Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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Poco después, una nueva idea empezó a rondarme la cabeza. No te rías de mis descubrimientos, Cellini, y sobre todo intenta no comparar mi incipiente arte con el tuyo, ya establecido desde hace tiempo. Sabes bastante de música como para comprenderme. Dime si verdaderamente crees que nuestros aburridos madrigales a cuatro partes corresponden al más alto grado de perfección al que la composición y la interpretación pueden aspirar. ¿No te indica el sentido común que, desde el punto de vista de la expresión y de la forma, estas obras tan apreciadas no son más que bagatelas infantiles? Los textos expresan amor, cólera, celos o valor, pero la música siempre es lo mismo. Asemeja la triste salmodia de los monjes mendicantes. ¿Es eso todo lo que dan de sí la melodía, la armonía y el ritmo? ¿Acaso no deben existir mil formas de aplicar estos componentes de la música, que aún nos son desconocidas? Un examen atento de lo que existe, ¿no nos hace presentir con certeza lo que existirá y lo que debería existir? Y qué decir de los instrumentos. ¿Han sido sus posibilidades totalmente explotadas? ¿No es cierto que no realizan más que miserables acompañamientos que no osan abandonar la melodía principal y la acompañan continuamente al unísono o a la octava? ¿Acaso existe la música instrumental como género independiente? Y en cuanto a la forma de emplear las voces, ¡cuántos prejuicios y movimientos rutinarios! ¿Por qué cantar siempre a cuatro voces, incluso cuando se trata de un personaje que se lamenta de soledad? ¿Es posible escuchar algo más irracional que esas canzonettas recientemente introducidas en la tragedia, en las que un actor, que se expresa en primera persona y aparece solo en escena, es acompañado nada menos que por otras tres voces situadas entre bastidores, desde donde a duras penas pueden seguir el canto?
Puedes estar seguro, Benvenuto, de que lo que nuestros maestros, embriagados por sus propias obras, consideran la cima del arte, está tan alejado de lo que será la música en dos o tres siglos, como esos pequeños monstruos bípedos que los niños modelan con barro lo están de tu sublime Perseo o del Moisés de Buonarrotti. Existen, por tanto, innumerables modificaciones que aportar en un arte tan poco avanzado… progresos inmensos que quedan por hacer… y ¿por qué no he de contribuir yo al impulso que necesita?
Sin decirte en qué consiste mi último invento, te basta con saber que podía haberse llevado a cabo por medios ordinarios, sin necesidad de recurrir al mecenazgo de ricos o grandes. Lo único que necesitaba era tiempo. Una vez terminada la obra, habría sido fácil de encontrar la ocasión de representarla en un gran día de fiesta en Florencia, donde se dan cita los señores y amigos de las artes de todas las naciones.
Te describo ahora el motivo de la amarga y negra cólera que me corroe el corazón.
Una mañana en la que trabajaba en esta singular composición, cuyo éxito me hubiera proporcionado fama en toda Europa, monseñor Galeazzo, el hombre de confianza del Gran Duque, a quien el año pasado le gustó mucho mi escena de Ugolino, vino a verme y me dijo:
—Alfonso, ha llegado tu momento. No se trata de madrigales, ni de cantatas o canzonettas. Escúchame. Los fastos de la boda serán espléndidos. No se escatimará en nada para darles un brillo digno de las dos ilustres familias que van a unirse. Tus últimos éxitos te hacen merecedor de confianza. En la corte se tiene fe en ti. Conozco tu proyecto de tragedia en música. He hablado de ello con monseñor, el Gran Duque, y tu idea le complace. Así pues, manos a la obra, que tu sueño se haga realidad. Escribe tu drama lírico y no temas por su representación. Los mejores cantantes de Roma y Milán serán enviados a Florencia. Los primeros virtuosos de todos los géneros serán puestos a tu disposición. El príncipe es generoso, no te negará nada. Cumple con lo que espero de ti y tu triunfo y fortuna serán un hecho.
