Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz Música

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en salir de mi habitación dedicándome una sonrisa de agradecimiento que me iluminó como un rayo celestial.

      Unas horas más tarde, acababa de vestirme cuando llegó G*** y me dijo con gravedad:

      —Tenías razón. He descubierto la verdad, pero ¿por qué no ha venido? La he estado esperando.

      —¿Cómo que no ha ido? Salió de aquí esta mañana medio loca con la esperanza que le di. Debe de haber llegado a tu casa en dos o tres minutos.

      —No la he visto y, sin embargo, la llave estaba bien visible en la puerta.

      —¡Maldición! ¡Olvidé decirle que te habías cambiado de taller! Habrá subido al cuarto piso ignorando que estabas en el primero.

      —¡Corramos!

      A toda prisa, llegamos al ático. La puerta del estudio estaba cerrada. En la madera se encontraba clavada con fuerza la horquilla de plata que Vincenza portaba en sus cabellos y que G*** reconoció con horror. Él se la había regalado. Corrimos al Trastevere, a su casa, al paseo de Poussin, preguntando a todos los paseantes. Nadie la había visto. Finalmente, escuchamos dos voces que discutían con violencia… Llegamos al lugar de la escena… Dos boyeros se peleaban por el pañuelo blanco de Vincenza, que la infeliz albanesa había desprendido de su cabeza para dejarlo en la orilla antes de precipitarse…

      ***

      El primer violín emitía entre dientes un silbido de desaprobación:

      —¡Ssssss! ¡Ssssss! Tu historia es corta y mala. Además, no tiene nada de conmovedora. Ya sabes, flautista sensiblero: mejor dedícate a tus tubos. Prefiero la sensibilidad mucho más original de nuestro timbalero, ese bruto de Kleiner, cuya única ambición es ser el número uno de la ciudad en el trémolo cerrado y en fumar más pipas que nadie. Un día…

      —Espera, guarda tu historia para mañana, que la obra ya ha terminado.

      —Es muy breve. La escuchamos de un trago. Un día, os decía, me encontré a Kleiner acodado en la barra de un café, solo, como siempre. Tenía un aspecto más sombrío que de costumbre. Me acerco y le digo:

      —Pareces triste, Kleiner. ¿Te pasa algo?

      —¡Oh! ¡Qué contrariedad!

      —¿Contrariedad? ¿Has vuelto a perder once partidas de billar, como la semana pasada? ¿Has roto un par de baquetas nuevas o has vuelto a quemar otra pipa?

      —No. He perdido… mi madre…

      —Lo siento camarada. Siento no haberte tomado en serio. ¡Qué mala noticia!

      —(Kleiner dirigiéndose al camarero:) ¡Camarero! Una crema bávara.

      —Ahora mismo, señor.

      —(Entonces continúa:) Sí, amigo. Tremenda contrariedad. Mi madre murió anoche, tras una agonía horrible de catorce horas.

      —(Vuelve el camarero.) Señor, no quedan cremas bávaras.

      —(Kleiner golpea violentamente la mesa con el puño, arrojando al suelo con estrépito dos cucharas y una taza:) ¡Maldición! ¿Es que en esta vida todo son contrariedades?

      Eso es sensibilidad en estado puro.

      Los músicos rompen a reír de tal manera que el director de la orquesta, que les estaba escuchando, se ve obligado a llamarles la atención y a dirigirles, con un ojo, una mirada enojada. Su otro ojo sonríe, mientras sale sin decir palabra.

      Segunda tertulia

      El arpista ambulante, una historia del presente. Interpretación de un oratorio. El sueño

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