Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz Música

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que el público acude a oír como un deber religioso, lo escucha en religioso silencio y los músicos sobreviven a él gracias a una religiosa valentía. Un aburrimiento frío, negro y pesado como los muros de una iglesia protestante se apodera de todos.

      El desafortunado bombero, que no toma parte en la obra, se mueve inquieto en su rincón. Es el único que se atreve a hablar con irreverencia de esta música, escrita, según él, por un pobre compositor, tan ignorante de las principales leyes de la orquestación como para no emplear el rey de los instrumentos: el bombo.

      Me encuentro al lado de un viola. Durante la primera hora, éste trata de contener el sueño. Pero entrada la segunda, el arco comienza a frotar las cuerdas cada vez con menos peso, hasta que, finalmente, termina cayendo… y yo siento un peso extraño sobre mi hombro izquierdo. Se trata de la cabeza del mártir, que reposa inconsciente. Procuro acercarme para proporcionarle un punto de apoyo más sólido y cómodo. Duerme profundamente. Los píos oyentes más cercanos a la orquesta nos dirigen sus miradas más indignadas. ¡Qué desvergüenza!… Y yo contribuyo al escándalo, sirviendo de almohada al durmiente. Los demás músicos ríen.

      —Nos vamos a dormir todos –me dice Moran–, si no hace usted algo para mantenernos despiertos. ¡Cuéntenos alguna anécdota de su último viaje por Alemania! Es un país al que amamos, a pesar de que este oratorio viene de allí. Seguro que ha vivido más de una aventura original. Pero empiece rápido. Los brazos de Morfeo ya se abren para recibirnos.

      —Según parece, esta noche soy el encargado de mantener dormidos a algunos y despiertos a los demás. Les contaré una historia, si es necesario, aunque esté un poco recortada por aquí y por allá. Pero cuando la repitan ustedes en otro lugar, no digan a quién se la han escuchado. Eso terminaría de arruinarme ante la opinión de las piadosas personas que en este momento me están fusilando con sus ojos de búho.

      EL ARPISTA AMBULANTE. UNA HISTORIA DEL PRESENTE

      Durante uno de mis viajes por Austria, cuando llevaba recorrido un tercio de la distancia que separa Viena de Praga, el tren en el que me encontraba se detuvo sin posibilidad de avanzar más. Una inundación se había llevado un viaducto. Un tramo inmenso de la vía estaba cubierto de agua, de tierra y de porquería. Los pasajeros tuvieron que resignarse a dar un largo rodeo en coche para alcanzar el otro lado de la línea interrumpida. No eran muchos los vehículos confortables y yo mismo me consideré afortunado de encontrar el carro de un labrador que llevaba dos brazadas de paja. Gracias a él, pude llegar al lugar de reencuentro del convoy, molido y helado.

      —Dove avete inteso questo pezzo? –le dije. Mi primera reacción en los países cuya lengua no domino es siempre la de expresarme en italiano, suponiendo, tal vez, que la gente que no habla francés ha de conocer la única lengua en la que sé decir algunas palabras.

      —No hablo italiano, señor. No comprendo lo que ha tenido usted la deferencia de decirme.

      —¡Ah! ¡Habla usted francés! Le preguntaba que dónde había usted escuchado esta pieza.

      —En Viena. En uno de sus conciertos.

      —¿Me reconoce usted?

      —¡Oh, sí! Perfectamente.

      —Y dígame: ¿Cómo es que estaba usted en ese concierto?

      —Una tarde, en un café de Viena, al que iba a tocar con regularidad, presencié una discusión entre dos clientes, a propósito de su música. La discusión era tan violenta que pensé que iban a acabar a banquetazos. Se trataba fundamentalmente de la sinfonía Romeo y Julieta, por lo que me entró tal curiosidad por escucharla, que me dije: Si hoy gano más de tres florines, compraré mañana una entrada para el concierto. Tuve la suerte de ganar tres florines y medio, así que pude satisfacer mi curiosidad.

      —¿Y ha sido capaz de memorizar el scherzo?

      —Sólo la primera parte y los últimos compases. Nunca he podido acordarme del resto.

      —Dígame la verdad: ¿Qué efecto le produjo cuando lo escuchó?

      —¡Oh! Un efecto peculiar. Muy peculiar. Me hizo reír, pero de felicidad, sin poder evitarlo. Jamás pensé que los instrumentos conocidos pudieran producir tales sonidos, ni que una orquesta de cien músicos pudiera desenvolverse con tal ligereza. Mi agitación era extrema y no paraba de reír. En los últimos compases, en esa frase rápida en que los violines salen disparados como una flecha, se me escapó tal carcajada que un espectador vecino quiso echarme de allí, pensando que me reía de usted. Sin embargo no era así, sino al contrario, pero no podía evitarlo.

      —¡Caramba! Posee usted una manera original de sentir la música. Me pregunto cómo habrá adquirido esa capacidad. Ya que habla usted tan bien en francés y, puesto que el tren no parte hasta dentro de dos horas, podría desayunar conmigo y contármelo.

      —Es una historia muy simple, señor. Poco digna de su atención. Pero si usted desea escucharla, soy su servidor.

      Nos dispusimos en una mesa, bebimos algunos cuartos del indispensable vino del Rin y he aquí, poco después, los términos en que me narró mi compañero de viaje la historia de su educación musical o, más bien, algunos sucesos de su vida.

      La historia del arpista ambulante

      Nací en Estiria. Mi padre era músico ambulante, como hoy lo soy yo. Después de haber recorrido Francia durante diez años y de haber ahorrado una pequeña cantidad, volvió a su país, donde se casó. Yo llegué al mundo un año después de su matrimonio y ocho meses más tarde murió mi madre. Mi padre no quiso abandonarme. Se hizo cargo de mí y me crió con el cariño que, en general, sólo las mujeres son capaces de prodigar. Convencido de que, viviendo en Alemania, aprendería alemán con facilidad, tuvo la feliz idea de enseñarme además el francés, lengua que empleaba siempre conmigo. Pronto me enseñó, hasta donde mi fuerza le permitía, el manejo de los dos instrumentos que le eran más familiares: el arpa y la escopeta. Usted sabe que en Estiria nos gustan las armas. También yo alcancé cierta consideración como cazador en nuestro pueblo, algo que enorgullecía a mi padre. Al mismo tiempo iba alcanzando una hermosa destreza al arpa, pero un día mi padre creyó apreciar que mis progresos se habían estancado. Me preguntó el motivo, pero yo, no queriéndoselo decir, le aseguraba que no era culpa mía, puesto que yo seguía trabajando a diario, aunque no encerrado en nuestra pobre casa, donde no me sentía capaz de hacer sonar el instrumento, sino en el campo. La verdad era que ya no trabajaba en absoluto. He aquí la razón: yo tenía una bonita voz blanca, fuerte y bien timbrada. El placer que encontraba en tocar el arpa en el bosque y en los lugares más salvajes de nuestra comarca me animó a

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