No puedo explicar cómo me sentí ante este inesperado discurso. Simplemente, me quedé mudo e inmóvil. La estupefacción y la alegría ahogaban mis palabras. Mi aspecto y mi actitud debieron de ser las de un idiota. Galeazzo, que comprendió la causa de mi turbación, tomó mi mano y dijo:
—Adiós, Alfonso. Aceptas, ¿cierto? Prométeme que dejarás cualquier otra composición que tengas entre manos para dedicarte exclusivamente a la que Su Alteza te demanda. Ten en cuenta que la boda tendrá lugar en tres meses.
Como viera que yo respondía siempre afirmativamente con un movimiento de la cabeza, sin poder emitir palabra, trató de tranquilizarme:
—Vamos, calma tu fuego, signore Vesubio. Adiós. Mañana recibirás el contrato, que será redactado esta tarde. Ya estás en la tarea. Ánimo. Confiamos en ti.
Una vez solo, parecía que todas las cascadas de Terni y de Tívoli hervían en mi cabeza. Me encontré incluso peor cuando asimilé mi felicidad y comencé a imaginar la grandeza de mi tarea. Me lancé sobre mi libreto, que comenzaba a amarillear, abandonado en un rincón desde hacía ya demasiado tiempo. Contemplé de nuevo a Paolo, Francesca, Dante, Virgilio, las sombras y los condenados. Escuché aquel delicioso amor suspirar y lamentarse. Melodías tiernas y graciosas, plenas de sentimiento, de melancolía y de casta pasión comenzaron a desplegarse a mi alrededor. Escuché también el grito horrible, pleno de odio, del esposo ultrajado. Vi dos cadáveres enlazados rodar a sus pies. Entonces, encontré las almas errantes, siempre unidas, de los dos amantes, golpeados por los vientos en las profundidades del abismo. Sus voces lastimeras se mezclaban con el ruido sordo y lejano de los ríos infernales, con el aullido de las llamas, y los gritos frenéticos de los desdichados perseguidos por éstas, con el terrible concierto del sufrimiento eterno…
Durante tres días, Cellini, vagué si rumbo, entregado al azar entre unos vértigos continuos. Durante tres noches, no pude conciliar el sueño. Hasta que no hubo pasado este periodo de acceso febril, no volvieron a mí la lucidez de pensamiento y la conciencia de la realidad. Todo ese tiempo me llevó la lucha feroz y desesperada para calmar mi imaginación y dominar mi mente, hasta que, finalmente, volví a ser yo mismo.
En este inmenso cuadro, cada pieza del tablero, dispuesta en un orden simple y lógico, fue recubriéndose poco a poco de colores oscuros o llamativos, en medias tintas o fuertes contrastes. Las formas humanas hicieron su aparición, aquí plenas de vida, allá bajo el pálido y frío aspecto de la muerte. La idea poética, se mantuvo sumisa al sentido musical, sin suponer nunca un obstáculo para él. Hice, en fin, lo que quería hacer con libertad absoluta para llevarlo a cabo y con tanta facilidad que, al final del segundo mes, la obra estaba ya terminada.
Confieso que sentí entonces la necesidad de descansar. Pero sólo con pensar en la cantidad de minuciosas precauciones que debía tomar para asegurar una buena ejecución de mi obra, el vigor se apoderaba de mí y la fatiga desaparecía. Decidí encargarme de supervisar los cantantes, los músicos, los copistas e incluso los tramoyistas y los decoradores.
Todo se desarrolló como estaba planeado, con la más asombrosa precisión. Esta gigantesca maquinaria musical comenzaba a moverse majestuosamente, cuando un golpe inesperado vino a arruinarla de un soplo y al mismo tiempo a aniquilar la hermosa iniciativa y las legítimas esperanzas de tu desdichado amigo.
El Gran Duque, que por propia iniciativa me había encargado este drama en música; él, que me había hecho abandonar la composición con la que yo esperaba ganar popularidad; él, que había henchido de orgullo el corazón y la imaginación de un artista con áureas palabras, ahora se desentiende de todo lo acordado y ordena al artista que enfríe su imaginación y