Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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Corsino, concertino, compositor.
Siedler, violín segundo principal.
Dimski, primer contrabajo.
Turuth, flauta segunda.
Kleiner, hermano mayor, timbal.
Kleiner, hermano menor, primer violonchelo.
Dervink, primer oboe.
Winter, segundo fagot.
Bacon, viola (no es descendiente del que inventó la pólvora).
Moran, trompa primera.
Schmidt, trompa tercera.
Carlo, muchacho empleado de la orquesta.
Un señor, abonado al patio de butacas.
El autor.
Primera tertulia
La primera ópera, un cuento del pasado. Vincenza, una historia sentimental. Las contrariedades de Kleiner, el mayor.
Representan una ópera francesa moderna muy sosa.
Los músicos ocupan sus puestos con una actitud evidente de mal humor y disgusto. No se molestan en afinar, algo a lo que el director no parece prestar atención. Sin embargo, a la primera emisión de un la por parte del oboe, los violines se dan cuenta de que están afinados al menos un cuarto de tono por debajo de los instrumentos de viento.
—¡Oh! –exclama uno de ellos–. ¡Qué bien desafinada está la orquesta! ¡Toquemos así la obertura! ¡Será divertido!
Y, en efecto, los músicos interpretan enérgicamente su obra, sin perdonar ni una sola nota al público que, encantado con esta rítmica banalidad, exige un bis, de modo que el director se ve obligado a recomenzar. Únicamente, por corrección, solicita a la sección de cuerda que, si tiene a bien, tome el tono de los instrumentos de viento. ¡Vaya un aguafiestas! Se ponen de acuerdo en la afinación. Se repite la obertura, que en esta ocasión no produce efecto alguno en el auditorio. La ópera comienza y paulatinamente los instrumentistas dejan de tocar.
—¿Sabes –pregunta Siedler, el violín segundo principal, a su compañero de atril– lo que le ha pasado a nuestro compañero Corsino, que no ha venido esta noche?
—No. ¿Qué le ha pasado?
—Le han llevado a la cárcel. Se tomó la libertad de insultar al director de nuestro teatro. El bueno del gerente le había encargado la música de un ballet. Corsino cumplió con el encargo, pero ni ha sido representado ni le han pagado por su trabajo. Estaba como loco de rabia.
—Es comprensible. ¿Acaso no es suficiente motivo para hacer a un hombre perder la paciencia? Me gustaría verte a ti en esa situación para comprobar tu fuerza de voluntad y tu capacidad de resignación.
—Vamos, que no soy tan necio. Sé demasiado bien que la palabra de nuestro director no vale más que su firma. De todos modos, pronto le pondrán en libertad. No se sustituye a un violinista de su valía tan fácilmente.
—¡Ah! ¡Le han arrestado por eso, entonces! –exclama un viola dejando su arco sobre el atril.
—Quizás algún día pueda vengarse de él, como hizo aquel italiano del siglo XVI que compuso el primer tipo de música dramática.
—¿Qué italiano?
—Alfonso della Viola, un contemporáneo de Benvenuto Cellini, el famoso orfebre y escultor. Llevo en el bolso un relato que se acaba de publicar, en el que estos dos son los protagonistas. Si queréis os lo leo.
—¡Veamos esa novela!
—¡Échate un poco hacia atrás, que no me dejas sitio!
—¡No hagas tanto ruido con el contrabajo, Dimski, o no oiremos nada! ¿Es que no estáis ya cansados de tocar esa estúpida música?
—¿Una historia? Esperad, que me uno.
Dimski se apresura a desembarazarse de su instrumento. Todo el centro de la orquesta se sitúa alrededor del lector, que saca su folleto y, apoyando el codo en la funda de una trompa, comienza a leer en voz baja.
***
LA PRIMERA ÓPERA. UN CUENTO DEL PASADO
Florencia, 27 de julio de 1555
Alfonso della Viola[1] a Benvenuto Cellini
Me encuentro triste, Benvenuto. Estoy cansado, asqueado. A decir verdad, estoy enfermo. Consumido. Me siento desfallecer de rabia, como te sentías tú antes de haber vengado la muerte de Francesco. Tú te recuperaste con prontitud, pero yo… creo que el día de mi curación jamás llegará. Sólo Dios lo sabe. No obstante, ¿qué sufrimiento fue más digno de piedad que el mío? ¿A qué desventurado otorgarían Cristo, Nuestro Señor, y su Santa Madre la gracia suprema, el único bálsamo verdadero –la venganza– para calmar el amargo dolor del artista ultrajado en su arte y en su persona? Oh, no, Benvenuto. No desmereceré tu derecho a apuñalar al miserable oficial que mató a tu hermano, pero no puedo evitar ver una distancia infinita entre tu ofensa y la mía. ¿Qué había hecho, al fin y al cabo, aquel pobre diablo? Verter la sangre del hijo de tu madre, cierto. Pero el oficial comandaba una ronda nocturna. Francesco estaba beodo y después de haber insultado sin motivo al destacamento y de haberlo atacado con piedras, cometió la temeridad de intentar desarmar a los soldados. Ellos se defendieron y tu hermano murió. Fue un desenlace fácilmente previsible y, sinceramente, el más justo.
Mi caso es diferente. Aunque la injusticia recibida hubiera sido peor que un asesinato, en ningún modo lo he merecido. Es más, yo tenía derecho a una recompensa y lo único que recibí fue desaire y ultraje.
Tú sabes con qué perseverancia trabajo desde hace muchos años para crear un tipo de música más poderosa, con mayores recursos expresivos. Ni siquiera la mala voluntad de los maestros de la vieja escuela, ni las burlas estúpidas de sus alumnos, ni la desconfianza de los dilettanti, que me contemplan como un tipo extraño, más cercano a la locura que a la cordura, ni los obstáculos de todo tipo que provoca la pobreza, han podido detenerme en mi empeño. Puedo comentarlo, ya que tal conducta no supone, a mi modo de ver, ningún mérito.
El joven Montesco llamado Romeo, cuya historia y muerte trágica causaron tanto revuelo en Verona hace algunos años, no fue capaz de resistir el encanto que le condujo hacia la bella Julieta, hija de su enemigo mortal. La pasión fue más fuerte que los insultos de los criados de los Capuleto, más fuerte que el hierro y que la sombra siempre amenazante del veneno. Julieta le amaba y por pasar una hora con ella bien merecía la pena morir mil veces. Pues bien, mi Julieta no es otra que la música, y por Dios Santo, ¡yo soy su amado!
Hace dos años concebí la idea de una obra dramática sin parangón hasta nuestros días. En ella, el canto, acompañado por diversos instrumentos, debía reemplazar al lenguaje hablado, provocando en su unión con la escena, un efecto tal, que la más sublime poesía no podría alcanzar jamás. Por desgracia, era un proyecto demasiado costoso. Sólo un soberano o un judío podrían llevarlo a cabo.
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