Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz Música

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mujer hermosa a quien se ha encomendado la cruel tarea de revender unas entradas, hay que ver con qué despotismo bárbaro grava su impuesto sobre jóvenes y viejos que hayan tenido la suerte de encontrarla.

      Je le sais, vous m’avez trahie,

      Une autre a mieux su vous charmer.

      Pourtant, quand votre coeur m’oublie,

      Moi, je veux toujours vous aimer.

      Oui, je conserverai sans cesse

      L’amour que je vous ai voué;

      Et si jamais on vous délaisse,

      Aquí el sultán hace un signo al traductor y le dice, con ese laconismo de la lengua turca del que Molière nos dejó tan bellos ejemplos en El burgués gentilhombre:

      —¡Naoum!

      Y el intérprete:

      —Señor, Su Alteza me ordena que le comunique que la señora haga el favor de callarse inmediatamente.

      —Pero… si apenas ha comenzado… Sería una mortificación.

      Durante este diálogo, la desafortunada cantante continúa, entornando los ojos, vociferando el aria de Panseron:

      Si jamais son amour vous quitte,

      Faible, si vous la regrettez,

      Dites un mot, un seul, et vite

      Nuevo signo del sultán que, acariciando su barba, lanza por encima del hombro otra palabra al traductor:

      —¡Zieck!

      El traductor al marido (la mujer canta sin parar el aria de Panseron):

      —Señor, el sultán me ordena que le diga que si su esposa no deja de cantar al instante, la hará arrojar al Bósforo.

      Esta vez, el atemorizado esposo no duda; tapa con su mano la boca de su mujer interrumpiendo con brusquedad el tierno estribillo.

      Appelez-moi, je reviendrai,

      Appelez-moi, je…

      Gran silencio, interrumpido únicamente por el sonido de las gotas de sudor de la frente del marido al caer sobre la tapa del pobre piano. El sultán permanece inmóvil. Nuestros dos viajeros no se atreven a retirarse cuando una nueva palabra, «¡Boulack!», sale de sus labios entre otra bocanada de tabaco. El intérprete:

      —Señor, su Alteza me ordena que le diga que desea verle bailar.

      —¿Bailar? ¿Yo?

      —Sí, usted, señor.

      —Pero yo no soy bailarín. Ni siquiera soy artista. Acompaño a mi mujer en sus viajes, llevo sus partituras, su chal, eso es todo… no sabría, verdaderamente…

      —¡Zieck! ¡Boulack!– interrumpe el sultán con sequedad mientras exhala una amenazante nube negra.

      El intérprete se apresura, entonces, a traducir:

      —Señor, Su Alteza me ordena que le diga que si usted no baila inmediatamente, le hará arrojar al Bósforo.

      No había posibilidad de replicar, así que ahí estaba nuestro desdichado marido brincando de la forma más grotesca, hasta el momento en que el sultán, acariciando una vez más su barba, grita con una terrible voz:

      —¡Daioum be boulack Zieck!

      El

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