en mano. Vincenza, arrodillada a sus pies, como un perrillo a los de su amo, contemplaba su mirada, aspiraba cada una de sus palabras, en ocasiones se levantaba de un salto, se situaba delante de G***, le contemplaba con delirio y se lanzaba a su cuello con explosiones de risa compulsiva, sin pretender en absoluto disimular su delirante pasión.
Durante varios meses, la felicidad de la joven albanesa permaneció limpia de nubarrones, pero los celos vinieron a poner fin a esta situación. Alguien hizo concebir a G*** serias dudas sobre la fidelidad de Vincenza. Desde este momento, le cerró su puerta y se negó obstinadamente a verla. Vincenza, golpeada mortalmente por esta ruptura, cayó en un estado de terrible desesperación. En ocasiones, permanecía durante días enteros en el camino de Pincio, donde esperaba encontrarle, rechazaba todo consuelo y se volvía cada vez más siniestra en sus comentarios y brusca en sus modales. En vano había yo intentado hacer que volviese con ella su obstinado amante. Cuando un día me la encontré, ahogada en llanto y taciturna, no pude más que desviar la mirada y alejarme suspirando. Más tarde volví a encontrarla caminando con una extraordinaria agitación al borde del Tíber, sobre una elevación escarpada a la que llaman paseo de Poussin…
—¡Vincenza! ¿A dónde va? ¡Respóndame! No la dejaré ir más lejos. Temo que cometa alguna locura…
—Déjeme, señor, no me detenga.
—¿Qué hace aquí sola?
—¡Él ya no quiere verme! No me ama, cree que le engaño. ¿Cómo puedo vivir de este modo? Estoy decidida a ahogarme en el Tíber.
En ese momento comenzó a lanzar gritos desesperados. La vi arrojarse al suelo, arrancarse los cabellos, proferir imprecaciones furiosas contra los autores de su mal. Cuando se hubo calmado un poco, le rogué que me prometiera permanecer tranquila hasta el día siguiente. Yo me comprometí a realizar una última tentativa con G***.
—Escúcheme bien, mi querida Vincenza. Le veré esta tarde. Le hablaré de su infelicidad y, para conseguir su perdón, le contaré hasta qué punto me inspira usted piedad. Venga mañana por la mañana a mi casa. Le comunicaré el resultado de mi gestión y lo que debe hacer para terminar de convencerlo. Si no obtengo éxito, no tendré nada mejor que ofrecerle… el Tíber seguirá en su sitio.
—¡Oh, señor! Es usted muy bueno. Haré lo que me diga.
Efectivamente, por la tarde tuve una conversación en privado con G***. Le conté la escena de la que había sido testigo y le supliqué que accediera a recibir a esta desdichada, puesto que era la única forma de salvar su vida.
—Infórmate adecuadamente –le dije al final–. Apostaría mi brazo derecho a que habéis sido víctimas de un error. Y, por si todos mis razonamientos carecieran de fuerza, te puedo asegurar que su desesperación es extraordinaria. Vi una de las escenas más dramáticas que puedan contemplarse. Considérala como objeto artístico.
—Caramba, mi querido Mercurio. Eres un magnífico abogado. Me rindo. En dos horas iré a ver a alguien que puede esclarecer este estúpido asunto. Si me he equivocado, que venga aquí. Dejaré la llave puesta por fuera. Si, por el contrario, la llave no está puesta, será que he adquirido la certeza de que mis suposiciones eran fundadas. Ahora, te lo ruego, no hablemos más de este tema. ¿Cómo encuentras mi nuevo taller?
—Incomparablemente mejor que el antiguo. Pero la vista no es tan hermosa. Yo, en tu lugar, me hubiera quedado con la mansarda, aunque sólo fuera para poder ver San Pedro y la tumba de Adriano.
—Sigues igual que siempre, con la cabeza en las nubes. Hablando de nubes, este es buen momento para encender un buen cigarro. En fin, nos despedimos, pues. Veremos si averiguo algo. Puedes comunicar a tu protegida mi última resolución. Tengo curiosidad por comprobar cuál de los dos está equivocado.
Al día siguiente, Vincenza entró en mi casa bien temprano. Yo dormía aún. Al principio no quería interrumpir mi sueño, pero no pudo resistir su ansiedad. Tomó mi guitarra y tocó tres acordes que me hicieron despertar. Al volverme, la contemplé a la cabecera de mi cama, ansiosa de emoción. ¡Qué hermosa estaba! La esperanza hacía resplandecer su encantadora figura. A pesar del tono cobrizo de su piel, la pasión le otorgaba un bonito rubor. Todos sus miembros temblaban.
—Bien, Vincenza. Creo que la recibirá. Si la llave está en la puerta es que la ha perdonado y…