Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz

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Las tertulias de la orquesta - Hector Berlioz Música

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propiedad por semejante composición. He podido asimismo esquivar los derechos del autor francés y publicar, según mi idea, el fragmento sin texto. Se trata de la plegaria en la bemol de Ágata del tercer acto de Robin de los bosques. Como usted sabrá, se trata de un compás ternario, en tempo tranquilo, acompañado por unas síncopas del coro, muy difíciles y sin sentido, como todo. Me planteé que, poniendo el coro en compás de seis por ocho, con la indicación de allegretto y con un acompañamiento inteligible, es decir, con el ritmo apropiado para este compás (una negra seguida de una corchea, el ritmo de los tambores para el paso ligero), resultaría una cosa bonita que tendría éxito. Escribí así este fragmento para guitarra y flauta y lo publiqué, permitiendo que apareciese en él el nombre de Weber. Ha sido tan bien acogido que lo vendo no a cientos, sino a millares, y cada día aumentan las ventas. Ganaré más con este fragmento de lo que ese atontado de Weber habrá ingresado por la ópera completa. Superaré incluso a Castil-Blaze que, no obstante, es un hombre muy hábil. ¡Esto es tener ideas!

      —¿Qué me dicen de esto, señores? Estoy casi seguro de que no me creerán, de que me tomarán por un cuentista. Y, sin embargo, es perfectamente cierto. Conservo desde hace tiempo un ejemplar de la plegaria de Weber transfigurada por la idea y por la fortuna del señor Marescot, editor francés de música, profesor de flauta y de guitarra, establecido en la rue Saint-Jacques, haciendo esquina con la rue des Mathurins, en París.

      La ópera ha terminado. Los músicos se retiran dirigiendo sus miradas a Corsino con un aire socarrón. Incluso algunos dejan escapar esta vulgar expresión:

      —¡Guasón!

      No obstante, puedo garantizar la autenticidad de su relato, porque yo mismo conocí a Marescot y sé de otras historias similares sobre sus perfectionnements.

      Quinta tertulia

      La s de Robert le diable, un relato gramatical

      Hoy representan una aburridísima ópera francesa moderna.

      Nadie se preocupa de su parte en la orquesta. Todo el mundo habla, a excepción de un violín primero, los trombones y el bombo. Al verme Dimski, el contrabajista, me interpela:

      —¡Por Dios, amigo! ¿Se puede saber dónde se había metido? No le veíamos desde hace unos ocho días. Tiene aspecto triste. Espero que no haya padecido de contrariedad, como nuestro amigo Kleiner.

      —No, gracias a Dios. No he sufrido la pérdida de ningún familiar. He estado, como dicen los católicos, de retiro. En estos casos, las personas piadosas, con el fin de prepararse sin distracción para cumplir con algún deber religioso, se retiran a un convento o a un seminario y allí, durante un tiempo más o menos largo, ayunan, rezan y se dedican a la meditación religiosa. Ahora bien, debo confesarles que mi costumbre es la de realizar todos los años un retiro poético. Me encierro entonces en mi casa y leo a Shakespeare o a Virgilio, a veces a los dos. Esto me hace sentir algo enfermo al principio, pero después de dormir veinte horas seguidas, me restablezco y sólo me queda una inevitable tristeza. Así es como ahora me ven, pero tras una entretenida charla con ustedes, este sentimiento se habrá disipado totalmente. ¿Qué se ha tocado, cantado, dicho y narrado en mi ausencia? Pónganme al corriente.

      —Son las mismas. Nada puede reprocharse a su traductor.

      —¡Lo sabía! –interrumpe Corsino–. He ganado la apuesta.

      —Se trata además de un fragmento muy afortunado por parte del señor Meyerbeer, uno de los más afortunados en este valle de lágrimas. Verdaderamente, hay que reconocer que hay poca diferencia entre los juegos teatrales y los juegos de azar. Las más sabias combinaciones no sirven para nada cuando se trata de triunfar. Se gana cuando no se pierde y se pierde cuando no se gana. Estas dos razones son las únicas con las que pueden explicarse el fracaso y el éxito. Suerte, fortuna y azar son palabras de las que nos servimos para designar la causa desconocida y que jamás conoceremos. Pero esta suerte, este azar, esta Fortuna propicia o desfavorable (así la denomina ingenuamente Bertram en Robert le diable) parece, no obstante, acompañar a ciertos jugadores, a ciertos autores, con una obstinación increíble. Tal compositor, por ejemplo, ha analizado el juego durante diez años, ha contabilizado todas las series de rojo y de negro, ha resistido prudentemente todas las trampas ordinarias del azar, a todas las tentaciones que se le han ofrecido. Entonces, cuando un buen día ve salir treinta veces seguidas el negro, se dice:

      —Es mi día de suerte. Todas las óperas representadas desde hace tiempo han fracasado. El público necesita un éxito y mi partitura está escrita precisamente en el estilo contrario al de todas ellas. Apuesto al rojo. La ruleta gira, el negro vuelve a salir por vez trigésimo primera y la obra fracasa. Estas cosas suceden incluso a gentes cuya profesión es la de escribir vulgaridades, profesión lucrativa y de éxito en todos los países. Por otro lado, los locos caprichos de la ciega diosa son tales que es posible ver triunfar magníficas obras maestras, concepciones grandiosas, originales y audaces casi sin esfuerzo.

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