Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz Música

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hemos indicado que el origen musical de la mayoría de sus narraciones es otra característica de la prosa berlioziana. Del mismo modo que el significado programático invade sus composiciones instrumentales, pues el autor es, por vocación, un narrador, el contenido musical viene a impregnar toda su producción literaria. Así pues, su literatura está basada en los usos y costumbres musicales de su tiempo; en las experiencias que haya podido vivir en París, en Italia o en el Imperio germánico; o simplemente en relatos cuyo trasfondo es esencialmente musical. Tan sólo uno de los relatos de estas tertulias responde al imaginario narrativo berlioziano con independencia de cualquier contenido musical: se trata de la última parte del segundo epílogo, «Las aventuras de Vincent Wallace en Nueva Zelanda». La curiosidad de Berlioz por la geografía y los lugares exóticos nace en las lecciones recibidas de su padre durante su infancia en La Côte, quien se ocupó personalmente de su educación literaria y le abrió las fronteras al mundo con un gran atlas ante cuyas páginas debió el muchacho de pasar incontables horas. Así pues, la composición de este relato parece obedecer a una respetuosa muestra de agradecimiento y homenaje a la figura paterna, que había fallecido unos años antes de la publicación de Les soirées. Berlioz reserva así un lugar privilegiado en su libro, como la coda de una sinfonía, para deslumbrar con su inventiva y sus reflejos como narrador. Este segundo epílogo incluye asimismo una de las joyas más preciadas de la historiografía musical, como es su crónica directa de las festividades que tuvieron lugar en Bonn en 1845 con motivo de la inauguración del monumento a Beethoven. Berlioz, emulando a Homero, realiza su propio «catálogo de las naves» que acudieron a Troya con la extensa relación que ofrece de los asistentes a dicho acontecimiento. En este sentido, no podemos dejar de recordar las palabras de Jacques Barzun: «Un artista menos agudo hubiera equilibrado simplemente el prólogo con un epílogo, pero Berlioz imagina un final dramático, una especie de doble coda beethoveniana en ese segundo epílogo»[2].

      Uno de los motivos conductores de la prosa berlioziana lo constituye lo que en nuestro trabajo La estética musical de Hector Berlioz (Col-lecció estética i crítica, Universidad de Valencia, 2013) denominamos de forma kantiana «la crítica del materialismo musical». Dicha crítica, desarrollada a lo largo de las cuatro décadas en que Berlioz estuvo escribiendo artículos para la prensa parisina, se encuentra bien reflejada a lo largo de las diferentes «Tertulias» y puede resumirse en la reducción de la música a una simple transacción comercial en la que, como tal, el principal objetivo es el beneficio económico, por encima de cualquier consideración artística. Este motor de la degradación musical, que el autor describe en especial en la vigesimoquinta tertulia («Eufonía»), proviene de un foco geográfico perfectamente localizado: para Berlioz, Italia exportó a París los abusos que se cometían sobre la música, tanto en su creación, como en su interpretación y recepción por parte de los oyentes. En este sentido, los escritos de Stendhal, especialmente su Vida de Rossini, muestran todas estas costumbres, si bien bajo un punto de vista italianófilo, es decir, el contrario al berlioziano. Esta concepción materialista del arte musical necesita un agente causante que no va a ser otro que el mismo público. Del mismo modo que Stendhal aplaude la exhibición de divos y divas por encima del respeto a la obra de arte como fenómeno con existencia propia, el público condiciona con sus aplausos y abucheos la creación musical de la época. En la séptima tertulia realiza un estudio pormenorizado de una porción del público, la claque, tan institucionalizada en todos los teatros que no es posible erradicar su influencia. Dicha claque se encarga de hacer triunfar o fracasar, según su criterio, arbitrario y caprichoso, todas las obras, buenas o malas, que se presenten sobre los escenarios.

      Ha dedicado usted un libro a sus buenos amigos, los artistas de X***, ciudad civilizada. Esta ciudad (que sabemos que está en Alemania)…

      Tras una lectura atenta, podremos afirmar que la inclusión de la orquesta en el marco de una nacionalidad concreta, a pesar de ser un dato aparentemente relevante para el lector, a quien el autor consigue intrigar con el misterio con el que parece querer encriptar de forma indulgente los comportamientos poco profesionales de los músicos, no es más que un elemento muy secundario en la forma y en el fondo del libro. Todo indica que, finalmente, la orquesta, o al menos la mayor parte de los datos referidos a ella, es una brillante invención literaria del propio Berlioz y que el referido porcentaje de veracidad tiende al mínimo. A pesar de la apariencia de verosimilitud, el recurso a una vivencia personalizada en el seno de una agrupación concreta, no parece más que una de tantas licencias que el autor se permite con cierta frecuencia. Dicha licencia le posibilita la organización del esquema de su libro en una serie de historias unidas por un hilo autobiográfico. Es evidente que la imagen de la orquesta está caricaturizada hasta el esperpento y, aunque todos los datos sobre personajes y conversaciones fuesen verídicos, no sería posible que todos ellos tuvieran lugar en la misma agrupación, ni mucho menos, con la figura de Hector Berlioz como testigo.

      Detrás de este planteamiento se encuentra una loa a la esencia artística de las agrupaciones musicales del norte de Europa. Cuando el autor da a entender que la orquesta

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