Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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—¿No conocía las arpas eólicas?
—No, señor. Creía haber hecho un verdadero descubrimiento. Me apasioné por él y, desde ese momento, en lugar de ejercitarme en el mecanismo de mi instrumento, no hice más que entregarme a unas experiencias que me absorbieron por completo. Probaba afinaciones de todo tipo para evitar la confusión producida por la vibración de tantas cuerdas diferentes, hasta que convine, tras largas investigaciones, en afinar el mayor número posible a la octava y al unísono, suprimiendo todas las demás. Sólo entonces obtuve series de acordes verdaderamente mágicas que satisfacían mi ideal; armonías celestes sobre las que cantaba himnos sin cesar, que unas veces me transportaban a palacios de cristal, entre millones de ángeles de alas blancas y coronas de estrellas, que cantaban conmigo en una lengua desconocida; y otras veces me sumergían en una profunda tristeza que me hacía ver, en las nubes, pálidas muchachas de ojos azules, cubiertas con sus largas cabelleras rubias, más hermosas que serafines, que sonreían entre lágrimas, y emitían armoniosos gemidos que la tormenta arrastraba con ellas hasta los confines del horizonte. En otra ocasión imaginé ver a Napoleón, cuya asombrosa historia, mi padre me contaba tan a menudo. Creí estar en la isla en la que murió. Vi su guardia inmóvil alrededor de él. Otras veces vi a la Santísima Virgen, a la Magdalena y a Nuestro Señor Jesucristo en una iglesia enorme, el día de Pascua. También me imaginaba en ocasiones flotando aislado en el aire, sintiendo que el mundo había desaparecido. Sufrí, incluso, horribles padecimientos, como si hubiese perdido a mis seres más queridos; me arrancaba los cabellos y sollozaba arrojándome al suelo… No puedo expresar ni la centésima parte de lo que experimentaba. Un día, durante una de estas escenas de poética desesperación, fui encontrado por unos cazadores de la zona. Al ver mis lágrimas, mi aspecto enajenado y algunas cuerdas de mi arpa sueltas, me creyeron loco, y mal que bien, me llevaron a casa de mi padre. Éste no dio crédito a esta idea, pues desde hacía tiempo sospechaba, por mi comportamiento y mi inexplicable exaltación, que me había dado al aguardiente (que yo debía robar porque no tenía con qué pagar). Convencido de que había ido a emborracharme a algún lado, me molió a palos y me encerró dos días a pan y agua. Soporté este injusto castigo sin querer decir una palabra para disculparme. Sentía que nadie hubiera creído ni comprendido la verdad. Además, no podía compartir este secreto con nadie. Había descubierto un mundo ideal y sagrado y no quería desvelarlo. El señor cura, un buen hombre del que todavía no le he hablado, tenía otra interpretación de mis ataques extáticos:
—En mi opinión, deben de ser algún tipo de visiones divinas. Este muchacho, sin duda, está llamado a alcanzar la santidad.
La época de mi primera comunión llegó y mis visiones se volvieron más frecuentes e intensas. Mi padre comenzó entonces a perder la mala opinión que se había forjado de mí y, como los demás, empezó a creer que estaba loco. El señor cura, por el contrario, insistiendo en su hipótesis, me preguntó si nunca había soñado con ser sacerdote.
—No, señor –respondí–. Pero ahora sí que lo pienso y creo que me gustaría abrazar ese santo sacramento.
—Bien, muchacho. Piénsalo bien. Reflexiona y ya hablaremos.
Poco después, mi padre murió tras una corta enfermedad. Yo tenía catorce años. Sentí una gran pena, porque tan sólo en alguna ocasión me había pegado y le estaba muy agradecido por haberme enseñado tres cosas: francés, arpa y a disparar mi escopeta. Estaba solo en el mundo. El señor cura me acogió en su casa y pronto le aseguré que mi vocación era verdadera, por lo que comenzó a proporcionarme los conocimientos necesarios para la carrera eclesiástica. Transcurrieron así cinco años en los que aprendí latín y, estaba a punto de emprender los estudios de teología, cuando repentinamente me enamoré, pero ¡de dos muchachas a la vez! ¡Y lócamente! Tal vez no lo crea usted posible, señor.
—¿Cómo que no? ¡Perfectamente! Todo es posible en unas circunstancias como las suyas.
—Bien entonces. Como le decía… amaba a las dos a la vez. Una era alegre y la otra melancólica.
—¿Como las dos primas de El cazador furtivo[3]?
—Precisamente. ¡Oh, el Freischütz! Una de mis frases favoritas está ahí… y en los bosques, en los días de tormenta, muy a menudo…
(Aquí el narrador se detuvo, mirando el aire fijamente, escuchando… inmóvil… como si escuchase sus queridas armonías eólicas, unidas indudablemente a la romántica melodía de Weber que acababa de mencionar. Palideció. Algunas lágrimas aparecieron bajo sus párpados. Tuve cuidado de no perturbar su sueño extático. Le admiraba. Le envidiaba, incluso. Permanecimos un rato en silencio. Finalmente se enjugó los ojos y tomó su vaso.)
—Perdón, señor –continuó–, por mi falta de consideración, al dejarme llevar por mis recuerdos. Es que… verá usted… Weber me hubiera comprendido, como yo le entiendo a él. No me hubiera tomado por un borracho, ni por un loco, ni por un santo. Él llevó mis sueños a la realidad o, al menos, hizo que la gente vulgar experimentase mis sentimientos.
—¡La gente común! Mire a su alrededor, camarada, y dígame cuántos individuos siquiera cayeron en la cuenta de esa frase cuyo solo recuerdo acaba de emocionarle a usted y que creo saber cuál es: el solo de clarinete sobre el trémolo, en la obertura. ¿No es así?
—¡Sí, sí! ¡Caray!
—Bien, puede usted citar esta melodía sublime a cuantas personas quiera y verá que, entre cien mil que hayan escuchado El cazador furtivo, ni siquiera diez de ellas recordarán la existencia de este pasaje.
—Es posible. Dios mío, qué mundo este… Volviendo al tema, mis dos amantes eran en verdad las dos heroínas de Weber. Incluso se llamaban Annette y Ágata, como en el Freischütz. Nunca supe a cuál de las dos quería más. Con la alegre me encontraba siempre triste y, sin embargo, la melancólica me alegraba.
—No es extraño. Es propio de la condición humana.
—Puedo confesar que me encontraba terriblemente feliz. Este doble amor me hizo olvidar en parte mis conciertos celestiales y, en cuanto a mi vocación religiosa, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. No hay nada como el amor de dos jóvenes muchachas, la una alegre y la otra soñadora, para quitarle a uno las ganas de ser sacerdote y el gusto por la teología. El señor cura no se dio cuenta de nada. Ágata no sospechaba mi amor por Annette ni ésta mi pasión por Ágata, por lo que permanecí una temporada alegrándome y entristeciéndome alternativamente: un día lo uno y otro día lo otro.